Carta en el segundo año de mi hija

31/12/2014 - 12:00 am

La alegría es propia, Alicia, nadie te la puede quitar. Igual que la luna, como dijera Sabines. Porque la luna siempre estará ahí, igual que la alegría: sólo es cuestión de no perderla de vista. Y de ser fuerte. Cuando las cosas van para peor, como ha sido en estos dos años en nuestro país, es como si el cielo se llenara de nubes y tras éstas se escondieran todas las amenazas: no salgas a la calle porque caerá una tormenta y te dará gripa, no salgas a la calle a defender tus derechos porque saldrá la policía y ahora parece que tiene licencia para retener a cualquiera e, incluso, para hacer cosas peores que un arresto injustificado. Ésa es la dinámica más simple del miedo: tenerte encerrada, calladita, mientras otros hacen lo que les place con la sociedad en la que vives, para que ni tú ni nadie les estorbe.

Pero hay otras dinámicas un poco más complejas. Por ejemplo, sucede algo atroz, como la desaparición forzada de un grupo de estudiantes y entonces la rabia -justificada, digna- nos vuelca a todos a protestar por ese hecho. Y eso está bien, muy bien. Es loable. Sin embargo existen tres peligros por lo menos. En primer lugar, puede inclinarnos a todos a olvidar otras protestas que son igual de válidas (otras masacres cual más de atroces, por decir lo menos) y entonces, mientras todos estamos muy preocupados protestando por la misma cuestión, aquellos que quieren mermar tus derechos y tus libertades tendrán casi carta abierta para hacer lo que les plazca en los otros rubros que no están en boca de todos. Y, así, la pérdida total puede ser aún mayor.

El segundo peligro, cuantimás en un país como éste, con una tradición tan dada a los mártires y a la presunción de pureza, es que puede suceder que sea la propia sociedad, la misma gente que protesta, quien decida censurar cualquier otro discurso. De modo que si alguien habla de otra cosa será tachado, si bien le va, de “insensible”. Así, se puede tener una sociedad permanentemente preocupada, aturdida, afligida, con personas incapaces de disfrutar de ninguna alegría cotidiana por temor a ser estigmatizadas por sus propios amigos y vecinos. Y este estado, como te imaginarás, Alicia, va agotando las capacidades físicas e intelectuales de los individuos. ¿Cuánto tiempo puede pasar alguien permanentemente afligido? No mucho. Por eso, aunque cuando leas esto te pueda parecer extraño o paradójico, es que las sociedades que han vivido una situación de guerra  por muchos años son también sociedades que se vuelcan a la alegría con todo el júbilo posible a cada oportunidad que tienen para hacerlo. Aquí en México, al menos en las metrópolis que dominan los medios de comunicación, llevamos poco tiempo de conflicto armado. Mejor dicho, para las clases medias y altas de las ciudades del centro del país, pareciera que apenas, hace unos meses, cuando fue la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa, fue que inició el conflicto. Por eso la alegría parece hoy día, por acá, prohibitiva.

Pero en otros lugares, como en Colombia donde vivió tu papi, era la alegría lo único que nos daba la fuerza para resistir cada día, para aguantar la angustia de tomar un café en la terraza de un parque sin pensar que iba a cruzar un sicario dándonos de balazos, para tener la fuerza de tomar el metro cada día a sabiendas que alguien podía poner una bomba y hacernos volar a todos en pedazos. Para tener la entereza que nos permitiera seguir con nuestro trabajo en lugar de quedarnos encerrados llorando. Para tener la osadía, incluso, de seguir protestando a pesar del miedo. Porque podíamos bailar y reír y amar y eso, como la luna, nadie nos lo podía quitar.

El tercer peligro se da cuando la protesta por dicha cuestión única carece de un programa claro para solucionarla. Cuando se dice, por ejemplo, “ellos tienen que hacer algo”, en lugar de “nosotros hacemos esto”. El mejor ejemplo que se me ocurre en este sentido, Alicia, tiene que ver con un problema que, lamentablemente, también te tocará cuando crezcas: la situación ambiental de nuestro planeta. Aquí, si uno se la pasa protestando, digamos, contra el uso del automóvil -y bloqueamos gasolineras, agencias de carros, compañías petroleras- y eso es lo único que hacemos, lo más seguro es que terminemos tristísimos porque pasarán los años y no veremos los cambios radicales que promovíamos. Entonces, otra vez, ,muchos otros problemas igual de importantes habrán sido dejados de lado y podremos estar tentados a no volver a protestar nunca. Ésta es una de las formas de la llamada “teoría del shock”: hacerte creer que hay un problema gravísimo sobre el que no puedes hacer nada al respecto. Es decir, aquí las nubes que ocultan a la luna ya no sólo tratan de mantenerte encerrada y calladita bajo la amenaza de que, si sales a la calle, algo te pasará; sino que querrán hacerte creer que no importa lo valiente que seas porque de todas formas serás incapaz de cambiar el mundo en el que vives.

Por suerte, Alicia, el mundo sí se puede cambiar. Poco a poco, pero es posible: ya verás en tus clases de historia que ahora estamos mejor que hace cien años en muchos ámbitos. La cuestión es tener la fuerza para ir trabajando al parejo en aquello que parece imposible y también en ésas, si se quiere, pequeñas cosas que hacen mejor nuestro entorno. Y esa fuerza, Alicia, como lo aprendió tu papi en Colombia, viene de algo que nadie te puede quitar: tu alegría.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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