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Diego Petersen Farah

30/11/2018 - 12:00 am

Las palabras importan

La semana pasada escribí en defensa del nombramiento de Paco Taibo II al frente del Fondo de Cultura Económica. Mis argumentos fueron dos: acabemos de una vez con esa nefasta idea, y ley, que separa mexicanos de primera (los nacidos en México) y de segunda (los naturalizados o nacionalizados). El segundo argumento fue que Paco es un hombre de libros que no atentará jamás contra la calidad editorial y el pensamiento, pero que puede hacer del Fondo una empresa que promueva la lectura a través de ediciones accesibles, como lo fue en los años setenta y ochenta.

El exabrupto de la FIL no cambia mi idea sobre la capacidad de Paco. Foto: Cuartoscuro.

La semana pasada escribí en defensa del nombramiento de Paco Taibo II al frente del Fondo de Cultura Económica. Mis argumentos fueron dos: acabemos de una vez con esa nefasta idea, y ley, que separa mexicanos de primera (los nacidos en México) y de segunda (los naturalizados o nacionalizados). El segundo argumento fue que Paco es un hombre de libros que no atentará jamás contra la calidad editorial y el pensamiento, pero que puede hacer del Fondo una empresa que promueva la lectura a través de ediciones accesibles, como lo fue en los años setenta y ochenta.

El exabrupto de la FIL no cambia mi idea sobre la capacidad de Paco, lo lépero no quita lo inteligente, pero sí confirma mi mayor temor sobre la Cuarta Transformación: la venganza como motor del cambio. Después de la fenomenal leperada Taibo, queriendo corregir, dijo que lo que se había conquistado en julio era, entre otras cosas, el derecho a llamarle a las cosas por su nombre: “a los ladrones, ladrones; a los traidores, traidores…”. Entiendo que en la euforia de la victoria algunos sientan que finalmente la historia les ha dado la razón y que ahora son ellos los que tienen el poder de nombrar. Sin embargo, lo que se esconde detrás de ello es la soberbia del ganador, no la claridad del político.

Nombrar es una de las expresiones más finas y acabadas del poder: imponer el lenguaje y definir al otro. Si el presidente se siente con el derecho de llamarle fifís a los que no piensan como él, ¿por qué sus colaboradores no pueden llamarles como quieran a los de enfrente, a esos que derrotamos? Durante muchos años López Obrador fue víctima del poder de nombrar: le llamaron “peligro para México”, a sus seguidores “chairos”, a sus defensores “pejezoombies”. Pueden argumentar, como lo hacen, que no están haciendo nada distinto a lo que hicieron sus enemigos. Y ese es el problema: si hacen lo mismo el resultado será el mismo. Amenazar con desaparición de poder a los gobernadores que estén en contra (Salgado Macedonio); advertir “acostúmbrense” a quienes reclaman consultas dentro de la ley (AMLO) o de dejárnosla “Irineo Paz” (versión culta de la expresión de Paco Taibo II) son parte de un mismo discurso. Dice López Obrador que la corrupción como las escaleras se barren de arriba para abajo. Con la comunicación pasa lo mismo: el tono lo impone el de arriba; es al presidente quien le toca moderarse.

Las palabras importan. No se puede construir paz con lenguaje agresivo; no se hacen puentes dinamitando la concordia; no puede existir el “amor y paz” del que tanto habla quien mañana será presidente con un lenguaje de odio y rencor. “La diplomacia”, rezaba un grafiti en un muro del extinto bar Malasangre, “es que te manden a la fregada de tal manera que te urja que comience el viaje”. Al país le urge debatirse, no rehuyamos el debate, pero no perdamos de vista que el objetivo es construir un mejor país, no un mejor enemigo.

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