Está usted en una reunión de trabajo aburridísima, pero tiene la suerte de estar en el rincón de la sala, allá donde ni su jefe ni el chismoso de la oficina lo ven y, además, trae consigo su teléfono inteligente. ¿Qué hace?
Ahora imagine a su hijo de 11 años con su nueva y reluciente tableta SEP en clase de matemáticas, o de historia, ¡de ortografía! ¿Qué hará?
Por años fui profesor del Tec de Monterrey, la institución que tuvo el primer servidor de internet del país e hizo obligatorio que sus estudiantes tuvieran una laptop desde hace más de 15 años. Al inicio, antes de Facebook y otras redes sociales, efectivamente los universitarios usaban las computadoras para tomar sus apuntes y, los más inteligentes, para buscar en internet información que complementara lo que se decía en clase. Era la gloria: las clases eran más ágiles pues escribían más rápido (la mayoría había tomado mecanografía en la prepa o secundaria y no miraban ni el teclado ni la pantalla al escribir), tenían más tiempo para hacer preguntas, eliminamos el papel al mandar las tareas por correo electrónico y los temas se enriquecían muchísimo con las aportaciones de los estudiantes.
Pero la gloria duró poco. Pronto los estudiantes se dedicaron a chatear (ese verbo obsoleto, abuelito de watsapear) o a jugar (buscaminas, Age of Empires, solitario...) en lugar de tomar notas. En el mejor de los casos, se dedicaban a hacer la tarea de la siguiente clase. Y si uno les llamaba la atención, decían que estaban tomando apuntes o buscando información adicional. Pero ya no hacían comentarios que nutrieran la clase, como antes, y los apuntes desaparecieron: “es que todo ya está en internet, profe, pa' qué apunto”, decían ya en confianza, fuera de las aulas. El colmo era en las asignaturas donde no podían tomar notas en la computadora, como ecuaciones diferenciales, pues pocos tenían LaTeX o algún otro programa para escribir notación matemática y, sin embargo, ¡juraban estar tomando apuntes!
Esta debacle que en mi caso comencé a ver hace 11 años, en 2003, fue empeorando con el tiempo. Las nuevas generaciones ya no habían llevado clases de mecanografía en su educación previa y no podían escribir sin ver el teclado o la pantalla, el resultado: su atención era harto deficiente. Los alumnos se volvieron expertos en “corromper” los archivos de la tarea (“qué raro, profe, se la vuelvo a mandar hoy”), en enviar archivos repletitos de virus o en creer que hacer copy-paste de cualquier página de internet era hacer una investigación (y aparecieron sitios como rincondelvago.com y otros tantos que lo facilitaron).
Para contrarrestar lo anterior, las universidades se vieron en la necesidad de adquirir softwares especializados como Blackboard, Moodle, Educ, etc... para verificar la presencia de virus e, incluso, para hacer una revisión automática del texto y arrojar el “porcentaje de plagio” del mismo. Dichas plataformas o softwares también ofrecían el servicio de hacer los exámenes en línea y, si eran de opción múltiple, verdadero/falso y similares, los revisaba automáticamente. ¡La alegría del profesor!: ¡poner exámenes y que se revisen solos! Pero como en esta carrera entre el Coyote y el Correcaminos ya sabemos quién gana, los estudiantes comenzaron a buscar en internet las respuestas. Entonces hubo que adquirir otro software que bloqueara los buscadores de internet.
Hace cuatro años decidí tomar el camino que ya habían iniciado otros profesores “rebeldes”: prohibir las computadoras y los celulares en el aula, hacer exámenes a mano, tareas a mano, exposiciones sin Powerpoint ni Prezi, etcétera. Fue el pandemónium. Los estudiantes ya no tenían la habilidad para prestar atención en clase como sucedía hace 15 años y en pocos minutos estaban como leones enjaulados (conforme pasaba el semestre se les iba bajando). Ante la presumible falta de uso, su letra se había vuelto horrenda y batallaban realmente al escribir. La ortografía brillaba por su ausencia pues estaban acostumbrados a los correctores automáticos (“además eso qué importa, profe”). Como ya se habían familiarizado con los exámenes de opción múltiple o similares, su capacidad para redactar de forma coherente una idea era la que se espera de un estudiante de secundaria, no de uno de universidad. Peor aún para escribir ensayos a mano en el aula: ilegibles. Eran, salvo una o dos excepciones por grupo, incapaces de exponer un tema utilizando sólo su memoria y sentido común (de la lógica y la retórica mejor ni hablamos). Y, tal vez porque se habían creído el cuento de que “en internet está todo”, su memoria era terriblemente más corta en comparación con los estudiantes de hace 15 años: me tocaron alumnos, por ejemplo, que iban a la mitad de la carrera de derecho y eran incapaces de citar de memoria el artículo primero de la Constitución.
