Última crónica penitenciaria

30/10/2013 - 12:01 am

La prisión es un lugar atroz. Cualquiera de éstas. Y allí iba a llevar a tres integrantes de la Capella Guanajuatensis: al flautista Cuauhtémoc Trejo y, a los mexicanos nacidos en Moscú, Mikhail y Djamila, cello y violín, esposo y esposa.

Desde sus inicios como símbolo de la modernidad, junto con el manicomio y el hospital, hasta las reformas provocadas por los grupos de información carcelaria, los presos políticos liberados y la ciudadanía en general, hace cerca de cincuenta años, la prisión no ha dejado de ser un lugar aterrador. No necesariamente porque éstas sean como las que aparecen en las películas, lúgubres y criminales, un foso de perdición o una universidad de la delincuencia. Sino por lo que representan. “Un mal necesario”, me dijo un funcionario de alguno de los reclusorios que visité con el programa Cervatino para todos. Y es que en la cárcel, como bien se dice, no están todos los que son ni son todos los que están. Una frase coloquial que, sí, tiene tintes esencialistas y nos colocan frente a una serie de preguntas fundamentales sobre la naturaleza humana. ¿Es el ser humano bueno por naturaleza?, ¿es malévolo?, ¿se puede “reformar” una persona que ha cometido una falta?, es decir ¿es el crimen un asunto de educación? O, como pensara Lombroso, ¿aquel que ha cometido un crimen es esencialmente malo y no hay nada qué hacer más que excluirlo de la sociedad (o,como en otros países, asesinarlo)? ¿Contra quién comete la “falta” aquel que está recluido?, ¿a quién le está pagando, con su reclusión, aquel que está internado? ¿Qué es eso que llamamos “sociedad”, “nación”, “estado” contra quien atentó aquel que tiene que purgar una condena?

Los tres integrantes de la Capella ya habían estado ahí mismo, hace años, en el CERESO de Guanajuato, tocando con la orquesta de la universidad. Incluso Cuauhtémoc, hace años, visitó varias prisiones dando talleres de flauta. “A mí me impresionó de niño cómo es que salía el sonido de un tubo y me puse a hacer instrumentos en mi casa hasta que mis padres se hartaron de que tocara todo desafinado y me mandaron a clases”, comentó a los internos que ya habían tomado sus lugares en la cancha de básquet, bajo el cielo frío que se antoja inusitadamente cercano, “nunca pensé que fuera a ser músico profesional”. Y los internos escuchaban, del lado izquierdo los hombres, del lado derecho las mujeres que habían ido hasta el ala masculina para escuchar el concierto.

La primera pieza fue Greensleeves, una canción que de seguro la mayoría ya había escuchado en alguna parte: en la televisión, en algún comercial. Y sirvió para que el público se fuera relajando, sintiéndose parte de algo conocido. “También me encontré colegas, compositores e instrumentistas, muy impresionante”, me dijo Cuauhtémoc de sus tiempos dando talleres.

Lo que impresiona es que uno puede ser el otro, yo puedo ser tú. Y no queda del todo claro cuál es la diferencia. Tal vez por eso es que somos curiosos e indagamos (por qué está Fulano aquí, por qué llegó Perengana), no sólo para saber la razón sino para sentirnos exentos: yo jamás asesinaría a alguien, yo jamás haría eso. Sentirnos salvos: yo no tuve una infancia como ellos, una adolescencia como ellos, yo no tengo ni he tenido ni tendré una vida como ellos. Paliativo. Una esperanza chata porque sabemos que sí somos como ellos, somos ellos, somos cualquiera. “Porque cuando salgan de aquí van a ser mi vecino y tu vecino”, me dijo Saúl, director del CEFERESO 12, “y hay que darles las herramientas para que puedan reinsertarse en la sociedad”. Lo que impresiona es que entrando a la prisión uno deja de ser uno: porque caen sobre nosotros los estigmas (el criminal, el reo, el presidiario, el recluso, ¿se ha puesto ha pensar en la cantidad de nombres que tenemos para esto, en la cantidad de términos que intentan ser políticamente correctos e, irremediablemente, siempre fallan?), y atrás de los muros, afuera, queda detenida para siempre nuestra identidad.

