LECTURAS | Un universo atrapado entre la creencia y la ironía: “Mundo animal”, de Carlos Fonseca

30/09/2017 - 12:03 am

En medio de la euforia por la llegada del nuevo milenio, un museólogo caribeño recibe, de parte de una reconocida diseñadora de moda, una invitación a colaborar en una extraña exposición. Los une su gran interés por las formas del mundo animal.

Ciudad de México, 30 de septiembre (SinEmbargo).- Siete años más tarde, frustrada la muestra, recupera –tras la muerte de la diseñadora– el archivo de su colaboración. Comprende entonces, en una larga noche de insomnio y lectura, que tras aquel delirante proyecto se encontraban las claves para descifrar la enigmática historia familiar de la diseñadora: un vertiginoso rompecabezas global que desembocará en el esclarecimiento de un épico peregrinaje político a través de la selva latinoamericana.

Con la figura del Subcomandante Marcos y su insigne pasamontañas como telón de fondo, a medio camino entre las conspiraciones conceptuales de Don DeLillo y las ficciones errantes de W. G. Sebald, esta novela traza, mediante la trama policial que engloba sus partes, un brillante rompecabezas narrativo que termina por confrontar al lector con ese momento decisivo en el que el arte, guiado por su irrefrenable pulsión política, extiende sus límites y se arriesga a convertirse en algo más: en vida, en pasión, en locura.

Nos hallamos ante una obra sobre el arte del anonimato, un relato que nos retrata escondidos tras las máscaras de nuestros miedos. Polifónica, caleidoscópica, Museo animal expone la ficción de un mundo atrapado entre la creencia y la ironía, entre la tragedia y la farsa. Una novela rabiosamente contemporánea, impresionantemente ambiciosa, que confirma a Carlos Fonseca como uno de los escritores más arriesgados de su generación y hace honor a los múltiples elogios que Coronel Lágrimas, su primera novela, recibió por parte de la crítica internacional.

Nos hallamos ante una obra sobre el arte del anonimato, un relato que nos retrata escondidos tras las máscaras de nuestros miedos. Foto: Anagrama

Fragmento de Mundo Animal, de Carlos Fonseca, publicado con autorización de Anagrama

Durante años permanecí fiel a una extraña obsesión. Apenas alguien me hablaba de comienzos a mí me venía a la mente el recuerdo de un viejo pintor que durante mi infancia se dedicaba a pintar decenas de paisajes casi idénticos por televisión. Me llegaba la imagen del viejo barbudo envuelta en una solemne voz que nunca supe si era real o impostada. Segundos más tarde, cursi pero eficaz, llegaba la moraleja: la mejor manera de evitar un comienzo era imitar otro anterior. Yo, sin querer, acabé por tomarme en serio esa sabiduría de postal. Mientras el viejo se ponía a esbozar otro cuadro, repleto de arbolitos y montañas, yo me dedicaba a copiar algún comienzo que le robaba al recuerdo: un drible con el balón, una primera línea que de repente salía a flote, un giro con el cual comenzar una conversación. Nada estaba fuera del alcance de esa repetición inaugural. Así creí yo poder resguardarme durante años de esa horrible ansiedad que nos sobreviene al pensar que estamos haciendo algo nuevo. El viejo se ponía a pintar otro paisaje idéntico y yo seguía con mi vida, repitiéndola hacia delante.