Para más inri, como los profesores ya teníamos estas maravillosas herramientas educativas, a los administrativos se les ocurrió que podíamos dar clases a grupos más numerosos. Y así, pasé de grupos de 12 estudiantes en una clase de “Historia de la ciencia” en 2003, en Campus Monterrey, a grupos de 66 alumnos en una asignatura de “Ciencia, tecnología y sociedad” en 2010, en Campus Puebla. Ya se imaginará la alegría de revisar el ensayo semanal de cada muchacho. Por supuesto, la paga no aumentó seis veces. Así, si estas nuevas tecnologías habían provocado ya una baja en el nivel académico y la pérdida de habilidades indispensables de los estudiantes (ortografía, expresión oral, redacción, memoria, relación de ideas, argumentación...), los cambios administrativos volvían heroico recobrar algunas buenas prácticas de antaño: como dejar de tarea el mentado ensayo semanal.
¿Ya se imaginó el resultado educativo de estas prácticas? Si usted ha tenido que contratar recién egresados en los últimos años, ya lo sabe de cierto.
Ahora bien, si esto sucedió y sucede con los estudiantes universitarios, jóvenes mayores de edad que en teoría ya saben lo que quieren y estudian lo que les gusta, imagine lo que va a pasar con niños de primaria.
¿Y cuáles son las ventajas de las Tabletas SEP (que ya vienen con Angry Birds instalado y Google Play para adquirir más jueguitos)? Digo, ¿aparte de fanfarronear que estamos al último grito tecnológico? La única ventaja educativa que yo encuentro es la que ya tenían las salas de cómputo: que los niños se familiarizarán con el uso de una tableta y de la Web, si es que su escuela sí cuenta con electricidad e internet, pues hay un porcentaje que no cuenta ni con lo uno ni con lo otro; además de que los servicios de atención, a según me han dicho varios usuarios, son tremendamente deficientes: “yo he llamado diez veces y no me contestan”, me dijo un padre de familia la semana pasada, “y la tableta de mi hijo no se puede conectar a internet”. Si usted, o la SEP, o quien sea, ve otras ventajas, ¿dónde están los estudios al respecto?
La pregunta es en serio. Si usted busca en internet, se encontrará con que casi todas las ventajas de las tabletas (aquí o en Estados Unidos o en China) son supuestos, imaginación pura, gente que especula que van a servir muchísimo. También se podrá encontrar con algunos estudios diminutos como éste , muchos de ellos patrocinados por las mismas compañías que se beneficiarían con el cambio tecnológico, como consta acá.
Así que aquí llegamos al meollo del asunto: en este cambio tecnológico las únicas ventajas que yo encuentro son económicas. Primero, porque los administrativos tendrán una “razón” más para aumentar el número de alumnos por grupo, y ya sabemos qué pasa por lo general con la educación en grupos numerosos. Después, para los proveedores de servicios de internet (que se volverán indispensables y tendrán que costearlos las escuelas o las familias). Y, por último, para los proveedores de software y hardware. La SEP se gastó este año 2 mil 500 millones de pesos en tabletas para los estudiantes de quinto grado de seis de los 32 estados de la República. De modo que apenas inicia el gasto. ¿Lo seguirá haciendo la SEP?
¿O se pasará el gasto directamente a las familias?
Bajo una promesa vaga, oscura o inexistente de una mejora educativa (pues los estudios son escasos, vagos o inexistentes al respecto), se condena a las familias mexicanas al maravilloso ciclo de la obsolescencia programada: “Te regalo algo que sé que, una vez que lo uses, necesitarás volverlo a comprar una y otra vez, cada que yo decida que será obsoleto”. No sé, a mí este esquema de ventas me recuerda al que se usa con otro tipo de productos, ¿a usted?