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Antonio Calera

31/10/2020 - 12:01 am

Comernos a los muertos

Luchemos por la elegancia de vivir con dignidad.

Ofrenda otomí. Foto: Crisanta Aguilar Espinosa, Cuartoscuro.

Por Antonio Calera-Grobet y Melisa Arzate Amaro

Cuando sea un espíritu y no más un cuerpo decadente, deberé acometer la cita del dos de noviembre con suma prestancia. Con rancio garbo, abolengo, prosapia. Una corbata ilusoria, polainas en blanco y negro, cuáles otras, aunque seguro las almas errantes veremos todo sin color. Ahí haremos como si tocáramos a las puertas, pero en verdad traspasaremos como chorro de agua a un arbusto, volaremos todas las verjas y sus cadenas, todos los muros que nos aparten de los espacios que habitamos en vida. Entonces entraremos bien fácil en nuestros jardines, lloraremos tepetate, se nos regará el vino por las oquedades, ficticio claro ese brebaje.

Un favor. Dejemos te amos escritos en las puertas de los armarios. Dejemos recados escritos desde ahora en los roperos, en los cajones de siempre, para que sean descubiertos por los que nos sobrevivan cuando hayamos partido. A uno ya ido le sienta bien eso. O bueno, no lo sé. Tal vez no dejemos nada. Qué monserga ponerlos a buscar líneas aburridas sobre lo que pensamos era el amor. Ponernos a escribir lo que no dijimos. Mejor cojan. Beban y coman. Y cojan. Hagan amor con quienes amen ahora, para repartir. Hic et nunc. Y vamos, ya idos, si hubiera un problema ya a esas alturas (que en el banquete que se haya dispuesto para los que nos borramos se vea contaminado por toparnos con tal o cual fulano de nuestra genealogía, viejos o nuevos muertos, quejumbrosos de que está todo frío, que esos no eran nuestros cigarros preferidos, que los últimos años ni fumaron, que los camarones son secos y no rebosan en los jugos de ajo, que nadie en la vida tomaría ese tequila corriente, que seguro sólo lo han puesto en esa ofrenda para salir del paso), hagamos lo que siempre hicimos: no les dirijamos la mirada, dejémoslos resongar, que tomen su justo peso y medida. Desde su boca de alturas menores. Quejosos de mierda y buenos para nada. Y bueno, ya despachado eso, sigamos mejor por los rumbos del mole que siempre abundará. Una cerveza para todos y tequila feo, si no es que de pronto nos toparemos con que nos han dejado de esas mesitas de plástico en miniatura, que tienen dizque enchiladas, panes de no sé qué, refrescos y floreros y manteles y ya.

Y bueno, voy a hablar como si ya me hubiera petateado. Todo bien. Los muertos aquí la pasamos muy bien. Al menos no hay que pagar ni rendir cuentas a nadie, tener que cuidar no irnos de lengua, vestir bien. Eso ya es ganancia. Podemos maldecir a quien queramos. O así como sólo deseándolo, agarrarnos a golpes con expresiendetes ya que, al carecer de la cárcel del cuerpo y sus amarres, uno puede estar en Río de Janerio o en Los Pinos, en la colonia Clavería y, en medio segundo, sobre un barco en las Galapagos. De manera que acá de este lado hay buenas cosas. Por ejemplo eso, que los viajes no cuestan. Hacemos la pantomima de que comemos por nostalgia pero no es necesario, somos libres de votar, pagar impuestos, trabajar. En fin, hacemos lo que queramos. Ir al box por ejemplo, es gratis. ¿Ir a la India? Gratis. Todo es mucho más fácil. Y una cosa muy importante: el conocimiento no es problema aquí. Se vive mejor porque no pasamos ansias o neurosis. Podemos sentir Perú, sentarnos en las butacas desocupadas del Vicente Calderón si existiera pero, en paz descanse. Y bueno, es esa la cosa: que aquí todo vive aún. Ahora bien, si me lo permiten, caigo en cuenta que apenas al decir eso de “en paz descanse”, es cosa un tanto fuera de orden. Porque si bien he dicho que estamos bomba aquí, la verdad, es que eso de la paz total está en veremos. Porque resulta que se quedan guardados entre costilla y costilla ciertos o muchos rencores, y también hartas ganas, deseos, (son fuertes esas vibraciones), de haber hecho algo más. Esa conciencia sí que se queda, amigos. Por ahora aquí quedo. Ya llegan… los que aún respiran, sangran y verdaderamente penan…pondrán sus altares para llamarnos (e iremos, claro), claro que iremos a lo que venga, lo que gusten y manden ellos, a lo que te truje que el tiempo les apremia…

