Julieta Cardona
28/02/2015 - 12:00 am
Dios no existe
Después de Hegel y Nietszche, venimos una buena parte de sujetos –aspirando a ser individuos y otros que dicen haberlo logrado–, a articular que Dios ha muerto. Y es que a cada uno se le muere distinto. A algunos se les muere por partes –tan por partes que, incluso, se aprecia la agonía de Dios […]
Después de Hegel y Nietszche, venimos una buena parte de sujetos –aspirando a ser individuos y otros que dicen haberlo logrado–, a articular que Dios ha muerto. Y es que a cada uno se le muere distinto. A algunos se les muere por partes –tan por partes que, incluso, se aprecia la agonía de Dios como las estatuas de hielo en la playa–, y a otros se les muere –como a mí el amor por cualquier persona, cosa o quimera– de una vez y para siempre.
También, cada uno lo mata distinto. Unos lo matan por partes igualmente agónicas –tan agónicas que nos remiten a los buitres sobre la carroña–, y otros lo matan como yo la mato a ella en mis historias de amor: despacito, a veces muy despacito, y sin parar.
Alguna vez escribí que reconocía la existencia de Dios, buscando una triste y malograda poesía, cuando ella volvía a mí, pero he escrito muchas cosas sin advenir las consecuencias por culpa de una causa muy profunda. Causas que apreciamos como serias epifanías y que, a su vez, defendemos con el criterio que disfrazamos de evanescente libertad que creemos poseer por proteger absolutamente cualquier cosa.
Recuerdo que, cuando yo era adolescente y los padres te obligaban a cualquier cosa hasta donde sabían que ya no podían, obedecía, en casi todo, a mi madre. A quien le dio, por ser a ratos, una catolicona. Ella nos llevaba a misa los domingos y, después de una interpretación sacerdotal de algún salmo bíblico, yo llegaba a casa creyendo que si Dios fuera perfecto, te permitiría ser lo más humano posible, es decir, lo más pecador. Y no te enviaría al infierno por ser humano.
Pero no, no es perfecto porque no existe. Y te envía al infierno cuando te quita, cuando te despoja de quien más, de quien más. Por eso hoy, lejos de desacreditar su existencia por razones enteramente físicas y filosóficas, lo que tengo para desacreditar su existencia, es la ausencia de la mujer que vengo arrastrando como un maldito fantasma sin hogar.
Y nada más porque la amé como pocas cosas me han salido bien en esta cabrona vida: jugar futbol, joder la vida de mis padres, apostarle a la furia del mar, tomarme una cuba en tres segundos y enamorarme de mujeres que adoran jalarme el corazón como cuando se jala un mecate que no es de henequén sino de algodón.
Entonces, el único supuesto que me queda, no claro ni gris, ni recio como las consecuencias ni hondo como la causa, sino que me queda, es: te mueres, Dios, y te mato. Y que ella, en esta otra historia, no muere, yo la mato.
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