DOS AÑOS DE INJUSTICIA Y LLANTO

30/10/2013 - 12:00 am

Por más de dos años, Cristina buscó justicia para Fabiola, la mayor de sus hijas y madre de dos niños, quien fue encontrada muerta en septiembre de 2011. Entonces, como pasa ahora en los recientes casos de feminicidios y violencia contra las mujeres en Guanajuato, las autoridades, comenzando por el Procurador, minimizaron la investigación. Pero la perseverancia de la madre logró que, a más de dos años del crimen de Fabiola, una jueza sentenciara al asesino a 11 años de prisión, sin que se ordenara el otorgamiento de una compensación económica a los huérfanos. La abuela dice que no encuentra resignación y las lágrimas no cesan, más cuando repara que historias como la de Fabiola se multiplican en esa entidad.

Fabiola (4)

TERCERA Y ÚLTIMA PARTE

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Cristina Tejeda. Foto: Humberto Padgett

Guanajuato, 30 de octubre (SinEmbargo).- Cristina jadea frente a la bolsa de plástico negro. El saco se expande y afloja siguiendo las líneas de un cuerpo o, peor, de pedazos de un cuerpo. La mujer tiene la absoluta certeza de que Fabiola, su hija desaparecida está ahí, con la mirada paralizada por el miedo antes de quedar sin vida.

Cristina Tejeda Rivera intenta recuperar el aire. Ha caminado durante buena parte de la mañana oteando la ribera del Río Santa Ana y alrededores del río donde vieron por última ocasión a Fabiola, la mayor de sus hijas y madre de dos niños.

Fabiola, de 27 años de edad, llegó ahí perseguida por la pobreza y encandilada por una ilusión. Días atrás, un hombre joven y de tono educado en la escritura respondió a una de sus decenas de solicitudes de trabajo.

La oferta parecía inmejorable: su futuro patrón, un empresario que se presentaba de Monterrey quería abrir un hotel en la ciudad y estaba interesado en que Fabiola se hiciera  cargo del negocio. Tendría un carro para trasladarse por la ciudad y alrededores. El contacto ocurrió a través de Facebook. Fabiola había descrito a su empleador a partir de la fotografía colocada en la red social: un hombre de edad mediana, bien parecido, con mirada resuelta, porte elegante y recargado con soltura en un auto lujoso. Había nombre: José Ibarra.

¿Qué más podía pedirle al futuro si la noche anterior había acostado a sus hijos en un colchón forrado de plástico para aislarlos de los orines de quién sabe quién?

Vistió lo mejor que encontró: un vestido de licra blanco y negro, tacones negros, bolso negro y blanco. Siente orgullo por sus uñas postizas azul con negro.

El empleador y la aspirante se citaron en una parada de camiones urbanos, pero al encuentro no llegó el empresario de peinado perfecto, sino un sujeto joven con gorra beisbolera negra que se presentó como familiar de aquél. “Nos alcanzará más al rato, pero mientras vamos a comenzar tú y yo la entrevista”, dijo el muchacho.

La amiga y el primo de Fabiola observan el perfil de José Ibarra.

El plan era que, tras la conversación, asistirían a una “cena de negocios”, como el supuesto patrón se refería a un encuentro posterior en el lujoso restaurante Valadez.

Un primo y una amiga convinieron con Fabiola seguirla de lejos. Cuando se internaron en el Río Santa Ana, le enviaron un mensaje de texto al teléfono celular, aparato inseparable de Fabiola.

–¿Dónde estás?

–Adentro, por el río. Estoy bien, ya déjenme– solicitó ella.

Sus cuidadores no hicieron caso y continuaron por el margen del arroyo.

–Estoy cansada– escribió Fabiola.

Desde entonces estaba desaparecida.

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Cristina intenta una y otra vez hablar con su hija por teléfono. Durante los días martes y miércoles, el sonido al otro lado es el mismo: la respiración escandalosa de alguien que luego cuelga.