Cambiando de tema, propongo que cuando vengan hagamos antropofagia. Eso. Antropofagia haremos. Vayamos por la idea de comernos entre nosotros, como dos posibles acepciones. Una, la de amarnos y devorarnos lento, disfrutando la belleza de las horas, los olores de la carne tibia y las memorias que nos son narradas con el salvoconducto de una taza caliente o una copa fría. Dos puntos. Apropiarnos de la belleza pero también de la turbulencia del otro ser, siendo y dejando ser, respetando y cocinando a cuatro, seis u ocho manos, para enriquecer el guisado de la vida. ¿Bien? Bueno. La otra alternativa es fuerte. Porque aparece eternamente latente en el crisol de nuestra cultura: es la de alimentarnos con la sangre de los otros, sobrevivir gracias a la tragedia de unos, y alimenta la sed sanguinolenta de los dioses y los hombres para que, el resto, podamos sobrevivir. No es difícil de pensarlo. Y pues, no hay de otra, hay que pensar en los Dioses. Dioses que devoran ansiosos las visceras de quienes son ofrendados por un pueblo signado por la violencia, cuerpo vacío y desorganizado, apocalíptico; dioses de todas las doctrinas que no apaciguan su hambre. Porque solo así se explica que sigamos sufriendo el abandono súbito de almas inocentes, a quienes les fue arrebatada la posibilidad de una larga vida. Pero paremos por ahora la segunda opción. Pongamos atención por ahora, cortesía, mera educación, en la cosa de los altares y las ofrendas. Porque ponemos un altar, todos a su modo, clamando y suplicando como amantes vitalistas, quienes aspiramos a vivir la vida devorando al otro en la experiencia sublime del amor y del arte. ¿Para qué? Para que nos escuchen los vivos y los muertos.

Estamos ya escuchando. ¿Estamos ya escuchando? Entonces ahora cocinemos un mole para compartir en familia, para no olvidar nunca a los que partieron y ofrendar, ofrendar, ofrendar: no cesar de ofrendar a la vida, ya no más a la muerte. Que de muerte estamos cansados. Heridos de sangre. Propongamos, pues, que la ofrenda que cada familia, cada hogar o cada alma monte este año, sea ritual profundo. Un ritual que celebre la vida, que manifieste el amor por vivir y, por lo tanto, por la posibilidad de tener memoria exaustiva. Que la desmemoria es otro de los grandes males que nos embarga, aunque dicho sea de paso, también nos acomoda para sufrir menos y pasar de largo por las penas. Así que en estos días, los pétalos, granos de azúcar y sal que se mezclan, las gotas de agua y alcohol, las velas y las fotografías que rehuyen el incendio del olvido, no sirvan para la tristeza, sino para la alegría de estar y, sobre todo, sean motor para luchar: para no permitir más que la muerte llegue por injusticia y no por causa natural, para impedir que el mal absoluto y el poder despiadado nos arrebaten el latido, para dejar de hacer por deber y comenzar a hacer solo por amor, todo por el amor.

Eso, ¿nos comenzamos a entender ustedes y los de acá? No es complicado. Se pide que cada uno convoque un verdadero acto de amor y memoria (so pretexto de estos días de muertos, que para eso se inventaron las fiestas calendáricas), que se grabe en nuestro seso lo verdaderamente relevante: la vida. La otra. La que olisqueamos y se nos arrebató. Esa que nos alumbró, la que no es más. Y también por supuesto por la que nos queda. Al menos solo por hoy. Porque el frágil papelito de China, que se despinta con las gotas de licor y mancha el mueble que acoge temporalmente la mesa que es un limbo donde nos encontramos vivos con muertos, pudiera ser el recordatorio más claro de nuestra levedad, nuestra volatilidad. Y claro, también el más bello ornato de color vital, preciosismo espiritual y elegancia de las almas que pueden presumir humanidad. ¿Livianos al fin? Quizá.

Entonces, amigo lector, nuevo amigo querido. Propongámonos algo: que nuestra vida lo sea en verdad. Luchemos por la elegancia de vivir con dignidad, en absoluto respeto de lo que implica la existencia como regalo supremo y con el orgullo garboso de la herencia dada. A comer, a amar, a luchar, a brindar. No más a mendigar ni a limosnear. Y recuerda. Aquí la pasamos muy bien los idos. Pero entre costilla y costilla se queda algo. Una muesca de lo no hecho. Tú que vives: hazlo. Aquí y ahora. Porque aquí se monta, en estos días, un bello lugar. El lugar más caliente de la cultura: el que nos permite sentir en el corazón una gran luz: la luz de la existencia atemporal.

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