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Julieta Cardona

04/04/2015 - 12:00 am

Amar al revés

Sé de muchos romances que comienzan, según lo arbitrario socialmente, al revés. Retomemos un poco lo común y corriente: citas para ir al cine, para tomar un café o una copa, invitaciones a cenar, a comer, a cenar, a comer, a hablar como locos, básicamente, de lo que les parece estúpido y lo que asumen […]

«Reculada», por David Herrera (@dondeestadavid)
«Reculada», por David Herrera (@dondeestadavid)

Sé de muchos romances que comienzan, según lo arbitrario socialmente, al revés. Retomemos un poco lo común y corriente: citas para ir al cine, para tomar un café o una copa, invitaciones a cenar, a comer, a cenar, a comer, a hablar como locos, básicamente, de lo que les parece estúpido y lo que asumen como conocimiento puro. Pero volviendo a los romances al revés, he visto que en el cine sucede igual: chick-flicks donde el primer gancho entre dos personas es el sexo y, poco después, vienen los vestigios de un enamoramiento por culpa de una enculación innegable.

enculación.

1. f. Atadura meramente sexual entre dos personas que, fácil e inocentemente, puede confundirse con amor.

¿Por qué será que el gancho es el sexo? Bueno, eso no me parece tema porque lo asumo como obvio: porque sí.

Bien, volvamos a lo mío porque esta columna se trata de mí, de mis amores fallidos –eternamente atorados en mi garganta–, de las mujeres bonitas que nunca he conocido, de mi ideología, de mis complejos, de mis prejuicios y perversiones, pues, de mí: yo he tenido algunos de esos romances al revés, pero por diosito chulo –aprovechando que estamos en días santos y todo eso– que nunca uno como este último que vengo a platicar.

Ella dice que todo comenzó con una epifanía suya: «pacheca y, a punto de desnudarme en un jardín con una bola de amigos solo por el placer de sentir cómo el césped me mordía las piernas, me tumbé a ver el cielo alborotado por mariposas monarcas; me quité los pantalones y, boca arriba mientras disfrutaba el desfile otoñal rayado de azul, me imaginé –al tiempo que decreté– una cálida escena sexual contigo sin conocerte».

Por mi parte, cansada de que mi imaginación siempre teja la mejor historia de amor porque soy una tonta romántica irremediable, me esperé a conocerla cara a cara para saber, inmediatamente, que sí a todo mientras la muchachita tuviera expuestas las tetas. Mientras ella hablaba por primera vez conmigo de su vida y sus obsesiones, pensaba: «tú solo tienes permitido abrir la boca para hacerme sexo oral», jo, me creía muy graciosa, muy insensible, muy douchebag chick. Y así inició todo: con la pura víscera.

Por supuesto, el día que nos conocimos terminamos en una cama; entonces, ya acostadas y sin habernos besado –ni nada–, le besé la teta izquierda. No sé, en ese momento me pareció lo más sensato para romper el hielo. Nos reímos: yo estaba haciendo todo al revés.

Iteramos los chick-flicks hollywoodenses: nos encontrábamos para encamarnos; cuando salíamos, nunca estábamos solas; hablábamos poco y sufríamos, cada quien por su parte, en silencio y agudamente, por una tercera. La una para la otra fuimos un experimento que nos salió mal por una sola razón: nos gustábamos lo suficiente.

Después de muchas semanas de nuestro ejercicio pseudoamatorio, la invité a caminar y me encontré, sin sorpresa pero con infinita ternura, viviendo un par de líneas de Lawrence Durrell: «su risa era tan sincera, tan leve y espontánea, que allí mismo y en ese instante decidí que la amaría».

Hoy las puertas van abriéndose aunque con un poco de miedo porque ambas creemos que amar supone un riesgo absurdo de cordura, pero mucho de todo se trata, creo, de saber que está bien, que está hermosamente bien.

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