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Antonio Salgado Borge

31/07/2015 - 12:01 am

Salarios de hambre: la soga en el cuello

Algunas personas tienen la perturbadora capacidad de encontrar en la humillación de un ser humano desdichado un momento divertido. En días pasados un académico, una funcionaria y un empresario consideraron simpático fotografiarse junto a un hombre en condición de calle mientras uno de ellos –el empresario-  sostenía, a manera de correa, el extremo de una […]

Algunas personas tienen la perturbadora capacidad de encontrar en la humillación de un ser humano desdichado un momento divertido. En días pasados un académico, una funcionaria y un empresario consideraron simpático fotografiarse junto a un hombre en condición de calle mientras uno de ellos –el empresario-  sostenía, a manera de correa, el extremo de una cuerda atada alrededor del cuello del indigente. Es difícil decidir qué resulta más lastimoso, el semblante cabizbajo y la actitud resignada del sometido hombre harapiento, la firme pose de amo del sujeto que lo exhibe como perro o las sonrisas burlonas en los rostros de los bien vestidos y enfiestados testigos de la escena.

Los informes dados a conocer en días pasados por Coneval y Oxfam ayudan a comprobar la incómoda intuición de que esta fotografía, capturada en Tijuana, es lastimosamente representativa. La información publicada por el Coneval muestra que entre 2012 y 2014 la pobreza aumentó en México y que el factor central detrás de este incremento son los bajos ingresos. 63.8%  de los mexicanos se encuentra en la categoría de pobreza por ingresos y en los últimos 30 años el salario ha sufrido en nuestro país una depreciación de 80%.

Por su parte, el informe dirigido por el economista Gerardo Esquivel titulado Desigualdad extrema: concentración del poder económico y político, Oxfam expone que entre 1981 y 2012, el porcentaje del ingreso que se queda en manos de los capitalistas aumentó del 62% al 73%, mientras que el porcentaje que termina en manos de los trabajadores disminuyó del 38% al 27%. Esto resalta con mayor crudeza cuando se considera que la riqueza concentrada en el 1% de la población con mayores recursos ha aumentado exponencialmente y que entre 1996 y 2014 la fortuna promedio de los 16 mexicanos más ricos pasó de $1,700 a $8,900 millones de dólares.

La política salarial mantenida desde hace más de tres décadas ha contribuido significativamente a generar desigualdad y pobreza en México. Sin embargo, el tema rara vez es abordado con seriedad por nuestros gobernantes o por los líderes sindicales, que son quienes deberían velar por los intereses de los trabajadores. Los presidentes de cámaras empresariales suelen manifestarse en contra de la intervención gubernamental para aumentar los salarios, argumentando que sería perjudicial para la generación de empleos.

Existen al menos tres motivos por los que los salarios deberían ser un tema prioritario en México. El primero, y más evidente de éstos, es ético: millones de mexicanos trabajan jornadas extenuantes y los ingresos que reciben a cambio les alcanzan apenas para vivir en condiciones miserables. En segundo lugar, es posible afirmar que el salario mínimo actual en México no es ni racional ni legal porque no corresponde a la productividad de los trabajadores ni permite mantener a un trabajador y a su familia como establece la constitución. No profundizaré en los dos puntos anteriores porque en su mera mención está implícita su impostergable atención.

El tercer motivo es expuesto con claridad en un reportaje de Daniela Barragán publicado en SinEmbargo y tiene más posibilidades de generar alguna reacción en nuestras élites. Este trabajo periodístico recopila las opiniones de diversos especialistas, quienes coinciden en que los bajos salarios son una bomba de tiempo porque generan seres humanos desesperados y ponen en riesgo la estabilidad del país.

Es hasta cierto punto comprensible que la creciente inestabilidad le haya resultado poco relevante a nuestras élites políticas y sindicales. Muchos de los integrantes de sus cúpulas buscan sostenerse unos cuantos años en el poder y saben que basta con sortear las tempestades para lograr sus objetivos. Los gobernantes y líderes obreros tendrían que ser los primeros en defender el ingreso de los trabajadores mexicanos, pero evidentemente no lo harán hasta que el agua no les haya llegado al cuello.

Apelar a que los dueños del capital sean quienes pugnen por mejores salarios puede parecer insensato; sin embargo, existen motivos por los que deberían hacerlo. A diferencia de los gobernantes o de los líderes sindicales, los empresarios no son entes públicos y su cambio de actitud pasa por el cuidado de sus intereses económicos, y no por la presión de un llamado a cuentas articulado desde la sociedad civil.

Contrario a lo que suelen suponer, las empresas mexicanas podrían verse beneficiadas de un aumento en los salarios. Esta posibilidad se ha discutido también en Estados Unidos, donde prestigiados economistas han asegurado que elevar el salario mínimo reduciría la pobreza y la desigualdad. Recientemente un grupo de más de 600 economistas, que incluye a siete premios Nobel firmó una carta dirigida a Barack Obama en la que afirmaban que un aumento salarial sería benéfico para la economía estadounidense porque incrementaría el consumo dentro de ese país.

A los empresarios les preocupa que un aumento en los salarios les represente pérdidas en sus ingresos, genere inflación o aumente el desempleo. El Premio Nobel Paul Krugman asegura, basado en estudios de casos reales en diversos estados norteamericanos, que no sólo nada de esto ocurriría, sino que los salarios más elevados incrementarían significativamente el nivel de vida de los trabajadores. La inflación tampoco sería problema si el aumento salarial es gradual y sostenido.

Es muy tarde para pedir a las élites políticas o económicas de nuestro país que desarrollen la capacidad de indignarse o la voluntad para quitar la soga que ata el cuello de millones de mexicanos. Al igual que los sonrientes personajes de la fotografía tomada en Tijuana, buena parte de los defensores o los beneficiarios de un modelo económico extractivo que durante 30 años se ha probado fallido están demasiado divertidos en el presente escenario como para reaccionar movidos por la empatía.

Philip Kitcher, profesor de la Universidad de Columbia, asegura que es posible distinguir entre dos tipos de altruismo: el psicológico, que es genuino y desinteresado, y el conductual, que desde afuera se ve exactamente igual que el altruismo psicológico, pero es exhibido por agentes que en realidad tan sólo se solidarizan con terceros al resultarles conveniente para garantizar su propia supervivencia

Pensar que las élites de poder mexicanas encontrarán incómodo su lugar en la foto sería iluso. También es poco realista suponer desarrollarán la capacidad para entender por qué la imagen de la realidad que muchos vemos nos resulta lastimosa y ofensiva. No podemos esperar tanto de ellos. Tampoco lo necesitamos.

Facebook: Antonio Salgado Borge

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Correo: [email protected]

Antonio Salgado Borge
Candidato a Doctor en Filosofía (Universidad de Edimburgo). Cuenta con maestrías en Filosofía (Universidad de Edimburgo) y en Estudios Humanísticos (ITESM). Actualmente es tutor en la licenciatura en filosofía en la Universidad de Edimburgo. Fue profesor universitario en Yucatán y es columnista en Diario de Yucatán desde 2010.

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