Julieta Cardona
13/12/2014 - 12:01 am
Víctimas de asalto sexual (parte I)
Mucho quisiera decirte que la historia que leerás a continuación no me sucedió y que pertenece a la parte de ficción que acostumbro escribir, pero lo viví acompañada de dos amigas (a quienes también represento). El día de hoy –y la columna posterior o que corresponda a esta– platicaré, expondré y denunciaré el crimen del […]
Mucho quisiera decirte que la historia que leerás a continuación no me sucedió y que pertenece a la parte de ficción que acostumbro escribir, pero lo viví acompañada de dos amigas (a quienes también represento). El día de hoy –y la columna posterior o que corresponda a esta– platicaré, expondré y denunciaré el crimen del que fuimos víctimas. Hoy formamos parte de la estadística de mujeres violentadas en el Estado de México y, permanentemente, sumaremos nuestra voz a quienes exigen justicia por haber sufrido un crimen que fractura lo más valioso que tenemos, nuestra integridad.
Camino todos los días y camino sola. Salgo de mi trabajo a la hora de la comida y me adentro a las entrañas de Polanco. El periférico es lo primero que veo al salir de la oficina: un río salvaje de coches a mi costado. Yo camino. Me faltan al respeto más de ocho veces en mi trayecto hacia el supermercado. Silbidos, gritos que se ahogan con los cláxones, miradas lascivas –que inmediatamente trato de sacudirme–, una cosa detrás de la otra, un dolor de huevos detrás de otro. Uso una pashmina sobre el pecho para disimular el tamaño de mis senos. ¡Disculpe, señor de la parada del camión, mis ojos están acá, arriba! Lo miro fijamente –e inconscientemente– con el ceño alebrestado hasta que se da cuenta de que estoy enfurecida y fija los ojos en otra muchacha más. Entro al supermercado; salgo a los diez minutos y pasa lo mismo de regreso: silbidos, gritos, miradas. El asfalto está caliente; el ambiente denso y gris. Eso pasa todos los días.
El domingo pasado pintaba para ser un gran día en La Marquesa. Domingo por la mañana. ¿Dónde nos vemos? En el Seven-Eleven que está junto a Office Max sobre periférico, a la altura de Lomas Verdes en Naucalpan, Estado de México; pasamos por ti a las 9:00 am.
9:07 am: llegamos unos minutos tarde.
9:15 am: éramos dos y nos encontramos con la tercera para iniciar nuestro recorrido hacia Toluca. Pero antes, un poco de café; entonces, entramos juntas a la tienda de conveniencia. En la tienda estaba un hombre y nosotras tres. No sé qué quiero, si un Acapulcoco y un café americano o… cuando de pronto: “¡A ver, hijas de puta, ya se las cargó la chingada!”. Los malos no descansan ni en domingo, menos después de la primera misa en la iglesia de San Hipólito, en donde le piden a la virgencita chula, a la santa patrona, o a San Juditas Tadeo, que les dé trabajo (que, al parecer, los ingratos le dan) y que se persignan después de decir, pero todo en español «Estado de Derecho my ass». Cabello corto entrecano, 48 años, chamarra negra de cuero, barba de dos días, apiñonado, arrugas profundas (como si la vida lo hubiese golpeado), es menos alto que yo, seguro pesa menos que yo, pero trae una pistola. Corta cartucho. Estamos temblando. No entiendo nada. Mis amigas tampoco. Sigue gritando y nos acorrala gradualmente en una de las esquinas del local; grita más. Busco a la encargada de la tienda: caja vacía. ¿Dónde está? Bienvenidas a Tierra de Nadie y le damos todo nuestro dinero: billetes, monedas, ¿qué más da? ¡Que ya se vaya! Me arranca el celular de las manos… ¡que se lo lleve, pero que ya se vaya! Nos quita todo lo que puede, pero no le es suficiente: está enfermo, quiere seguir demostrando que él tiene el poder, que él manda: “¡No se hagan pendejas, denme todo!”. Entonces, comienza a tocarnos con la mano izquierda porque en la derecha trae el arma que condiciona nuestra vida, pero no nos catea: nos profana, nos estruja, nos lastima, nos ultraja; se ríe y después de tocar –con profundo dolo y sin consentimiento– a una, se sigue con la otra. Su mano izquierda chupa, como vampiro en yugular, nuestra integridad. “¡Quédense ahí; a la primera que voltee o salga atrás de mí, le doy un plomazo, hijas de la chingada!”. Sale corriendo del lugar y después de unos segundos –que parecieron horas eternas–, las tres alzamos la vista y volteamos a vernos. Nos abrazamos, nos preguntamos, nos miramos, nos preguntamos, nos miramos… y ya, con el último lenguaje que nos quedaba, nos lloramos.
Aparece la señorita de la caja que estaba resguardándose en la bodega del lugar. Comienza a decir un cúmulo de oraciones sin ilación. Luego nos pregunta que si estamos bien; nos dice, a modo de queja, que estos robos se dan continuamente en esa sucursal, que ya llamó a la policía, que aunque la cámara grabó el asalto, no detecta los rostros, que la cámara del lugar no da acercamientos. Aparece otro hombre con un casco de construcción en la cabeza, es un ingeniero de obra que lleva meses en esa parte del periférico; nos dice que también ya habló a una patrulla.
A las 9:20 am ya pasó el peligro, pero después de esperar 25 minutos, la policía no llega. Nunca llegó.
Toda la semana fui a trabajar, pero no salí a comer, no tuve hambre.
Hice mi denuncia e inmediatamente me topé con la primera traba para denunciar e inflar las cifras de mujeres violentadas en el Estado de México: “Ese delito no entra, el importante fue el robo con violencia”, me dijo el agente del MP. Ya conseguimos cita para hablar la próxima semana con David Sánchez Guevara (Presidente Municipal de Naucalpan) y con Jesús Uribe (Gerente de prevención de pérdidas del Seven Eleven). Y eso significa cuatro cosas: que nos unimos a todos los que alzan la voz por estos crímenes, que exigiremos justicia, que buscaremos prevenir estos crímenes y que expondremos los resultados, todos los que tengamos.
Me pongo a repasar cifras de mujeres ultrajadas en el Estado de México y me hierve la sangre, se me rompe el corazón y me uno una vez más y todas las que sean necesarias, a las víctimas y a las familias de las víctimas que claman justicia.
Porque si no volteamos y no alzamos juntos la voz repetidamente a este lado que hoy expongo, me pregunto desde el alma: ¿Qué nos queda como sociedad?
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