“Tu hija está desaparecida” avisa a Cristina un familiar. “No la han visto ni se ha conectado al Facebook desde el lunes”. La mujer busca la agenda y busca primero a la amiga que la había visto perderse en el río.

–Vengo a denunciar la desaparición de mi hija– enuncia Cristina en el Ministerio Público luego de horas de espera.

La mujer detalla las ropas que vestía su hija, la última hora que la vieron, el lugar en que se desvaneció con el hombre de gorra negra.

–Tiene que investigar más, señora– recibe Cristina por respuesta.

Cristina llega el viernes 23 de septiembre de 2011 temprano a la orilla del río Santa Ana. La acompañan dos de sus hermanos, un hombre y una mujer. Camina buscando cualquier cosa, el bolso negro con blanco, alguno de los zapatos negros, un trozo de la tela del vestido con que su hija salió a la cita de trabajo.

“¡Fabiola! ¡Fabiola! ¡Fabiola!”, grita Cristina de vez en cuando. Sus hermanos repiten el nombre. La madre avanza hacia un claro en la hierba y descubre una bolsa para la basura. El plástico negro se estira y alisa conforme lo que parecen piernas y brazos y cabeza acomodados en un extraño orden adentro del saco. Cristina endereza el palo que tomó horas antes para apoyarse en el suelo blando y abrir la maleza. El corazón desboca. Dirige el madero a la orilla de la bolsa. Jadea.

La abre: junto con las moscas huye el olor a muerte.

Cristina entorna los ojos, intenta acomodar las piezas, distinguir las formas. Entonces observa con cuidado la piel: la bolsa contiene los restos de una vaca. La madre mira, a la distancia, unos cuartos en obra negra.

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Cristina acepta ir a dormir algunas horas a su casa, en el Barrio de Mellado. No entra a la casa, sino que se dirige directo a la preciosa iglesia barroca desde la que se domina la ciudad colonial. Es fiesta de la Virgen de Mellado, tenida por milagrosa, y suplica a la figura el hallazgo de su hija.

Los tíos de Fabiola vuelven al Río Santa Ana. El hombre propone hacerlo en una motocicleta para cubrir más terreno.

–¿Sabe si hay una casa abandonada por acá?– pregunta a quien sea el hombre acompañado de su otra hermana, sentada atrás de él.

Regresan al punto de la bolsa negra y la vaca muerta. Miran hacia las cajas de cemento gris. Emprenden el camino. Entran a los cuartos. Nada. El hombre mira hacia el río y camina a la rivera.

Distingue un cuerpo.

Las uñas de Fabiola relucen bajo el sol de la tarde. Bocarriba, la joven mujer tiene los brazos abiertos, como si abrazara el cielo. El vestido de licra blanco y negro está levantado arriba de la cintura; una pierna está extendida y la otra, en ángulo de 45 grados, completa la forma del número 4.

Una plasta de carne molida ocupa el lugar de la cabeza.

El hombre trata de caminar hacia atrás, pero las piernas se le doblan.

–¡Aquí, aquí!– grita a su hermana.

Llegan y apenas ella confirma la validez de la visión, corren hacia la motocicleta. Caen al agua, retoman el camino, quieren gritar, ni pueden respirar.

–¡Allá, allá…! ¡Muerta, la mataron!– balbucea uno de ellos cuando encuentra un trabajador.

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Cristina Tejeda muestra con nostalgia una prenda de su hija Fabiola. Foto: Humberto Padgett

“Hermana, estaba como tú creías. No la vas a poder ver ya, no les vas a poder abrir su ataúd. La van a incinerar”, escucha Cristina. Desde ese momento y hasta el lunes siguiente todo es una plasta en su memoria.

Recuerda que la vio entrar la caja a la iglesia.

“Y yo la abracé, porque me sentía tan bien, tan bien de sentir que abrazaba a mi niña, que estaba ahí conmigo aunque no pudiera verla de tan mal que me la dejaron”.