Tal vez ha sido por eso que esta noche, al recibir el paquete ya pasadas las diez, he sentido que no pasaba nada sino que meramente se repetía algo. He escuchado un carro detenerse afuera, he mirado por la ventana y lo he visto todo: el viejo carro color verde oscuro, la forma en la que el chofer ha sacado algo de la parte trasera, las caras confusas de los niños que han detenido sus bicicletas para ver qué pasa. He entendido inmediatamente de qué se trataba, pero aun así me ha tomado unos minutos contestar la puerta, como si realmente no me lo esperase. He decidido en cambio servirme un trago, subir la música un poco y esperar hasta lo último. Solo cuando he sentido que el chofer estaba a punto de irse he decidido dejar el trago sobre la mesa, bajar las escaleras, abrir la puerta y encontrarme con lo que ya me esperaba: esa cara conocida pero ya casi olvidada que se limita a entregarme un paquete ya pasadas las diez de la noche. Lo he tomado en la mano, he esbozado algún gesto de condolencia y me he limitado a cerrar la puerta ante la mirada atenta y un poco juiciosa de los niños y algún padre. Entonces se ha escuchado en medio de la calle el rugir del motor y por mi mente ha pasado la remota imagen del carro trazando ese camino de vuelta a la ciudad que tantas veces tomé en plena noche. Lo he vivido todo como si fuese siete años atrás, no de noche sino de mañana, no un paquete sino una llamada, y entonces he recordado al viejo de los paisajes. Lo raro, me he dicho entonces, es eso: que en el comienzo no haya corte brusco, catástrofe ni colapso, sino una leve sensación de réplica, un paquete que llega justo a las diez, cuando ya nadie lo esperaba pero cuando todavía se está despierto, como si se tratase no de una verdadera urgencia sino de una mera tardanza. Algo que debió llegar a las ocho llega a las diez y de repente las reglas del juego son distintas y las miradas son otras. He tomado, sin embargo, el paquete en la mano, he calibrado su peso y al llegar al cuarto lo he dejado caer sobre la mesa. Y así, en medio del caluroso verano, con la ventana abierta a la calle que ahora sí parece vacía, me he puesto a pensar en esa llamada que entró hace siete años, apenas pasadas las cinco de la mañana, a esa hora cuando nadie espera interrupciones al sueño. Entonces el paquete se me ha vuelto pesado, real, un poco molestoso, y no me ha quedado otra que abrirlo y encontrarme con lo que presentía: esa serie de carpetas color manila que se esconderían detrás del anonimato si no fuese porque en la última se distingue una breve anotación escrita en su inequívoca caligrafía. Confirmada mi sospecha, no he desesperado. Como dice Tancredo, todo perro tendrá su hora.

Tancredo tiene sus teorías. Dice, por ejemplo, que todo fue un complot, bebe cerveza negra y sonríe. Desde hace años se limita a criticar una por una mis decisiones, a deshacerlas a base de humor y cervezas. Tancredo es mi pequeña máquina del desconcierto, mi artefacto de la refutación, por no decir mi amigo. Me dice, por ejemplo, que aceptar la llamada era inaceptable. Inaceptable no porque yo supiera lo que había detrás, sino porque debería haber estado durmiendo. Aparte, dice, ¿quién era yo para creer que sabía algo de ese mundo? Me dice cosas así, luego bebe cerveza, sonríe y esboza otra teoría. Yo creo, me dice, que acá la cosa va por otra parte: un día van a regresar y te vas a dar cuenta de que todo esto era una broma enorme. Una broma menor que fue creciendo y creciendo hasta que después nadie tuvo el coraje de decirte que era una broma y tú te quedaste ahí sin saber si el asunto era tragedia o farsa. Ve que no me interesan sus teorías y cambia la estrategia. Sabe que las anécdotas me gustan más que las teorías y tal vez por eso me pregunta:

“¿Conoces la historia de William Howard?”

Me limito a mover la cabeza en un gesto de negación. Con Tancredo nunca se sabe de dónde saca sus historias pero ahí están, siempre a la disposición de la mano, como si se tratase de una cajetilla lista para ser dividida. Y así me cuenta la historia de este tal William Howard, un gringo que conoció en el Caribe. Me dice que lo conoció en la calle, cuando el tipo se le acercó en trapos, apestoso y borracho, a pedirle dinero. Todos los días, me dice Tancredo, era lo mismo: se le acercaba como si no lo conociese y en un pésimo español le pedía alguna limosna. La cosa, me dice, es que al cabo de dos meses, el personaje empezó a verde oscuro, la forma en la que el chofer ha sacado algo de la parte trasera, las caras confusas de los niños que han detenido sus bicicletas para ver qué pasa. He entendido inmediatamente de qué se trataba, pero aun así me ha tomado unos minutos contestar la puerta, como si realmente no me lo esperase. He decidido en cambio servirme un trago, subir la música un poco y esperar hasta lo último. Solo cuando he sentido que el chofer estaba a punto de irse he decidido dejar el trago sobre la mesa, bajar las escaleras, abrir la puerta y encontrarme con lo que ya me esperaba: esa cara conocida pero ya casi olvidada que se limita a entregarme un paquete ya pasadas las diez de la noche. Lo he tomado en la mano, he esbozado algún gesto de condolencia y me he limitado a cerrar la puerta ante la mirada atenta y un poco juiciosa de los niños y algún padre. Entonces se ha escuchado en medio de la calle el rugir del motor y por mi mente ha pasado la remota imagen del carro trazando ese camino de vuelta a la ciudad que tantas veces tomé en plena noche. Lo he vivido todo como si fuese siete años atrás, no de noche sino de mañana, no un paquete sino una llamada, y entonces he recordado al viejo de los paisajes. Lo raro, me he dicho entonces, es eso: que en el comienzo no haya corte brusco, catástrofe ni colapso, sino una leve sensación de réplica, un paquete que llega justo a las diez, cuando ya nadie lo esperaba pero cuando todavía se está despierto, como si se tratase no de una verdadera urgencia sino de una mera tardanza. Algo que debió llegar a las ocho llega a las diez y de repente las reglas del juego son distintas y las miradas son otras. He tomado, sin embargo, el paquete en la mano, he calibrado su peso y al llegar al cuarto lo he dejado caer sobre la mesa. Y así, en medio del caluroso verano, con la ventana abierta a la calle que ahora sí parece vacía, me he puesto a pensar en esa llamada que entró hace siete años, apenas pasadas las cinco de la mañana, a esa hora cuando nadie espera interrupciones al sueño. Entonces el paquete se me ha vuelto pesado, real, un poco molestoso, y no me ha quedado otra que abrirlo y encontrarme con lo que pre sentía: esa serie de carpetas color manila que se esconderían detrás del anonimato si no fuese porque en la última se distingue una breve anotación escrita en su inequívoca caligrafía. Confirmada mi sospecha, no he desesperado. Como dice Tancredo, todo perro tendrá su hora.

