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Julieta Cardona

31/01/2015 - 12:00 am

Carolina

Es gracioso cómo los nombres atizan tus sentidos: te transportan a lo que tu mente decidió que guardaría para ellos: olores, sabores, figuras, sonidos, sensaciones… qué se yo, una fuerte oleada de estremecimientos. El nombre de Carolina me remite al libro más bonito del mundo, que de tan bonito termine por volverse perfecto y siempre […]

“Carolina", fotografía del archivo del autor.
“Carolina», fotografía del archivo del autor.

Es gracioso cómo los nombres atizan tus sentidos: te transportan a lo que tu mente decidió que guardaría para ellos: olores, sabores, figuras, sonidos, sensaciones… qué se yo, una fuerte oleada de estremecimientos.

El nombre de Carolina me remite al libro más bonito del mundo, que de tan bonito termine por volverse perfecto y siempre en una constante viceversa. Me evoca a la belleza: a la divina sencillez de una mujer bella que sabe que lo es.

Conocí a Carolina, una mujer que tiene a la selva custodiando sus pupilas y decidí, como Hansel y Gretel, emprender una larga caminata: hice un largo viaje por sus ojos que son color bosque a las cinco de la tarde, donde el sol pega distinto: como despidiéndose y dejando la mejor luz en el único tiempo.

Carolina habla, sonríe, canta, llora, camina, duerme, baila, se mueve y besa como una diosa que no sabe que lo es.

Carolina es una mujer de largas y apacibles conversaciones. Alguna vez, hablando de desamor, me decía que los ciclos se cierran hasta que entiendes que no puedes querer a alguien, pero es inevitable. Y le creo, no porque sea cierto, sino porque es. Las mujeres estamos destinadas a sentir, a saber, ese es nuestro castigo: saberlo todo, me decía. Oye, sabelotodo, el desamor se siente aquí dentro, yo le decía sonriendo mientras, con un toque sicalíptico, ponía su mano en el centro de mi pecho –y tal vez un poco más abajo–. Tienes mitad razón, me contestaba al tiempo que me explicaba cosas que no recuerdo –porque volvía a sumergirme, como bien describen los hermanos Grimm, en su verde con delgadas centellas amarillas– sobre el sistema nervioso simpático. ¡Como yo!, le decía con premeditada idiotez. No, me contestaba y, después de agarrarme a besos, me decía: el malestar aquí dentro se da por la manera en la que somatizamos nuestros sentimientos; en serio: el cuerpo, por defenderse, termina perdiéndolo todo.

Bueno, bueno, bueno, pero ahora mismo siento mariposas aquí dentro, yo le decía sonriendo mientras, con un toque sicalíptico, ponía su mano en mi vientre –y tal vez un poco más abajo–. Cuando hay amor, las mariposas de las que hablas se llaman ácido clorhídrico; pero todo esto para decirte que no te quiero con todo el corazón, sino con todo el cerebro; si el amor fuera un sentimiento, sería inconstante y yo siempre lo siento, me contestaba para después besarme la boca y decirme, muy quedito: yo a ti, mujer, yo te quiero. Y le creo, no porque yo quiera que me ame con el corazón o con el cerebro, sino porque me ama.

Luego me decía: de haberme llamado distinto, hubiese preferido Paula; escucha cómo se oye: sencillo, corto, rápido, pero Carolina se decidió buscando a la mujer fuerte que no soy. Y, mientras, yo agradecía su nombre porque para mí también lo tenían sus senos, esas dos hermosas e inalterables montañas color perla.

Carolina tiene el alma blanca –tan blanca– que podría advenir la envidia de la cocaína; tan blanca que la nieve, por más que intente y caiga del cielo, se perdería en encontrar la pureza del color.

Carolina no cuenta secretos no porque no quiera, sino porque dice que no existe alguno fácil de revelar. Ella es así: indecible.

Será que si sigo con la suerte de tenerla cerquita de mí, podré encontrarla, algún día, en la mejor historia de calor que se asemeje al color lava, ese que tiene en la lengua, en la punta de los dedos, en lo punzante de su tacto, en el eco de sus gemidos… en la fuerza que dice, no poseer.

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