Indiferencia: crimen social

31/01/2015 - 12:02 am

Josefina, trabajadora doméstica, era una mujer buena, lo que se dice buena. Si la conversación con ella incluía criticar a alguien, ella prefería callar. Era respetuosa con los ausentes y con los presentes por igual. Tenía un trato suave, siempre estaba dispuesta a ayudar y lo hacía con una sonrisa. Era morena, bajita, con esa corpulencia de comida chatarra.

Trabajaba un día a la semana en la casa de Laura, medio en otra y ya. En el hogar de Josefina faltaba el dinero porque no lograba llenar su semana de trabajo, y su esposo Antonio -obrero dedicado a la instalación de ductos industriales- se quedó sin chamba y sin pensión por jubilación, pues era contratado a destajo. Ya sin empleo, le entraba “a lo que se ofrezca”, pero el cierre de varias industrias redujo la demanda de su oficio. “Parece que vamos a hacer una reja la semana que entra… a ver.” Su camioneta era de un color oscuro deslavado por el tiempo y conservaba la estructura metálica que antes sirvió para transportar material y herramienta, que rechinaba de puro vieja.

Aunque Elena, la hija mayor de Josefina y de Antonio, fue una estudiante brillante en la preparatoria, no consiguió cupo en Arquitectura del TEC-II. Los pocos recursos familiares no eran suficientes para poder mandarla a una universidad privada. Consiguió trabajo pero “nomás que no de planta, yo te llamo cuando te necesite”.

Hace poco Marisela, la hija menor, escribió en Facebook que se sentía terrible: “Pff, ay no, en este momento no sé qué decidir pff sin dinero y con un trabajo que paga a la quincena, pues no puedo estudiar pff creo que no podré salir adelante, no sé qué hacer  :’(…” Faltaban todavía 12 días para la quincena y eso era un problema grave. A sus 15 años la vida le cerraba las puertas.

Laura, la patrona de la casa en la que trabajaba Josefina, se conmovió cuando supo la historia de ella, su esposo y sus dos hijas. Le dolió conocer ese ejemplo de pobreza. Supo que el trabajo esporádico de la pequeña Marisela, la del post en Facebook, consistía en bordar chaquiras para adornar vestidos de quince años, un trabajo tan delicado como cansado, a razón de 100 pesos el día… si había pedidos. Al contrastar este sueldo con el mínimo de Nuevo México, uno de los más bajos en los EEUU, se sintió peor: 7.25 dólares por hora, más de lo que Marisela ganaba en un día, y eso cuando la llamaban.

Un día en la Plaza de Armas de la ciudad Laura, la patrona, espontáneamente se puso a conversar con una señora de aparentes 50 años. Salió el tema de la situación del país a ras de calle: la carestía -que contradecía los índices de inflación presumidos por el gobierno-, la falta de empleo, todo eso que veían en el ambiente nacional. El hijo de esta señora desconocida ganaba en la maquila 600 pesos a la semana. “Pobre m’hijo, ni para frijoles le alcanza…”, dijo con los ojos ensombrecidos por una tristeza honda, una desesperanza total.

El esposo de Laura escuchaba atento la conversación. Cuando se separaron de la señora, Laura comentó: “Qué contrastes: el avión presidencial nos cuesta 40 hospitales de especialidad con 125 camas cada uno. 10 mil camas. ¿Y aún así culpamos a los pobres porque son pobres? Juntos recordaron la tragedia del Hospital Materno Infantil de Contadero: “Dicen que van a castigar a los responsables… a ver si no terminan encerrando 40 años a los trabajadores de la pipa de gas” -remató él.

Laura citó la declaración de Pepe Mujica, presidente de Uruguay, fresca en su memoria: “No está satisfecho, porque hay 10% de pobres y 0.5% de indigentes en su país. Hace cinco años el índice de pobreza en México era de 47.3%; en 2013 subió a 53.2%.”

La indiferencia ante esta realidad es un crimen social.

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