LECTURAS | El nuevo conservadurismo de USA: “La decadencia de Nerón Golden”

31/03/2018 - 12:05 am

El más brillante y lúcido retrato de la sociedad estadounidense desde la época de Obama hasta la llegada al poder de Donald Trump. Una hamburguesa dorada, como de oro, está en la portada y Mónica Ali, de El Cultural, ha dicho que “quizá no sea la novela por la que suspiramos, pero puede que sea -solo puede- la que nos merecemos”. Salman Rushdie otra vez en el centro de la escena. 

Ciudad de México, 31 de marzo (SinEmbargo).- La nueva novela de Salman Rushdie es un thriller moderno enmarcado en el contexto político, social y cultural del actual Estados Unidos. A través de la literatura, el cine y la cultura pop, La decadencia de Nerón Golden, presenta un elenco de personajes únicos, incluido un joven estadounidense aspirante a director de cine que se ve involucrado en los oscuros asuntos de la familia Golden, llena de secretos y condenada a la tragedia, en un proceso que lo llevará a madurar como hombre y a conocer sus propios límites. En última instancia, la decadencia de su patriarca, Nerón Golden, no es sino espejo de la llegada de Donald Trump al poder y de los cambios profundos en la sociedad estadounidense.

Ruhsdie envuelve así su historia con un repaso por los últimos ocho años de la vida en Estados Unidos: el auge del Tea Party y el nuevo conservadurismo, el feminismo y las nuevas políticas de género, la reacción contra la corrección política y, claro, el surgimiento de un villano maleducado y ambicioso, narcisista, experto en manipular los medios de comunicación, maquillado como un deportista y de pelo oxigenado: Donald Trump.

Salman Rushdie, en el centro de la escena. Foto: Especial

Fragmento del libro La decadencia de Nerón Golden, de Salman Rushdie publicado en el sello Seix Barral©2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México

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Ésta era su historia secreta, su planeta Krypton en pleno estallido: una historia para llorar, como suelen serlo todas las que se mantienen en secreto.

Todo el mundo amaba el gran hotel del puerto, incluso quienes eran demasiado pobres para entrar nunca por sus puertas. Todo el mundo había visto el interior en las películas, en las revistas de cine y en sueños: la famosa escalinata, la piscina rodeada de bellezas ociosas en bañador, los rutilantes pasillos llenos de tiendas, entre ellas, sastrerías a medida donde te podían copiar tu traje preferido en una tarde después de que eligieras tu tela favorita de hilo de lana o gabardina. Todo el mundo había oído hablar de sus empleados fabulosamente capaces, infinitamente hospitalarios e intensamente dedicados, que consideraban el hotel su familia, le profesaban ese respeto que se le debe a un patriarca y hacían sentirse como un rey o una reina a todo aquel que se adentraba en sus pasillos. Era un lugar para recibir a extranjeros, sí, claro; desde sus ventanas, los extranjeros contemplaban la bahía, aquella hermosa bahía que había dado su nombre a la ciudad innombrable, y se maravillaban ante el enorme despliegue de embarcaciones marítimas que se mecían frente a ellos, barcos a motor y a vela y cruceros de todos los tamaños, formas y colores. Todo el mundo conocía la historia de cómo había nacido la ciudad, de cómo los británicos la habían deseado precisamente por aquella hermosa bahía y de cómo habían negociado con los portugueses para casar a la princesa Catalina con el rey Carlos II; y, debido a que la pobre Catalina no era ninguna belleza, la dote había tenido que ser tremenda, sobre todo porque a Carlos II le encantaban las chicas guapas, de forma que la ciudad pasó a formar parte de la dote y Carlos se casó con Catalina y ya no volvió a mirarla durante el resto de su vida, pero los británicos pusieron su armada en el puerto y se embarcaron en un ambicioso plan de reclamación de tierras destinado a reunir las Siete Islas y a construir en ellas primero un fuerte y después una ciudad, después de lo cual vino el Imperio británico. La ciudad la habían construido unos extranjeros, de modo que tenía sentido que ahora se recibiera a otros extranjeros en aquel hotel grande y palaciego con vistas al puerto que constituía la razón misma de ser de la ciudad. Pero no era solamente para extranjeros; era un edificio demasiado romántico para eso, con sus paredes de piedra, sus cúpulas rojas, su encanto y sus lámparas de araña belgas que te bañaban con su luz y bañaban las paredes y suelos, con sus obras de arte y sus muebles y sus alfombras procedentes de todos los rincones de aquel gigantesco país, el país que no se podía nombrar, y así, si eras un joven que quería impresionar a su amante, te las apañabas para encontrar el dinero suficiente para llevarla a la galería con vistas al mar y, mientras la brisa marina os acariciaba la cara a los dos, vosotros bebíais té o zumo de lima y comíais sándwiches de pepino o pastel y ella te amaba porque tú la habías llevado al corazón mágico de la ciudad. Y tal vez en vuestra segunda cita la llevarías a comer comida china al piso de abajo y eso sellaría el pacto.

Después de que se marcharan los británicos, se habían adueñado del hotel los grandes de la ciudad, y del país, y del mundo —príncipes, políticos, estrellas de cine, líderes religiosos, las caras más famosas y más bellas de la ciudad, del país y del mundo entero pugnaban por posicionarse en sus pasillos—, y el hotel acabó siendo un símbolo tan universal de la ciudad que no se podía nombrar como lo eran la Torre Eiffel de la suya, o el Coliseo, o aquella estatua de la bahía de Nueva York que llevaba el nombre “La Libertad ilumina el mundo”.