Djamila muestra los diferentes matices del violín y, también, de la viola. Toca el inicio del Ave María y se escuchan algunos suspiros en la cancha. Luego, La cucaracha, y vienen las risas que se mezclan con los suspiros que aún quedan y las ráfagas de aire helado.

Lo que también impresiona es que uno entra a la cárcel y tiene la sensación de que ya ha estado ahí antes. No por las películas y la literatura, no. Entonces te fijas: la estructura de la prisión es similar a otras estructuras que conoces. ¿Será?, te preguntas, y cuesta trabajo responderte a ti mismo que sí: que se parece muchísimo a tu secundaria, a tu universidad, al hospital donde nació tu primer hijo, a la fábrica en la que trabajaste, a los campos de exterminio de los nazis. Sí, se parece. Es casi lo mismo. El problema es que los objetivos, te dijeron, eran muy diferentes. ¿Serán? Comienzas a dudarlo.

En los CERESOS estatales hay, por decirlo de algún modo, mayor “libertad” que en los CEFERESOS. El rigor de la disciplina no es tan férreo. En el CERESO, por ejemplo, los internos le dan su “toque personal” al “uniforme”. Igual que en las secundarias. También hay una “tiendita” y uno puede ubicar a las diferentes palomillas, cada una en su lugar, más como en cualquier escuela que como en las películas gringas.

La Capella sigue con algo de Mozart, de François Devienne, y por las canchas hace cada vez más frío y son cada vez más los ojos que están puestos en el trío: del hombre que está en silla de ruedas junto a la barda, los muchachos que están recargados en la reja, con los dedos engarzados a la malla ciclónica. Otro de los internos aprovecha para vender las golosinas que trae en una caja de plástico. La que más sonríe, del trío, es Djamila.

Otras cárceles, como las que contaba Rodrigo, el fotógrafo brasileño que llevé al tutelar, no tienen guardias, los presos son los mismos guardias. Pero no por eso es un lugar paradisíaco. “Había unos que llegaban, estaban un mes, y luego pedían su traslado de regreso a una cárcel normal, preferían estar en el infierno”, me dijo. Y los dentistas de los reclusorios tienen las pruebas contundentes de qué tan atroz puede ser estar preso. También, por supuesto, los sicólogos.

El concierto termina con un trío de Haydn. Seguramente el concierto podría haber durado más, pero el aire helado cala en los dedos de los músicos. Juan Manuel, un interno, se acerca a felicitarlos. Da un discurso completo que improvisa ahí mismo, un discurso que quería ser pregunta sobre las posibilidades de la música para transformar a las personas pero, como bien le respondió Cuauhtémoc, “para ser pregunta era una excelente respuesta”. Juan Manuel está próximo a salir. Y quiere saber también dónde puede encontrar más música como la que acaba de escuchar. Djamila saca un disco de su estuche, se lo regala.

“Yo quiero tocar aquí siempre”, me dice ella cuando ya vamos de salida, rumbo al comedor por un aperitivo.

Independientemente de cómo sea una cárcel, siempre siente uno desasosiego al entrar, siempre son aterradoras, siempre se parece a otras instituciones que ya conocemos y siempre, siempre siempre, hay quien quiere volver: hay quien al terminar su condena pide ahí mismo trabajo (como me contó Rodrigo de más de un caso en Brasil), quien comete una falta justo al salir y, cuando regresa, lo reciben con una fiesta. “Aquí está mi familia”, dicen, “afuera no me queda nada”.

“Es el problema de las penas largas”, dice Jorge, el director del CERESO.

Pero es el problema también de que nuestra sociedad sigue creando, afuera de las cárceles, lugares mucho más atroces que las cárceles mismas, lugares a los que nadie, nunca, quisiera volver.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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