Antonio Salgado Borge
19/02/2016 - 12:00 am
El milagro que no quiso intentar Francisco
Pero la reticencia al laicismo no se limita a nuestras autoridades, quienes suelen bailar al son que la ocasión determine. Hay una forma más sutil en que la visita del Papa ha expuesto una imbricada resistencia al laicismo, generalizada y profunda, que no se agota necesariamente en los creyentes.
La visita de Francisco a México evidenció lo complicado que a los mexicanos nos resulta aceptar el concepto de Estado laico. Ha sido ampliamente discutida la forma en que nuestra clase política profanó la constitución, ignorando así la historia de la tan sufrida como necesaria independencia del poder político del poder religioso y desestimando al 20 por ciento de mexicanos que no son católicos. Durante los últimos días hemos escuchado a Enrique Peña Nieto referirse al jefe del Estado Vaticano como “Su Santidad” y a los mexicanos como un “pueblo orgullosamente guadalupano”; al menos un par de nuestros gobernadores se inclinaron ante el Papa para besarle la mano y en los sitios web de algunas dependencias gubernamentales, como la SEP o la propia Presidencia, se usaron imágenes religiosas y el escudo nacional cedió su lugar a una fotografía del pontífice.
Pero la reticencia al laicismo no se limita a nuestras autoridades, quienes suelen bailar al son que la ocasión determine. Hay una forma más sutil en que la visita del Papa ha expuesto una imbricada resistencia al laicismo, generalizada y profunda, que no se agota necesariamente en los creyentes. Y es que no son pocos los decepcionados o enojados que demandaban que el Papa intercediera por víctimas del Estado para que estas reciban el trato digno y justo que hasta ahora no han obtenido –como están las cosas, una especie de milagro secular- o que se sumara a causas específicas con el fin de presionar al gobierno mexicano a atenderlas.
El intenso debate y atención sobre lo que Francisco dijo o dejó de decir en su visita a México revela que muchos mexicanos atribuyen, aunque sea indirectamente, al líder de la religión mayoritaria en nuestro país el rol de motor capaz de poner en movimiento al gobierno mexicano; un papel –y un poder- que algunos de los que defendemos la noción de Estado laico consideramos inconveniente que cualquier líder religioso tenga.
La relevancia de esta circunstancia puede ser apreciada con mayor claridad si tomamos en cuenta que más de 40 por ciento de los mexicanos considera que la religión es necesaria para la moralidad. Sin embargo, suponer que necesitamos de la religión para ser morales genera un conflicto irresoluble: una religión no puede ser necesaria para la moralidad porque entonces todos los que profesan religiones distintas a la propia serían inmorales. Tampoco hace falta ser un genio para darse cuenta que un devoto puede cometer actos inmorales y un ateo puede cometer actos morales. Esto es perfectamente bien entendido en los países más desarrollados, tal como demuestran los resultados de la siguiente encuesta llevada a cabo por el influyente Pew Research Centre.
De la misma forma, resultaría sumamente problemático –y antidemocrático- suponer que necesitamos de la influencia política de una institución religiosa para lograr el milagro secular de “mover” a nuestros usualmente impasibles gobernantes. La justicia para los autodefensas de Michoacán encarcelados, para las familias de los mineros de Pasta de Conchos o para los padres de los 43 debe ser arrebatada al gobierno por la sociedad civil y no por un líder religioso. Si por la intercesión de Francisco o de sus emisarios el gobierno mexicano hubiera atendido demandas que han despreciado, el poder religioso en nuestro país hubiera adquirido un poder político mayor del que actualmente tiene. El argumento de que todas estas solicitudes le llegaron al Papa en su calidad de jefe de Estado es engañoso porque no se ha recibido con una lluvia semejante de peticiones a presidentes como Barack Obama o a Françoise Hollande.
Si bien Francisco es un Papa que inspira confianza y que ha llegado con un discurso muy adecuado para su tiempo, nada garantiza que sus sucesores sigan la misma línea. Ciertamente no ha sido este el caso de la mayoría de sus antecesores. Bajo esta lógica es posible imaginar a un futuro Papa viniendo a México a empujar temas que podrían ser contrarios a los derechos humanos u ofensivos para los practicantes de otras religiones. ¿Quién determinaría en qué casos se debe meter el pontífice y en cuáles no? Es posible imaginar a algunos grupos conservadores pidiéndole al Papa que, por ejemplo, interceda por Jorge Serrano Limón, el director de la asociación Provida que ha sido detenido acusado de peculado. Es por ello que esta puerta debe permanecer cerrada. Y en este caso, por voluntad del propio Francisco y contra la voluntad popular, cerrada permaneció.
Si algo se le puede reclamar a Francisco es que abordó públicamente los muchos e imperdonables crímenes cometidos por los curas pederastas que desde hace décadas han sido protegidos desde las más altas esferas de la jerarquía católica en México. En este caso, Francisco tenía la responsabilidad de cuando menos explicar a sus fieles sus posición al respecto y comunicar las acciones que está tomando para evitar casos similares, aunque por las razones que he venido exponiendo tampoco hubiera sido recomendable que pidiera al gobierno mexicano que imparta justicia en un tema del que éste ha sido cómplice por omisión.
A pesar de que los católicos de este país disminuyen año con año, esta religión continúa siendo mayoritaria y sigue jugando un importante rol en la vida de muchas personas. La búsqueda de trascendencia o de sentido para la vida es inherente a la condición humana y un Papa siempre debería poder, como lo hizo Francisco, predicar ante sus fieles y aleccionar a sus sacerdotes. Obtener de un líder religioso algo más que eso sería contraproducente.
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