Había un mito sobre el origen del gran hotel en el que casi toda la población de la ciudad que no se podía nombrar creía, pese a que no era cierto, un mito sobre la libertad y acerca de derrocar a los imperialistas británicos igual que habían hecho los americanos. Se decía que en los primeros años del siglo XX un majestuoso caballero anciano con fez, que se daba el caso de que también era el hombre más rico del país que no se podía nombrar, intentó un buen día visitar un gran hotel distinto y más antiguo que había en el mismo barrio y le negaron la entrada por culpa de su raza. El majestuoso caballero anciano asintió lentamente con la cabeza, se alejó de allí, se compró unos terrenos de tamaño considerable en la misma calle y construyó en ellos el mejor y más elegante hotel que se había visto nunca en la ciudad que no podía ser nombrada y en el país que no podía ser identificado, y en muy poco tiempo hizo quebrar el hotel que le había negado la entrada. De forma que el hotel se convirtió, en la mente de la población, en símbolo de rebelión, de haber derrotado a los colonizadores en su propio terreno y haberlos expulsado al mar, e incluso cuando se demostró de forma concluyente que nada de esto había sucedido en realidad, tampoco cambió nada, porque los símbolos de la libertad y la victoria son más poderosos que los hechos.

Pasaron ciento cinco años. Y entonces, el 23 de noviembre de 2008, diez hombres pertrechados con armas automáticas y granadas de mano salieron en lancha del país vecino y hostil que había al oeste del país que no se podía nombrar. En sus mochilas llevaban munición y potentes narcóticos: cocaína, esteroides, LSD y jeringas. En su trayecto a la ciudad que no se podía nombrar secuestraron un pesquero, abandonaron su embarcación original, subieron con dos botes inflables a bordo del pesquero y le dijeron al capitán adónde tenía que ir. Cuando ya estaban cerca de la costa mataron al capitán y se subieron a los botes. Más tarde mucha gente se preguntaría por qué los guardacostas no los habían visto ni habían intentado interceptarlos. Se suponía que la costa estaba bien guardada, pero aquella noche debió de producirse alguna clase de fallo. Cuando los botes desembarcaron, el 26 de noviembre, los atacantes se dividieron en varios grupos y pusieron rumbo a los objetivos que tenían seleccionados: una estación de trenes, un hospital, un cine, un centro judío, un popular café y dos hoteles de cinco estrellas. Uno de ellos era el hotel antes descrito.

El ataque a la estación de trenes empezó a las 21.21 y duró una hora y media. Los dos atacantes dispararon de forma indiscriminada y mataron a cincuenta y ocho personas. Abandonaron la estación y acabaron siendo arrinconados cerca de una playa de la ciudad, donde a uno lo mataron y al otro lo capturaron. Entretanto, a las 21.30, otro equipo de asaltantes voló una gasolinera y se puso a disparar a la gente que se había asomado a las ventanas del centro judío. Luego atacaron el centro en sí y mataron a siete personas. Diez más murieron en el café. Durante las cuarenta y ocho horas siguientes murieron unas treinta personas en el otro hotel.

El hotel que todo el mundo amaba fue atacado sobre las 21.45. Los primeros en ser tiroteados fueron los clientes que estaban en la zona de la piscina; a continuación, los atacantes se dirigieron a los restaurantes. Una joven que estaba trabajando en la galería frente al mar adonde los jóvenes llevaban a sus novias para impresionarlas ayudó a escapar a muchos clientes por una puerta de servicio, pero cuando los atacantes entraron en tromba en la galería la mataron a ella también. Se lanzaron granadas y después la matanza se prolongó durante lo que acabó siendo un asedio de tres días. Fuera había equipos de televisión y una multitud, y en un momento dado alguien gritó: “¡El hotel está en llamas!”. Las llamas salían de las ventanas del piso superior y la famosa escalinata también estaba ardiendo. Entre quienes quedaron atrapados por el fuego y murieron quemados estaban la mujer y los hijos del director del hotel. Los planos del hotel que tenían los atacantes eran más precisos que los de las fuerzas de seguridad. Usaron las drogas para mantenerse despiertos y el LSD —que no es un psicoestimulante— combinado con el resto de drogas (que sí lo eran) para crear en sí mismos un frenesí maniaco y alucinado que hizo que no pararan de reírse a carcajadas mientras mataban. Fuera, las unidades de la televisión informaban cada vez que se escapaba algún cliente del hotel, y los asesinos miraban la tele para averiguar por dónde se estaban escapando. Para cuando terminó el asedio, ya había más de treinta muertos, muchos de ellos empleados del hotel.

Salman Rushdie Photograph © Beowulf Sheehan www.beowulfsheehan.com

Salman Rushdie (Bombay, 1947) es, sin duda, uno de los más firmes candidatos al Premio Nobel de Literatura entre su generación, dada la variedad y potencia de su obra literaria, entre la que destacan libros como Los versos satánicosHijos de la medianoche y Shalimar el payaso. Ha ganado, entre otros galardones, el Premio Man Booker, el Hans Christian Andersen y el Caballero de la Orden del Imperio Británico en 2007. Su última novela, Dos años, ocho meses y veintiocho noches, fue considerada uno de los mejores libros del año según The Washington PostLos Angeles TimesSan Francisco ChronicleHarper’s BazaarThe Guardian y Kirkus Reviews.

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