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31/01/2017 - 12:01 am
Resistir en el tiempo. Apuntes sobre la velocidad y la violencia
Por Andrés Marcelo Díaz Fernández, investigador en @FundarMexico La velocidad es un concepto que atañe explícitamente a los seres humanos y sus sociedades. El qué tan veloces somos para realizar acciones o cuánta capacidad tenemos para desarrollarlas detenidamente generarán diversas imposiciones de valor: “qué buen servicio, fue muy rápido”; “lo hizo bien, no de manera […]
Por Andrés Marcelo Díaz Fernández, investigador en @FundarMexico
La velocidad es un concepto que atañe explícitamente a los seres humanos y sus sociedades. El qué tan veloces somos para realizar acciones o cuánta capacidad tenemos para desarrollarlas detenidamente generarán diversas imposiciones de valor: “qué buen servicio, fue muy rápido”; “lo hizo bien, no de manera atrabancada”; “chocó por exceso de velocidad”; “se tarda mucho en llegar”.
Por eso, la velocidad medida a través de una invención humana: el tiempo, se convierte también en una herramienta de nuestras voluntades. Cuándo ir rápido y cuándo ir lento siempre será determinado por nuestras necesidades o por imposiciones externas. Y así, como manecilla de hora, como minutero o segundero, tendremos un propio ritmo de nuestras acciones a la par que coexistimos con los tiempos de otros sistemas, sociedades o personas.
Pero coexistir no es lo mismo que convivir. Quienes se alzan y dicen dominar los tiempos sociales, quienes imponen sus velocidades industriales, sus tiempos políticos o su presente de modernidad, suelen perder la dimensión del ritmo social, ese al que justamente pregonan dominar. Oponiéndose al pasado por considerarlo “atrasado”, se suele desdeñar todo sentido humano del desarrollo digno, de la justicia colectiva y del proyecto común de sociedad. Conceptos elaborados como “evolución”, “modernidad”, “progreso”, “urgencia”, “contingencia”, “desarrollo” frecuentemente son descontextualizados para justificar medidas regresivas que facilitan el despojo, la tortura, los desplazamientos y desapariciones, el incremento gravoso de la vida, la falta de acceso a la justicia, los recortes presupuestales a programas sociales, y la impunidad del aparato corruptor.
Estar bajo el ritmo de los tiempos de los dominantes, significa ser atraído por la industrialización del sistema. La producción material de los productos y objetos de consumo también tiene sus semejanzas con el aceleramiento de las supuestas políticas de seguridad que, paradójicamente, generan mayor inseguridad de ejercicio de derechos. Es decir, a mayor rapidez para instaurar regímenes de militarización o de seguridad militarizada, de pregonar medidas anti-migratorias, o de pretender invadir la privación como “medida de protección”, mayores serán las afectaciones a la esfera de derechos individuales y colectivos de la ciudadanía. La destrucción y la violencia suelen ser más evidenciados en momentos de extrema velocidad cuando ésta no está sustentada en el ritmo social.
Y digo que el ritmo social debe ser tomado en cuenta porque en la parte de abajo, en las dinámicas de los espacios, territorios, y personas que –también de manera paradójica sostienen el sistema económico desigual– existe la necesidad de velocidades para problemas que persisten en la urgencia: la violencia desmedida y la calidad de vida. Mientras los apoyos sociales son retrasados o nunca llegan, las votaciones para la aprobación de bonos a legisladores son rápidas; mientras se consigue poco a poco el dinero para migrar hacia “el norte” por causa de la pobreza, la detención de las y los migrantes se da sin reflexión; al momento en que las investigaciones no son robustecidas con rigor científico y se difieren diligencias de inteligencia criminalística, se prefiere detener, desaparecer y torturar como método de investigación; mientras la justicia no es rápida ni expedita para los internos a quienes se les ha violado el debido proceso, sí lo es para la clase política bien posicionada.
Eso no es entender el ritmo social, el ritmo que implica hacer realmente caso a la ciudadanía y no al pequeño círculo que rodea a las clases política y empresarial. En cuanto al Poder Legislativo, hemos vivido lo mismo: pese a que cuentan con un período amplio para la planeación, integración, discusión y aprobación de sus legislaciones, lo suelen hacer en sus propios tiempos políticos y sin considerar sus obligaciones constitucionales. Así es como la velocidad que aparentan para legislar asuntos de envergadura nacional en la última racha de sus períodos legislativos, no corresponde a la velocidad adecuada para discutir junto con la sociedad civil, aún siendo problemas de carácter urgente. Tal es el caso de las leyes generales para prevenir y erradicar la tortura así como la de la desaparición forzada de personas, que desde el 10 de julio de 2015 tenían un plazo de 180 días (cumplidos el 5 de enero de 2016) para legislar sobre estos asuntos de carácter urgente. Pero, en una medida apresurada, se pensaba votar una ley de seguridad interior en el país en el famoso método “fast-track” para imponer la militarización regulada sin la opinión de la sociedad civil.
Me parece que hoy en día, en plena sacudida global por las arremetidas veloces de quienes intentan dominar el mundo, es necesario volver a ver el reloj social, el ritmo que van llevando los verdaderos problemas de justicia social y no de industrialización de la dominación neoliberal. Comenzar con las urgencias más notables, a las que hay que dotarles de velocidad (encontrar a las y los desaparecidos, terminar con la tortura, sancionar a los responsables, investigar a los corruptos, generar condiciones de salud, educación y empleo a la sociedad) sería un buen paso para imponer el verdadero ritmo que se necesita. Habríamos que dejar, pues, de trabajar en la amplia industria de la injusticia para pasar a un enfoque en la resistencia de nuestros derechos: la resistencia en el tiempo.
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