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Julieta Cardona

21/02/2015 - 12:00 am

Ya estamos hasta la madre

Hace un par de días, presencié el desenlace de un asalto en la colonia Condesa, D.F. Y no es que quiera hablarles todo el tiempo de la inseguridad en la que estamos inmersos, pero si es lo que hay –a toda luz y toda hora– cuando vas caminando tranquilamente por la calle, lo más sensato […]

Archivo de la autora
Archivo de la autora

Hace un par de días, presencié el desenlace de un asalto en la colonia Condesa, D.F. Y no es que quiera hablarles todo el tiempo de la inseguridad en la que estamos inmersos, pero si es lo que hay –a toda luz y toda hora– cuando vas caminando tranquilamente por la calle, lo más sensato y pertinente que puedo hacer es testimoniar.

Esta vez vengo a platicar desde un ojo de espectador. La cosa estuvo más o menos así (y escribo “más o menos” porque fue lo que me contó mi testigo cercano): corría mediodía en el barrio parisino de la Condechi, era un lindo día con el Sol bien puesto en un cielo bien desnudo; un hombre que iba caminado de paso por el barrio, cargaba una mochila azul –casi creo que como la de la canción de Pedrito Fernández– y un celular en el bolsillo de sus jeans, cuando otro hombre –con pantalón de vestir, corbata y como tirándole a los 50 años– se acercó a él utilizando un revolver como amenaza y obligándolo a darle sus pertenencias. El de la mochila azul, por alguna razón –que solo él conoce y yo supongo–, se resistió ante tal amenaza, pero perdió la batalla después de jaloneos y golpes. El del revolver, ya con pertenencias ajenas, corrió a la esquina de la calle en donde lo esperaba su camarada, el chofer de una motocicleta. Mi testigo cercano, que caminaba a unos metros del atraco, prestó toda atención al escuchar a la víctima gritarle: “¡Ayúdame, detenlo!”. Enseguida, se desató una minipersecución, pues tres personas comenzaron a correr detrás de la motocicleta con los dos maleantes huyendo. Incidentalmente, a mitad de la calle por la que pretendían huir estos dos sujetos, algunos albañiles se encontraban moviendo varillas de construcción. El resultado es la fotografía del inicio: los maleantes quedaron atrapados entre la motocicleta, las varillas y las personas que se acercaron a amedrentarlos. Yo llegué corriendo al lugar después de la llamada de mi testigo cercano y ya había un montoncito de gente, una patrulla, el revolver todavía en el suelo y los dos maleantes, práctica y literalmente, aprisionados el uno por el otro. “¡Ladrón, eso te pasa por ratero!”, “¡Que se chinguen los desgraciados!”, “¡No le hablen a la ambulancia todavía, dejen que sufran!”, “¡Eso es castigo divino!”, fueron algunas de las frases que sentenciaron los vecinos y transeúntes que se acercaron al verlos derribados y gritando de dolor. “¡Lo confieso, confieso que robé, pero ayúdenme!”, “¡Quítenme estas varillas, por favor, ayúdenme!”, “¡Solo fue un pinche celular!”, fueron algunas de las frases contraparte de los maleantes.

Me alejé del lugar pensando, sobre todo, en el juicio al que habían sido sometidos los maleantes por las personas que se acercaron a ellos sin alguna intención de ayudarlos, sino todo lo contrario, pues incluso, me cuentan que les propinaron un arsenal de patadas antes de que llegara la policía. Me alejé pensando en la razón por la cual la víctima se opuso al atraco y llegué a la suposición de que está hasta la madre de la inseguridad y lo demuestra al arriesgar su vida por un par de cosas –que seguramente le costaron un chingo de trabajo adquirir–. Me alejé pensando en la razón por la cual mi testigo cercano y los otros dos valientes corrieron detrás de los maleantes a sabiendas de que estaban armados, y llegué a la conclusión de que el apreciar súplica en los ojos de su símil, los obligó a ser solidarios. Y de que también están hasta la madre.

Me quedé pensando en que tal vez se había tratado de una desgracia merecida, en que el karma siempre es violento en todos los sentidos y me descubrí imposibilitada por sentir compasión. Y es que cuando una ha vivido en carne propia la ineptitud de la autoridad –porque «ineptitud» es lo que nuestro cerebro tiene grabado–, no una, sino chingos de veces, nos volvemos insensibles ante el sufrimiento del causante de una desgracia.

El mensaje, creo, es muy claro: estamos hasta la madre de la incompetencia de las autoridades y, en la medida de lo posible, armaremos autodefensas por efímeras que resulten.

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