¿Qué nos dicen los souvenirs de la gente?

27/02/2013 - 12:00 am

“Mis papás fueron a Acapulco y sólo me trajeron esta pinche playera”. ¿Tiene usted una? Si no la tiene, la ha visto. O similar: cambiando “Acapulco” por “Cancún” o “Puerto Vallarta” o dándole un giro a la frase como “Fui a Chihuahua y sólo me traje estos pinches balazos”. A los mexicanos nos encantan este tipo de recuerditos, con su toque de humor negro, de chinga-quedito, de chacota secundariega. Ahí es donde nos sentimos como pez en el agua. Pero, ¿es así en todo el mundo? ¿O es el souvenir un reflejo de cada cultura?

Retablos de maravillas

Viajar. Salir del rancho para ver otros mundos. Desde que hay registro, las narraciones de viajes, orales o escritas, acompañadas o no de gráficos, han sido de los productos culturales más codiciados: ¿qué hay allá?, ¿qué monstruos o maravillas nos esperan detrás de los cerros y los mares?, ¿cómo son los seres humanos que viven del otro lado del mundo, en las antípodas?, ¿son humanos? La Ilíada cuenta una batalla pero también un viaje. Lo mismo el Cantar de ‘Antar. Y ni qué decir de La Odisea o de todas las leyendas que relatan lo que sucede más allá de los bosques o desiertos: las otras tierras son siempre el lugar de la imaginación.

Y, por lo mismo, los narradores fueron compelidos a dar pruebas. Así habrán nacido en las casas de los viajeros (comerciantes o científicos, soldados o predicadores) los retablos o estanterías de maravillas: ese lugar donde se exhibían, tras un cristal o una tela que los guardara del polvo, las piezas que daban fe de lo desconocido: un cráneo con cuernos, una lechuga de jade, un caracol en una piedra… Y la gente los visitaba para escuchar las historias de cada pieza.

Imperialismo y turismo popular

Con la formación de los imperios, los monarcas de cualquier parte del planeta buscaron tener sus propios retablos de maravillas, ya fuera en Delhi o en Anáhuac. Y, con la invasión europea al resto del mundo, estos retablos se sistematizaron: ¿qué otra cosa son los museos, los zoológicos y jardines botánicos, que colecciones de souvenirs del imperio?

Sólo que aquí hay un cambio en el discurso: ya no se trata de la historia que evoca cada souvenir o cada cosa, sino que lo que importa es la historia del imperio que es tan grande y tan fuerte que puede tenerlo todo (y, cada cosa, se convierte en un breve episodio en la épica del imperio: un sarcófago egipcio, una estela maya, un kimono… trofeos de guerra).

O casi. Si bien el Museo Británico o los jardines de Versalles son colecciones de lo arrancado a los pueblos invadidos, no faltaron tampoco en estos siglos los traperos que juntaban huesos al azar, por América o África, para que luego los grandes anatomistas, como Cuvier, construyeran animales fantásticos, animales que nunca existieron salvo en la imaginación de los científicos y de los visitantes a los museos de historia natural. Y lo mismo con la falsificación de piezas “arqueológicas” que crearon historias de culturas inexistentes: la imaginación ante todo, la maravilla del resto del pueblo que seguía sin poder viajar.

Hasta que pudo. Primero con el tendido de las vías férreas, en el siglo XIX, y luego con el desarrollo del automóvil y los vuelos comerciales en el siglo XX (y la aparición de técnicas como el carbono 14 que dio al traste a muchas historias prodigiosas). Porque antes viajar, salvo para marinos y soldados, era un lujo de las clases acomodadas y los cortesanos: había que pasar meses para llegar de un lugar a otro, meses sin sueldo. Y por supuesto, estos nuevos viajeros buscaron llevar recuerditos a sus casas para engalanar sus historias.

Los tipos de souvenirs

Con la industria del turismo aparece también la industria del souvenir. ¿Y qué compramos? Primero, podríamos dividir el souvenir entre aquel que le importa al nativo y aquel que le importa al turista. Así, entre los que le importan al turista pero al nativo sólo le representan una ganancia económica estarían todos esos clichés que jamás usaría y/o que son intercambiables de un lugar a otro. Por ejemplo, las conchitas y palmeritas en cualquier playa del mundo (Maui, Copacabana o Maputo), los imanes en forma de camello que se venden de Marruecos a Pakistán, los “sombreros con frutas” de cualquier país “tropical”, o las figuras de animales como jaguares o cebras.

