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Julieta Cardona

17/01/2015 - 12:00 am

Amor de lejos, ¿felices los dos?

Las relaciones a distancia me han enseñado, inicialmente, una cosa: que encontrar al amor de tu vida en otra ciudad es una patada en el culo. La experiencia de haber vivido relaciones a distancia me alentó, qué digo alentó, me cuasiobligó a decir, qué digo decir, me cuasiobligó a sostener que no era buena idea […]

Fotografía tomada de Internet.
Fotografía tomada de Internet.

Las relaciones a distancia me han enseñado, inicialmente, una cosa: que encontrar al amor de tu vida en otra ciudad es una patada en el culo.

La experiencia de haber vivido relaciones a distancia me alentó, qué digo alentó, me cuasiobligó a decir, qué digo decir, me cuasiobligó a sostener que no era buena idea tener cualquier tipo de vínculo amoroso de lejos. Que diga esto, no significa que me arrepienta de lo que viví: no y absolutamente no. Sino que una aprende a andar con más cautela en el amor cuando se ha caído tantas veces de hocico por ir a galope. Y hoy, después de años de tal sentencia, vengo a romperla. Está bien, no pasa nada, lo asumo como mi castigo por haber dicho «yo nunca volveré…».

Lo que sé del amor en tiempos posmodernos tiene mucho que ver con Internet y con su consecuente y frágil hilo del que penden las relaciones interpersonales; puesto que no hay una definición universal del amor, de entrada –pero sí algunas del amor posmo–, sugiero hablar de este como un sentimiento multiforme de apego entre distintos entes. Ni modo, millennials, no hay de otra: no está mal, ni es mejor, solo así nos tocó esta época: nos adaptamos a lo inevitable.

Tal vez las relaciones a distancia no es lo que muchos deseamos, sencillamente porque no es la expectativa holística que tenemos del amor. A quienes lo vivimos ahora mismo y en un pasado, nos sucedió de una manera inevitable –y no tanto–.

En este punto, una se enfrenta con dos panoramas: jugar a la probabilidad de volver a encontrarse confundiendo matemáticas con destino, teniendo como resultado una película similar a la que protagonizó el douchebag de Ashton Kutcher: A Lot Like Love; el otro panorama es reasumir las 8,675 desventajas del amor a distancia y comenzar buscar los encuentros.

Todo esto para platicarles cómo yo no quise jugarme la carta del destino y, por lo tanto, mi recaída en el amor posmo: conocí a una muchacha en una ciudad distinta a la mía; es una mujer fenomenal, y por fenomenal me refiero a fenomenal. Comencé queriendo un poco de ella hasta quererlo todo con ella; entendí que las circunstancias cambian y nos obligan a apreciar cómo un escupitajo del cielo se vuelve tormenta, cómo si miraba de cerquita podía ver cómo lo bello mutaba a divino y cómo lo triste se moría de dolor, cómo si guardaba un poquito de fe –y sin necesidad de mirar desde tan cerquita– lo lejano parecía no serlo tanto. Entonces, después de mis fallidos intentos por evitar sentir un vínculo, reconocí mi falta de huevos para desprenderme de la suerte que tuve de haberla encontrado y me dejé caer en ella como la Alicia de Carroll en The Rabbit Hole. 

Sí, sí, sí, eso es el lado precioso de las pendejaditas del amor posmo, pero el lado triste ahí está y no se irá a ninguna parte porque la geografía es una ciencia cabrona, y los kilómetros también, y el contrato de monogamia también, y las ganas de estar presencialmente con alguien e ir al cine, o a comer, o cocinar juntos, o caminar juntos, o dormir abrazados, o besarse en las mañanas, o platicar en la sala de la casa o en algún bar, o comprar manzanas juntos… también.

Pero vayamos con calma, que el vínculo amoroso ya desarrollado con nuestro amor lejano –sobre todo, en espacio– es difícil de romper. ¿Explicaciones químicas? Sí, todas. Puede que nos sea difícil salir con alguien nuevo porque nuestro cerebro no ha relacionado, con el nuevo ente, toda la producción hormonal que ya tenemos por alguien más, entonces, ¡pum!: de pronto eres fiel. Y sí, la fidelidad es una maldita hormona y el trabajo de un montón de neuronas, el enamoramiento también y la tristeza es una alteración de neutrotransmisores. Somos fieles porque nuestro cerebro ya hizo una relación con nuestro amor lejano –sobre todo, en espacio–, del amor; porque con su imagen producimos sustancias adictivas que mejoran nuestro estado de ánimo y nuestro cerebro lo relaciona con sexo y placer produciendo la bendita oxitocina. Pero, repito, la distancia es cabrona: comienza a afectarnos porque la relación que tiene nuestro cerebro mutará a tristeza por falta de dosis de amor; necesitamos sentirnos muy cerquita para alargar, digamos, el amor.

Y es justo en este punto, donde algunos decidimos darle un enfoque más almático y menos frío: porque estamos, quizá, amando.

Por eso, a quienes hayan caído en este amor posmo, solo me queda desearles suerte y paciencia. Total, lo peor que puede pasar son dos cosas: rendirse y terminarlo todo, o mudarse a una misma ciudad y darse besos todas las mañanas.

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