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Jorge Alberto Gudiño Hernández

30/08/2014 - 12:02 am

Ay, los vecinos

Mi infancia la pasé en un fraccionamiento de pequeñas casas al que sólo se podía tener acceso a través de controles de seguridad. Más tarde, he vivido en un par de departamentos. Sólo eso. Parece poco y lo es. Conozco personas que se mudan cada año, algunas incluso por el simple placer de hacerlo, de […]

Mi infancia la pasé en un fraccionamiento de pequeñas casas al que sólo se podía tener acceso a través de controles de seguridad. Más tarde, he vivido en un par de departamentos. Sólo eso. Parece poco y lo es. Conozco personas que se mudan cada año, algunas incluso por el simple placer de hacerlo, de habitar otros espacios, de ver cómo transcurre la vida desde otras perspectivas. Yo no. Apenas y me he movido. Para más datos: siempre he vivido en viviendas que entran en lo que llaman Régimen de condominio.

         Esto supone algunas ventajas. Algunas de ellas se han vuelto más evidentes con el transcurso de los años como el asunto de la seguridad, por mencionar el más claro. No es lo mismo vivir en una casa sola y levantarse angustiado en la madrugada sólo para constatar que, en efecto, uno sí había cerrado todas las puertas y las ventanas, que acordar con los vecinos el pago a un guardia de seguridad y descansar un poco más tranquilo. Algo similar pasa con la limpieza o con el mantenimiento de los elevadores, para mencionar unos cuantos ejemplos. Así, este régimen suma a los vecinos en una causa común, la del bienestar compartido. Aunque, pensándolo bien, es un sistema que no suele funcionar como se supone.

         Ya lo dije, soy más bien sedentario. Eso no me impide, sin embargo, haber entrado a muchos condominios. Además, me da por leer cuanta cosa se me pone enfrente. Así es como me he enterado de que en todos lados hay vecinos deudores, morosos que les llaman. En algunos casos, el monto de sus deudas sobrepasa la imaginación: me he topado con adeudos que superan el costo del inmueble que se habita. Algo a lo que sólo se podría llegar tras varias décadas de incumplimiento más sus intereses.

         ¿Por qué alguien decide no pagar la cuota de mantenimiento durante tantos años? La respuesta debe ser la misma si le quitamos la temporalidad: porque es fácil, porque se puede, porque nadie hace nada al respecto. Y así es. Salvo que el fraccionamiento en cuestión o el conjunto de edificios sea verdaderamente grande, cuente con una administración propia y sea solvente, es muy difícil proceder en contra de los morosos: cuesta caro, lleva tiempo, requiere una gran cantidad de trámites y los servicios de abogados. Si el edificio con apenas una veintena de departamentos está buscando una estrategia para resanar las paredes desconchadas, no se puede dar el lujo de proceder contra el moroso.

         ¿Y el moroso? Debe ser un cínico o un genio. Es alguien capaz de soportar la mirada reprobatoria de sus iguales durante periodos que abarcan una vida entera. No sólo él sino sus hijos cargan con el karma de ser quienes no pagan la mensualidad, de ser los culpables de que no se cambien los focos del pasillo, de ser quienes han impedido que se arregle una tubería que gotea agua fétida. Y lo soportan. Tal vez algunos (concedamos la excepción) atraviesen problemas financieros. Pero de ésos tenemos todos y no andamos incumpliendo pagos. La lógica dice que uno vive donde puede y, si no puede porque no le alcanza, quizá sea momento de replantearse el asunto.

         La genialidad del moroso puede provenir de otra parte. He escuchado argumentos disparatados en torno a las razones por las que alguien no cumple sus obligaciones como condómino. La última vez, en una asamblea vecinal (ay, las asambleas), una vecina quiso dar una explicación al grito de “¡Yo tengo una razón válida para no pagar!” El cansancio me hizo responderle, antes de escuchar su razón: “Será mejor que no lo sea tanto porque, de serlo, todos podríamos recurrir a ella”. La vecina se enojó conmigo.

         Se supone que nos agrupamos buscando el bien común: mejorar la seguridad, abatir costos, hacer más agradable el lugar en donde vivimos. Es cierto, a la hora de decidir cosas triviales solemos tener problemas (¿quién vota por poner gladiolas en las macetas, quién por las violetas?) pero se puede vivir con ellos. A fin de cuentas, en esas asambleas de vecinos donde se deciden algunas cosas, la democracia suele ser imperante. Así, uno tendrá que aguantarse las ganas ver todos los días determinada flor por su ventana.

         El problema, pues, no es la democracia. El problema estriba en que, tras el ejercicio democrático, vienen los incumplimientos. Ya sea que éstos se justifiquen por una crisis laboral, emocional, familiar o de cualquier tipo, o que se produzcan por cinismo, ideología, desacuerdo o desacato, el asunto es que resultan perniciosos. Claro, quien falla pensará que está haciendo las cosas bien, que se sale con la suya. Tal vez así sea cada tanto, tal vez logre pasarse toda su vida sin pagar y no le interesen los problemas que puedan tener sus herederos cuando quieran vender sus propiedades (o no tienen herederos y les da igual lo que venga después). Sin embargo, ese impago también significa un perjuicio al bien común. Un bien que, en teoría, beneficiaría de igual forma a quien paga que a quien no lo hace.

         No lo sé. Tal vez sea momento de pensar que salirnos con la nuestra no significa perjudicar al otro sino al contrario. Y si eso pasa con los vecinos, resulta sencillo entender por qué nos va tan mal como país.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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