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Benito Taibo

31/08/2014 - 12:01 am

Hambre

Desde el instante en que usted, lector, encendió la computadora, llegó hasta la página de éste portal y tuvo a bien abrir el texto que ahora lee, pongamos que pasaron unos dos minutos. En ese tiempo, que es nada, un suspiro apenas, murieron entre 32 y 40 personas de hambre en el mundo. La estadística […]

Desde el instante en que usted, lector, encendió la computadora, llegó hasta la página de éste portal y tuvo a bien abrir el texto que ahora lee, pongamos que pasaron unos dos minutos.

En ese tiempo, que es nada, un suspiro apenas, murieron entre 32 y 40 personas de hambre en el mundo.

La estadística es una rama de las matemáticas aplicadas, que tiende a ser cruel, y que nos muestra números fríos donde deberíamos ver, en ocasiones, algo más escalofriante y profundo.

Tal vez las cifras anteriores no son lo suficientemente terribles como para que nos sintamos lo desmoralizados que deberíamos estar. Permítanme intentarlo de nuevo…

Cada día que pasa en el mundo, esa vuelta que comienza y termina al amanecer (por ponerlo de alguna manera), más de 25 mil personas (seres humanos de carne y hueso, con nombre y apellidos, sueños, ambiciones, miedos) mueren por causas relacionadas con el hambre.

Alguno ya habrá sacado la calculadora, y podido comprobar que sí sumamos 40 personas muertas cada dos minutos, en 24 horas la cifra llega exacta sería de 28,800.

Y a éstas alturas prefiero dejar la matemática para concentrarme un poco en el problema real, porque no quiero seguir multiplicando y sabiendo cuantas víctimas hay a la semana, al mes, al año. Pero que son sin duda muchas más que las que deja un conflicto bélico, una epidemia, un devastador terremoto, o  la mayor de las catástrofes producidas por fenómenos naturales acumulados, o por la acción directa y generalmente violenta de la mano del hombre.

Tengo entre las manos un texto sobrecogedor que da cuenta clara y puntual del fenómeno que hoy me ocupa, y que se convertirá sin duda y a partir de ahora en un referente obligado cuando pensemos en él. El libro se titula (en grandes, y negros caracteres) El Hambre, así, sin más. Sin subtítulos vendedores o alarmantes, ni fotografías morbosas que den cuenta de la gravedad del problema. Está escrito por el periodista argentino Martín Caparrós, y habla a manera de crónica (lúcida y trepidante) sobre sus viajes por el mundo para tratar de entender, de asir  este tema cruel, y simultáneamente para intentar ir develando, que es mucho menos sencillo de lo que a primera vista  parecería, que sus causas y efectos son variados pero que conducen todos a un mismo resultado estadístico y brutal.

De él provienen las cifras con las que he comenzado ésta columna y que me demuestran que en pleno siglo XXI, aunque parezca increíble, una de las principales causas de muerte cotidiana y feroz, es ese viejo compañero del mundo llamado hambre, y que a pesar de avances tecnológicos sorprendentes no hemos podido erradicarlo. Para peor, se ha convertido en bandera política, en manifiesto, en oportunidad para algunos mendaces y avariciosos, y en foro para otros, que después de analizarlo a conciencia, de exponerlo, de catalogarlo, no encuentran la forma de remediarlo y pasan a otro tema menos mordaz, más asible, menos complicado.

Hoy, en nuestro propio país se está llevando a cabo una Cruzada (sí, exactamente como en tiempos medievales y con la misma resignada abnegación) contra el hambre. Se han abierto comedores populares (como los que se abren en tiempo de guerra, de inundación, de sequía) y se intenta paliar un problema que tiene mucho más fondo que el insondable abismo de las profundidades de cualquier océano. Pero estoy convencido que estos actos, se parecen mucho más a la caridad que a un verdadero arranque de un proceso de justicia social, de distribución de la riqueza más equitativa (que tiene en México una balanza malévola y rota desde tiempos inmemoriales) y que a la larga habría de sacarnos del atolladero.

El campo es un desastre, fue abandonado miserablemente desde que  algunos pensaron que  la “administración de la abundancia” petrolera, nos haría un país rico donde viviríamos alegremente entre hojuelas y mieles. No tenemos, a pesar de contar con un litoral de más de once mil kilómetros, con una flota pesquera nacional, el hambre campea en nuestro territorio igual que campea, sin descanso por el mundo que cuenta Caparrós en su libro.

Cuando yo era un niño, sí no comía lo que ponían en mi plato (y seguramente les pasó a muchos de ustedes) nos pedían que pensáramos en los niños de Biafra. Esos seres hechos de puro hueso y estómagos abultados, rodeados de desolación y de moscas; porque siempre hay moscas donde hay hambre, acompañan al hambre, y que velan su insomnio, porque no hay sueños en el hambre. Y ante la sola mención, recapacitábamos (sí cabe) y nos terminábamos las lentejas, el caldo, el arroz que afortunadamente teníamos frente a nosotros.

Entonces Biafra era un sinónimo del hambre.

Hoy, el mundo entero es ese sinónimo, y se muere de hambre en Nigeria o en Perú; en los Estados Unidos o en Sudán.

Se muere de hambre en México, a la vuelta de la esquina.

La información es poder. En ella está la posibilidad de encontrar mejores y más acertadas soluciones. El libro de Martín Caparrós, está lleno de esa información, de testimonios desgarradores, pero que también de luz sobre turbios manejos comerciales, acaparamiento, avaricia. Y sobre todo, de nuestra incapacidad para ver a los ojos al problema y enfrentarlo.

Decir que el libro de Martín me ha quitado el sueño y el hambre, será sin duda un lugar común. Pero así es. Yo no sabía.

O mejor dicho, no quería, no me atrevía a ver la oscura, jodida, devastadora mirada del hambre.

Víctor Serge, ese escritor belga que muere en 1947 en su exilio mexicano, después de ser purgado por los estalinistas soviéticos, lo dijo tal vez mejor que nadie: “Solo hay esperanza en la acción”.

¿Vamos a seguir esperando que crezca la estadística?

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