Luego estarían aquellos que podríamos llamar “tradicionales”, piezas que representan lo que es propio y único de la cultura de un lugar y que, aunque sean fabricados en serie, muchas veces guardan un aire artesanal. Por ejemplo, las matrioshkas (rusas), los toritos (españoles), las figuras de gauchos (argentinos), de animalitos del horóscopo chino, los sombreros de mariachi y los vueltiaos (Colombia), las grullas japonesas o los montones de réplicas “arqueológicas” (mayas, griegas o persas). En este caso, si bien no habrá una matrioshka en cada departamento ruso ni un sombrero de mariachi en cada casa de Infonavit, ya se podrá imaginar la cara del ruso o el mexicano al encontrarse su matrioshka o su sombrero en Mauritania. Eso: este tipo de souvenirs sí significan algo para el nativo. Igual las postales o los platos decorados.

Después estarían los souvenirs nacionalistas. Esos que aparecen, coincidentemente, durante la consolidación de los estados nacionales y la industria del turismo: las banderitas, las miniaturas de monumentos arrogantes e inútiles (como el Big Ben, la Estatua de la Libertad o la Torre Eiffel) y, por supuesto, las calcomanías para carros y cuadernos. Aquí, para los nativos, son un símbolo de orgullo: el estado que es tan grande y poderoso y al que yo pertenezco. Son para el autoconsumo (ningún francés, salvo que quiera molestar a sus coterráneos, traerá en su carro una calcomanía con la bandera alemana y una “D”) y para el consumo de todos aquellos turistas con complejo de inferioridad nacional (en los carros españoles sí se ven esas calcomanías y ni qué decir de los mexicanos). Son la muestra del estado en su imagen ideal, en su símbolo. Pero hay cosas peores y los ingleses son campeones: la institución como símbolo del estado y souvenir. ¿Usted compraría un souvenir de un granadero, una micro o una cabina de Telmex? Los ingleses sí (el beefeater, el double-decker…) ¿Peor aún?: sí, los souvenirs de marcas al estilo Hard Rock Café o el típico pelado que le pone una manzanita de Mac a su carro: el viaje sin el viaje.

Souvenirs lúdicos

Pero frente a esta deshumanización de la experiencia viajera, donde las instituciones del estado o las corporaciones suplen a la gente y a la naturaleza, hay dos tipos de souvenirs que vuelven a poner el acento en el ser humano. El primero, souvenirs de ciudades como Lisboa o Praga: Pessoa y Kafka. No es que en París o Nueva York no haya habido grandes escritores, pero difícilmente encontrará una playera con Molière o John Dos Passos. Pero las playeras de Pessoa y Kafka abundan en Portugal y la República Checa. ¿Qué hace que los ciudadanos de Lisboa y Praga prefieran mostrar como souvenir a sus artistas y no a un monito vestido como gendarme o soldado?

El segundo tipo estaría constituido por los souvenirs chacoteros, sexosos y juguetones que abundan en nuestro país. Desde el caballito de tequila con su botella (para compartir un poquito de la borrachera con el que no fue) hasta la playera que dice que “sólo me trajeron esta pinche playera”, pasando por el gordo borracho al que se le clavan palillos en las nachas o el incomodísimo destapador en forma de mujer voluminosa. Aquí, como en el caso de los poetas, el acento está en el ser humano, en el que hace el viaje pero también en el recuerdo de sus seres queridos. No es un viaje interior como en el caso de Pessoa o Kafka, pero sí es un viaje humano: con sentimientos y remembranzas, con nuevas experiencias. Incluso podemos ironizar y burlarnos de la burla (playeras que dicen “Montezuma’s Revenge, Mexico” o “Puto el que me dispare, Acapulco”) como diciendo “sí, ya sé que dicen que está de la fregada, pero yo me la pasé a todo dar”.

En el 2001 fui por primera vez a Medellín, Colombia, y a mi regreso quería comprar algunos recuerditos: no había salvo postales. Ni palmeras, ni monumentos, ni militares, ni poetas, ni artesanías o destapadores. Medellín llevaba más de diez años siendo una de las ciudades más violentas del mundo y el turismo era escaso o nulo. Después de mucho buscar encontré una playera que decía: “Medellín, Ciudad de Amor”. Me dieron ganas de llorar. ¿Qué le queremos decir al mundo?: que somos una ciudad de amor a pesar de que los cadáveres se apilen cada fin de semana.

La compré. Y sí, Medellín es una ciudad de amor. Igual que en Lisboa me compré un libro de Pessoa que leí por los parques y en el muelle. Igual que prefiero el humor y la risa para sobrepasar el dolor de nuestras ciudades que se desangran. No sé qué pueda contar alguien que se compra un policía londinense, un beefeater, o un grupo de soldados estadounidenses izando su bandera, ¿que le duele en todo el corazón no haber nacido en un país imperialista?

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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