La Procuraduría de Justicia de Guanajuato sufría la presión de recientes asesinatos en una capital a cuya belleza acompañaba la tranquilidad. Buscaron a la amiga de Fabiola, quien ofreció los detalles de nombre del empresario y el encuentro con la mujer asesinada. Fue tan fácil como entrar a la página de José Ibarra, dar dos o tres clics y encontrarlo en la Comunidad de Perules, municipio de Guanajuato capital.

La policía llevó una orden de presentación. José Santiago Ibarra se presentó en la fiscalía.

“Ese no es”, dijo de inmediato la amiga de Fabiola, cuando entró otro hombre, hermano del presentado, José Isabel Ibarra. “¡Ese es, él se llevó a Fabiola!”.

Declaró la madre del asesino:

“El lunes, mi hijo llegó todo embarrado de lodo”. Y también dijo que, desde la infancia, llevaba a sus hijos de día de campo a las orillas del Río Santa Ana, que tenían manteles en un paraje y que apenas, el mismo sábado que la familia de Fabiola rezaba ante el cadáver, volvieron.

Y también habló José Ibarra:

“Sí, yo me la llevé, pero yo no le hice nada. A mí me contrataron por 20 mil pesos unos vendedores de drogas, les dicen El Nacas y El Diablo. Lo que ellos querían hacer era vender drogas poniéndola a ella como prostituta para que ella los enganchara”.

La policía aceptó la versión y liberó a José Guadalupe. Durante el siguiente año se ocupó de buscar al Nacas y al Diablo y presentaron a todos y cada uno de los hombres con esos apodos en Guanajuato y alrededores.

–¡Qué es él, se los está haciendo tarugos!– reclamaba Cristina a alguno de los tres agentes del Ministerio Público que atendieron su caso.

–Señora, déjenos hacer nuestro trabajo– le decían sin mirarla siquiera a los ojos.

–Pues yo no me voy de aquí hasta que me digan qué están haciendo y cómo le están haciendo– decía Cristina, convertida en abogada penalista y criminóloga sobre la marcha forzada por el desinterés de las autoridades. Intentó hablar con el Procurador Zamarripa, pero el ex funcionario nunca la recibió. Cristina tendía un periódico frente al mostrador de la oficina pública y se acostaba.

–¡Señora, usted no puede quedarse aquí…! ¡Háblenle a la familia y díganle que otra vez está con su crisis nerviosa!– ordenaba el agente en turno.

La perseverancia de Cristina Tejeda funcionó. Presionado, José Guadalupe llevó las fotografías de sus contratantes: a simple vista las había tomado de Internet. Los policías registraron su casa y encontraron un libro sobre trata de mujeres.

Ahí aparecían los apodos del Diablo y El Nacas: eran unos proxenetas.

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En el caso de Fabiola Tejeda, la Procuraduría de Justicia de Guanajuato tuvo la capacidad de integrar la carpeta de investigación y efectuar la posterior consignación en apego al delito de feminicidio, pero no fue así.

“En el ministerio público me dijeron que el feminicidio era aplicable si a mi hija la hubiera asesinado su esposo. Ahora sé que no es así. Mi hija fue violada. Encontraron semen, pero en el Ministerio Público me dijeron que se había descompuesto junto con el cuerpo de mi hija.

“Alguien más aseguró que si había semen era porque mi hija había aceptado tener relaciones sexuales con ese hombre; uno de los médicos forenses salió con que Fabiola tenía desgarros vaginales, pero que eso era consecuencia de que ella quiso tener relaciones bruscas”.

Cristina solloza: “Tantas y tantas mentiras dijeron de mi hija… Los agentes, los periódicos…”.

Pedir que la fiscalía de Guanajuato consignara el caso de Fabiola al juez por feminicidio era demasiado, algo lejano si se atiende a que ni siquiera acusó al asesino de la mujer de homicidio doloso o intencional. Para el abogado de Guanajuato resultaba creíble que José Isabel Ibarra asesinó a Diana Fabiola Tejeda sin la intención de hacerlo.

“Yo no quería matarla… todo fue en el momento”, declaró José Ibarra.

