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Adrián López Ortiz

22/04/2018 - 12:00 am

AMLO o el fin de la revolución

En los comentarios finales de “Dictablanda: Politics, Work and Culture in Mexico, 1938-1968” (Duke University Press, 2014), un compendio magnífico de Paul Gillingham y Benjamin T. Smith sobre el México postrevolucionario, Jeffrey W. Rubin rescata una cita de John Womack Jr. que me parece sirve para explicar, al menos en parte, el momento político actual y el encantamiento que provoca López Obrador en la sociedad mexicana.

«López Obrador lleva por lo menos 12 años con un discurso tan simple como contundente: primero los pobres, los desprotegidos, los oprimidos. Un discurso que llama a la indignación pero también a la confrontación». Foto: Saúl López, Cuartoscuro

En los comentarios finales de “Dictablanda: Politics, Work and Culture in Mexico, 1938-1968” (Duke University Press, 2014), un compendio magnífico de Paul Gillingham y Benjamin T. Smith sobre el México postrevolucionario, Jeffrey W. Rubin rescata una cita de John Womack Jr. que me parece sirve para explicar, al menos en parte, el momento político actual y el encantamiento que provoca López Obrador en la sociedad mexicana.

Nos dice Womack Jr. que el significado histórico principal de la revolución mexicana fue su “tenacidad capitalista en la economía y una burguesa reforma del estado”. Por supuesto podríamos discutir por horas que significan aquí las palabras “capitalista” y “burguesa”, pero en general coincido con el diagnóstico.

La revolución mexicana simuló hacerle justicia a quienes la iniciaron: los campesinos, los peones, los obreros, es decir, los más pobres. Pero lo que realmente ocurrió –según Womack Jr.– fue una pugna entre las facciones revolucionarias no solo contra el viejo régimen, sino entre ellos; los ganadores terminaron por dominar a los peones y los obreros para promover los negocios “americanos” y locales más convenientes a sus intereses.

Vaya paradoja, ese diagnóstico aplica muy bien al impulso reformista del Presidente Peña Nieto, quien inició su sexenio promoviendo grandes reformas económicas, pero que no tuvo ninguna intención de poner el mismo empeño en la reforma al estado de derecho. Lo escribí antes en este espacio y lo confirmo ahora, la pata coja fue otra vez el desdén del partido revolucionario por la justicia y la desigualdad.

No lo logró Peña Nieto, pero tampoco pudo lograrlo antes nuestra histórica oposición: el PAN. El partido orgulloso de sus principios gobernó por 12 años este país y solo volteó de manera indirecta hacia los estratos más bajos. Por supuesto que ayudó la estabilidad macroeconómica y el control de la inflación, incluso habrá que reconocer el arranque de la transformación de nuestro sistema de justicia penal al modelo acusatorio, pero el principal saldo de la desigualdad y la injusticia se explica en los más de 100 mil muertos de Calderón (y que ahora rebasa Peña Nieto): quienes mueren asesinados a diario son los más vulnerables y desprotegidos. Los pobres son la carne de cañón del crimen organizado mexicano, ese al que Calderón le declaró la guerra y que Peña Nieto continuó con peores resultados.

En ese contexto histórico no debería sorprendernos que Andrés Manuel López Obrador lidere las encuestas con una ventaja enorme sobre Ricardo Anaya y, todavía más grande, sobre José Antonio Meade.

López Obrador lleva por lo menos 12 años con un discurso tan simple como contundente: primero los pobres, los desprotegidos, los oprimidos. Un discurso que llama a la indignación pero también a la confrontación, por más que lo haya venido moderando ahora que se siente ganador. Un discurso que es un llamado permanente a combatir y destronar a los rateros, los tramposos, a la élite y los “fifís”, ese universo que él entiende como “la mafia del poder”.

Es decir, AMLO le habla todos los días a ese otro México que es mayoría y al que la burguesa reforma del estado dejó fuera de la tenacidad capitalista. Ese México que aunque no la recuerde, se siente traicionado por el ideal de la Revolución Mexicana.

Borrachos de democracia, en el año 2000 decretamos que esa Revolución Mexicana había muerto. Nos equivocamos, tras la frivolidad del gobierno de Vicente Fox y la cólera del gobierno calderonista, el “nuevo PRI” revivió el ideal revolucionario en el mismo sentido que Womack Jr. señala: la tenacidad económica en la reforma energética y bancaria, pero la misma burguesía en la reforma del estado con la simulación anticorrupción y la ineficacia del nuevo sistema de justicia penal. El saldo es vergonzoso: un gobierno federal soberbio, corrupto y, eso sí, millonario.

De llegar al poder, el gobierno de López Obrador intentará, para bien y para mal, culminar el proyecto revolucionario. Hacerle justicia a los peones y los obreros, poner primero a la gente común. Tal vez de ahí venga su admiración por Madero y Cárdenas.

Acaso esa sea la principal enseñanza del momento político actual: López Obrador como el fin de la Revolución Mexicana. Cien años después.

Adrián López Ortiz
Es ingeniero y maestro en estudios humanísticos con concentración en ética aplicada. Es autor de “Un país sin Paz” y “Ensayo de una provocación “, así como coautor de “La cultura en Sinaloa: narrativas de lo social y la violencia”. Imparte clase de ética y ciudadanía en el Tec de Monterrey, y desde 2012 es Director General de Periódicos Noroeste en Sinaloa.

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