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Julieta Cardona

27/12/2014 - 12:00 am

Huir por desamor

El viento pega distinto –como sin dolo– cuando dejas que te toque al nivel del mar. Una puede saber esto por obviedad geográfica, por empirismo, o porque lo escuchó. Yo lo supe la primera vez que me rompí la boca en cachitos amando a alguien: fui a refugiarme al mar, a exfoliarme el alma en […]

Fotografía tomada por el autor
Fotografía tomada por el autor

El viento pega distinto –como sin dolo– cuando dejas que te toque al nivel del mar. Una puede saber esto por obviedad geográfica, por empirismo, o porque lo escuchó.

Yo lo supe la primera vez que me rompí la boca en cachitos amando a alguien: fui a refugiarme al mar, a exfoliarme el alma en ese impávido verde azul. Corrí hacia ese con quien puedes casarte solo bajo sus condiciones: tempestades, llanto, mucho llanto, naufragios y, contraria pero genuinamente, sosiego. Ese Poseidón fuerte, altanero, que tiene en su haber a más de un hombre o más de una mujer, ese dios que nació sin corazón como intercambio injusto por gobernar las aguas. En él me refugiaba.

O huía miles de kilómetros a una ciudad distinta con idioma distinto, arquitectura distinta, clima distinto. Me escondía en calles distintas buscando mujeres distintas en bares distintos con tragos distintos, mujeres con faldas distintas, olores distintos y pantaletas distintas. Me internaba en un lugar que estuviera lejos de ser el universo que Lawrence Durrell condenó: una ciudad es un mundo cuando amamos a alguno de sus habitantes.

Huía del dolor insoportable de mi cama vacía; de mi auto, esa caja de Faraday donde también, por puritita diversión, se hacía el amor; de los vecinos; de los parques; de los frutos rojos; de los jueves de tulipanes con la florista de la calle azul. Huía, con todas las fuerzas que me quedaban, del estúpido amor.

Cada que me reventaba en mil, huía: huía de mi ciudad, de los puentes de mi ciudad, de los colores de mi ciudad y, sobre todo y otra vez, de mi cama, de mi cama, de ese objeto con memoria.

Hoy, después de romperme nuevamente la boca, doy un viaje al pasado para que me quede claro por qué regresar me haría tumbarme a sollozar: me despido de mi cobardía visitando ciudades distintas, mares distintos, mujeres distintas y enviándole un beso al dios de las aguas que tantas veces me chupó completa, y decido, por primera vez, quedarme en estas mis calles, en esta mi ciudad, e incluso muy cerquita de la mujer a quien hoy le lloro de frente y de pie. Porque quedarme cerca hará, también por primera vez, que le dé una muerte honorable al amor que tantas veces me limpió también por fuera.

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