Por eso cuando descubrí hace una semana el obituario en el periódico recordé las palabras de Tancredo y la historia de William Howard. Coleccionista de islas: no sé por qué me saltó la frase del gringo sobre las islas y súbitamente creció en mí la convicción de que era necesario recopilar todos los obituarios, los impresos y los digitales, absolutamente todos, como si de islas se tratase. Los fui recopilando, uno por uno, en una especie de coleccionismo adictivo hasta que hoy, pasadas las diez, escuché la llegada del carro y supe de qué se trataba. Desde entonces, por una buena hora, me he quedado pensando en esa primera llamada tempranera hasta que una breve intuición ha revoloteado sobre mi estupor y me ha forzado a confrontar el peso de la evidencia: las carpetas que se amontonan como islas me fuerzan a pensar que durante todo este tiempo ella guardó un propósito secreto para esos apuntes. ¿Tragedia o farsa? Por el momento me niego a abrir ese archivo que Tancredo jura documenta la estrategia de una gran carcajada.

Son tres carpetas color manila. Cada una de ellas ha sido envuelta por un pequeño cordón rojo que termina formando un lazo, casi como si de un regalo se tratase. Junto a las carpetas uno de los obituarios anuncia la muerte con ese estilo breve pero punzante que se les da tan bien: Giovanna Luxembourg, Designer, Dead at 40. Más abajo se vislumbra una foto de ella vestida de negro, con un pequeño sombrero y la mirada clavada en otra parte. El obituario habla un poco de su obra, menciona algunas exposiciones particulares, habla de un eterno legado y de poco más. Luego se limita a lamentar la muerte a tan temprana edad. Cierta forma de exhibir el secreto, me digo, o tal vez de arroparla en enigma. Tonterías de la prensa. Las carpetas, sin embargo, son más reales: yacen ahí, cerradas. Aun así, sin abrirlas, se puede percibir el gran volumen de papeles que contienen. Extraña el que no estén numeradas, razón por la cual uno llegaría a pensar que se trata de una recopilación reciente y sin método. Algo en la extraña puntualidad con la que han llegado hoy en carro sugiere lo contrario. Aparte de eso, el único distintivo que se nota a primera vista es la pequeña anotación que sirve como falso tí- tulo: Apuntes (1999). Y es ahí donde me detengo. Logro reconocer su caligrafía, la forma en que las letras se alternan y se consumen hasta volverse flacas e indistinguibles. Apenas entonces, al mover la carpeta titular sobre las demás, sale a relucir una figura que parece haber sido esbozada en los márgenes de una carpeta en un momento de distracción:

Parece un dominó. No cabe duda, parece un cinco de dominó, pero no lo es. Ahora que lo noto pienso que ese garabato está ahí para recordarme cómo comenzó todo. Me detengo nuevamente sobre el obituario: Giovanna Luxembourg, Designer, Dead at 40. Si hubiese estado Tancredo aquí no se le habría pasado una. Me habría dicho: fíjate que tu estimada diseñadora tenía justo treinta y tres años, la edad del Cristo, cuando te mandó a llamar. Se habría detenido un breve instante a acariciar esa barba suya que en algo lo asemeja a un dragón o a un don Quijote con mucho de Sancho, y habría profundizado sobre su disparate. Apóstol sin causa clara, me habría dicho, como esos que encontró Napoleón a su salida de Waterloo. Se le pegaban y lo adoraban, analfabetos a los que ningún lado quería, ignorantes que no sabían que se pegaban a un derrotado Moisés. Habría dicho eso y se habría reído, me habría contado más historias de islas y todo se habría aliviado. Pero Tancredo no está aquí, el reloj marca las once y ese símbolo que ahora vuelve a surgir es claramente reconocible: se trata del quincunce que tanto me fascinó en algún momento. El obituario me ha recordado que justo en unos meses yo también cumpliré cuarenta.

