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Arnoldo Cuellar

31/05/2012 - 12:02 am

El feudalismo, la nueva realpolitik

Cuando Enrique Peña Nieto, compelido por la anticampaña que surgió de las universidades, presentó su decálogo de propuestas para “democratizar” la presidencia de la República, seguramente no estaba pensando en otra cosa que en salir del paso y aprobar una asignatura que se abrió desde que se formularon las preguntas del grupo de intelectuales y […]

Cuando Enrique Peña Nieto, compelido por la anticampaña que surgió de las universidades, presentó su decálogo de propuestas para “democratizar” la presidencia de la República, seguramente no estaba pensando en otra cosa que en salir del paso y aprobar una asignatura que se abrió desde que se formularon las preguntas del grupo de intelectuales y políticos que pidieron “respuestas para transformar a México”.

De los diez puntos, la mitad de ellos no significan otra cosa que cumplir con la Constitución, algo a lo que estará obligado, de ganar las elecciones, cuando jure su cargo el próximo primero de diciembre. Ahí la novedad es que no hay novedad.

Cuando Peña Nieto habla de formar “comisiones”, una encargada de combatir la corrupción y otra destinada a supervisar la publicidad oficial en los medios de comunicación, la respuesta es la típica de los políticos tradicionales frente a los problemas complicados: “quieres que algo no se resuelva, forma una comisión”, decían los priístas más avezados cuando gozaban de todo el poder.

En cambio, uno de los mayores problemas que enfrenta la institucionalidad mexicana, con el resurgimiento de una nueva base de poder, por cierto no desconocida en la historia de México, no está abordada de ninguna manera por el manifiesto democrático de Peña Nieto: me refiero al desbordado poder de los gobernadores para actuar sin contrapesos en su territorio y desde allí incursionar en la política del país.

Que los gobernadores son el nuevo poder en México, sobre todo dentro del PRI, nos lo dicen los casos del propio Peña Nieto, de Arturo Montiel, de Humberto Moreira, de Miguel Osorio Chong, incluso el de Roberto Madrazo hace seis años: la política priísta de hoy en día pasa, necesariamente, por la aduana de los gobernadores estatales.

A diferencia de los políticos que se mueven en el centro del país, concretamente en las Cámaras, como es el caso de Manlio Fabio Beltrones, Emilio Gamboa o Beatriz Paredes, que han debido contemporizar con la oposición y con una presidencia de la República en manos de adversarios políticos, los gobernadores han sido dueños de vidas y haciendas en sus respectivas demarcaciones territoriales.

Con oposiciones controladas, cooptadas o reprimidas; con presupuestos ilimitados en su manejo discrecional; con aparatos policiales y de inteligencia a su servicio personal; con la prensa sometida por dinero, alianzas empresariales o presión política; con recursos para pagar medios nacionales; con posibilidades abiertas de endeudar sus estados y aumentar su margen de maniobra, los gobernadores se han lanzado al abordaje de la política nacional.

Hay, además, un factor adicional del que poco se habla salvo cuando la sangre llega al río: la posibilidad de los Ejecutivos estatales de negociar de manera autónoma de las políticas federales con las organizaciones criminales que se desenvuelven en sus estados.

El poder de los gobernadores priístas, con todo este andamiaje, se ha extendido a la posibilidad de dirigir sus propias sucesiones políticas, algo impensable en el México del presidencialismo profundo.

Los gobernadores han encadenado verdaderas dinastías de privilegios y corrupción, allí está el caso Tamaulipas; en el mejor de los casos, han perdido el poder al equivocar su sucesor y concitar en contra alianzas de priístas con opositores y grupos de presión locales y nacionales, como ocurrió en las últimas elecciones de Puebla, Oaxaca y Sinaloa. Sin embargo, lo que surge de esas transiciones, son gobernadores que ostentan el mismo poder y margen de maniobra que sus antecesores.

La gran pregunta es si Peña Nieto podría reformular el modelo republicano, no para regresar a las deformidades del viejo esquema priísta de control mediante reglas no escritas, sino generando equilibrios en las entidades mediante cambios constitucionales que obliguen a los gobernadores a autolimitar su poder o bien que lo vean equilibrado por otros poderes.

Cualquier solución en ese sentido se aprecia verdaderamente problemática si nos hacemos cargo de que el posible triunfo del candidato priísta sólo será posible mediante las maniobras de control electoral de cada uno de los gobernadores de su partido, posible precisamente gracias a su hegemonía sin contrapeso.

Las nuevas satrapías en las que se han convertido las gubernaturas estatales constituyen el principal obstáculo para terminar de modernizar al país; para reorientar el gasto público con racionalidad y para reencauzar la lucha contra la delincuencia desbordada.

Tratar de sortear esa dificultad requerirá más esfuerzo y trabajo político que los ofrecidos por las promesas y compromisos de campaña. Pero, además, esa tarea se constituirá en el mayor reto para hacer una presidencia realmente transformadora, allí donde naufragaron las ilusiones de cambio de Vicente Fox y el voluntarismo legalista de Felipe Calderón.

Una vez que pase el ajetreo electoral y se asienten los gritos de las campañas, incluyendo los de los nuevos grupos emergentes en la sociedad, si Peña Nieto hace buenos los pronósticos de encuestas y medios de comunicación, encontrará que la campaña fue un paseo comparado con lo que se viene, donde el verdadero enemigo estará esperándolo en su nueva casa.

 

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Arnoldo Cuellar
Periodista, analista político. Reportero y columnista en medios escritos y electrónicos en Guanajuato y León desde 1981. Autor del blog Guanajuato Escenarios Políticos (arnoldocuellar.com).

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