Ningún político quiere que maten mujeres en el lugar que gobierna. Por eso es suficiente indicar en un documento que una mujer asesinada no fue asesinada o que si la mataron fue sin que el asesino así lo quisiera: “no es un feminicidio, no hay feminicidios, no se justifica la alerta de género”.

El Ministerio Público aceptó el argumento de José Isabel como válido y consignó el expediente por el delito de homicidio simple, similar al que se le imputa a quien, por ejemplo, en la distracción o la confusión de un crucero vial atropelle a alguien que pierda la vida.

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Cristina Tejeda muestra una botella vacía de perfume que pertenecía a Fabiola. Foto: Humberto Padgett

A Cristina Tejeda la vida se le hizo un interminable agobio. “Estaba cansada, muy cansada…”, la mujer se reprueba, se culpa.

El Ministerio Público buscó a la madre de la muerta.

–Si nos vamos por el juicio normal, como no hay testigos ni nada más que su confesión, existe la mitad de las posibilidades de que salga libre—advirtió un funcionario en la rutina.

“Y yo no quería que lo soltaran, pero ya no podía más…”, sufre.

La propuesta específica del empleado público era que admitiera un procedimiento abreviado en que el Centro Estatal de justicia Alternativa, órgano del Poder Judicial local, mediaría entre la madre y el asesino de la hija.

Se lee en el convenio:

“SEGUNDA.- Cristina Tejeda Rivera, representante de quien en vida respondió al nombre de Diana Fabiola Tejeda Rivera, manifiesta expresamente que se da por pagada de la reparación del daño por lo que a ella respecta, ocasionado por José Isabel Ibarra Hernández, en su carácter de inculpado.

“TERCERA.- José Isabel Ibarra Hernández, en su carácter de inculpado, manifiesta expresamente que acepta los hechos que se le imputan en la presenta causa penal, así como someterse al procedimiento abreviado”.

El 2 de octubre de 2013,más de dos años después del asesinato, mientras el país se indignaba por el intento de violación y de asesinato a Lucero y de la muerte violenta de Verónica, la jueza sentenció a José Ibarra a pasar los siguientes 11 años de vida en prisión. No está obligado a dar un peso a los hijos de Fabiola.

La abuela trata de mostrarse digna cuando muestra los pantalones raídos de sus nietos.

Pero luego de dos años aún le resulta imposible abandonar el llanto.

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Cristina Tejeda muestra con nostalgia una prenda que pertenecía a su hija Fabiola. Foto: Humberto Padgett

Cristina Tejada lleva hacia arriba sus ojos verde oscuro con café, mismo que el de una piedra a la que por aquí, zona de minas, le llaman ojo de tigre. Son los mismos ojos que los de su hija muerta, Diana Fabiola Tejeda Rivera.

Sobre la marcha del proceso judicial para buscar el encarcelamiento del asesino de su hija, Cristina ha visto cómo la historia de Fabiola se multiplica, como resulta imposible encontrar un caso en que el Ministerio Público de Guanajuato se haya comportado con eficacia y honradez, con respuesta a una hija muerta.

Opina de Lucero, la muchacha golpeada y salvada por sí misma de ser estrangulada por un hombre con el que se negó a relaciones sexuales:

“Liberaron al muchacho; dijeron que ella tuvo lesiones que no ponían en riesgo su vida. Me dio tanto coraje… pensé en tantas cosas. ¿La querían ver muerta como mi hija para hacer algo? En realidad, ni muerta quisieron hacer algo por ellos mismos con mi hija”, y otra vez los ojos de tigre enrojecen y se aguadan.

–¿Hay descanso luego de verlo en la cárcel?

–Yo le dije a él: ¿Sabes lo que hiciste, sabes lo que nos quitaste? ¿Te mereces estar preso sólo once años, asesino de mujeres? Él nomás me veía, su cara sin gestos. Luego leí un estudio que le hicieron de su personalidad. Ahí decía que ese hombre no siente. Que puede hacer lo peor de lo peor y no siente nada. Dice el papel que es un psicópata. Así que no siente remordimiento por haber matado a mi niña. ¿Descansar? Nunca hay descanso.

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