En mis años universitarios, cuando todavía el plan era ser matemático, un amigo barbudo con aura de falso filósofo me mencionó de pasada la existencia de un texto que intentaba demostrar que detrás de toda la variedad natural, detrás de las diferencias, se hallaba un singular patrón. Una especie de estampa primaria. Durante años olvidé su comentario, hasta que dos inviernos más tarde otro amigo completamente distinto, un tipo terriblemente higiénico que no viajaba sin llevar un jabón en el bolsillo, me comentó que un tal Thomas Browne, un tipo melancólico que nació y murió en el barroco siglo xvii, había postulado en una obra póstuma que la naturaleza y la cultura se encontraban en la repetición de una forma de cinco puntos llamada quincunce. Recordé entonces la barba de mi primer amigo, sus aires de falso profeta, y me dirigí a la biblioteca. Tardé un poco en hallar el libro que buscaba. Alguien lo había puesto fuera de lugar y el libro había terminado por alguna razón en la zona de dibujos animados –según me contó la bibliotecaria–, allá entre Mickey Mouse y Tom y Jerry, perdido entre los primeros garabatos de Walter Disney. Así que me dirigí a la sección de dibujos animados y allí, entre esos dibujitos que tanto han dado que hablar, encontré una vieja edición del libro. La obra en cuestión era The Garden of Cyrus, publicada originalmente en 1658, veinticuatro años antes de la muerte del autor. Mi amigo se había equivocado: aunque se trataba de la última obra publicada en vida por el autor, no se trataba de una obra póstuma. Sin embargo, los dos habían acertado en el tema: la prevalencia del patrón quincunce en la naturaleza como demostración de un diseño divino. En la portada encontré el retrato de un hombre pequeño, de ojos profundamente grandes, rojizos y tristes, de barba afilada y de pelo largo. Recuerdo haber pensado que Thomas Browne en algo parecía ser una mezcla de mis dos amigos pintada desde el recuerdo. No me detuve sin embargo en la impresión. Hojeé rápidamente esa vieja edición hasta que al cabo de un minuto encontré la forma. Se trataba de una especie de estrella de mar, una mariposa geométrica que no tardó en ganar mi interés. Tomé el libro, se lo di a la bibliotecaria y me lo llevé al dormitorio de estudiantes. Recuerdo que, al llegar, mi amigo negó cualquier semejanza con el melancólico inglés.

Quince años más tarde, luego de largas lecturas y de un cambio de carrera inesperado, mi obsesión terminaría por producir una serie de artículos de los cuales me sentía más satisfecho que orgulloso. Entre todos, el menos conocido y difundido era una historia de las variaciones del patrón en las mariposas tropicales, una breve nota titulada “Variaciones del patrón quincunce y sus usos para la lepidopterología tropical” de la cual la revista inglesa The Lepidopterologist había publicado un breve fragmento en traducción bajo el más exótico título “The Quincunx and Its Tropical Repercussions”. Recuerdo que el artículo comenzaba, puramente por capricho, con una bella cita del propio Browne: “Los jardines fueron antes que los jardineros y solo unas horas posteriores a la tierra.” Aún hoy, cuando leo el artículo, me extraña ver esa cita allí, como una traducción innecesaria perdida dentro de la otra, la necesaria y relevante. Por alguna razón que aún no he descifrado fue ese pequeño artículo el que había logrado captar la atención de una modista cuyo nombre conocía de pasada pero de cuyo proyecto sabía poco. Aun sin abrirlas lo sé: las seis carpetas que ahora tengo frente a mí son una especie de testimonio de esa colaboración que comenzó con una simple llamada.

Carlos Fonseca. Foto: Anagrama

Carlos Fonseca (San José, Costa Rica, 1987) es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Princeton. Ha colaborado en revistas literarias como Literary HubThe GuardianLetrasLibresBOMB Magazine Otra Parte y ha sido seleccionado por el Hay Festival como parte del grupo Bogotá 39-2017 (que reúne a los 39 autores latinoamericanos menores de 40 más destacados del momento), y por la organización de la Feria del Libro de Guadalajara como una de las veinte Nuevas Voces de la narrativa latinoamericana, dentro del proyecto Ochenteros. Anagrama publicó su primera novela, Coronel Lágrimas, que fue muy bien recibida por la crítica y se tradujo al inglés.

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