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Darío Ramírez

30/07/2015 - 12:00 am

Sobre violencia, trompadas e incongruencias

Es preocupante que un hecho tan insignificante para la vida nacional como lo fue la agresión del director técnico de la selección mexicana de futbol, Miguel Herrera, al comentarista deportivo Christian Martinolli haya sido noticia nacional y haya abarcado tanto espacio y tan destacado en medios nacionales. No me propongo argumentar que no sea un […]

Imagen: Tomada de Internet
Imagen: Tomada de Internet

Es preocupante que un hecho tan insignificante para la vida nacional como lo fue la agresión del director técnico de la selección mexicana de futbol, Miguel Herrera, al comentarista deportivo Christian Martinolli haya sido noticia nacional y haya abarcado tanto espacio y tan destacado en medios nacionales.

No me propongo argumentar que no sea un hecho noticioso, sino revisar cómo noticias muy relevantes hayan sido notas pasajeras en nuestra prensa, como es el caso de una reciente: “Durante los primeros años del gobierno de Enrique Peña Nieto, entre 2012 y 2014, la población en pobreza creció en dos millones de personas, al pasar de 53.3 (45.5 por ciento) a 55.3 millones (46.2 por ciento), es decir, uno de cada dos mexicanos viven en esa condición, informó el Consejo Nacional de Evaluación de la política de Desarrollo Social (Coneval)”.

Parecería incongruente dedicarle una línea al suceso de Herrera-Martinolli, y tal vez lo sea. Pero al mismo tiempo puede ayudarnos a ver otros problemas más estructurales que la ira de nuestro exseleccionador nacional.

Observar a comentaristas, columnistas y periodistas hablar de los actos inmaduros del Miguel Herrara, y magnificarlos, es sintomático de algo de mayor envergadura. Muchos de los que cubrían la información de Herrera y hacían hincapié en la agresión a uno de los suyos, jamás —o muy pocas veces— se les ha visto defender, informar e indignarse por la violencia constante que sufren muchos otros miembros de la prensa a manos de políticos, funcionarios de gobierno y miembros de partidos políticos y del crimen organizado. Parecería para estos periodistas que hay una violencia inaceptable y otra aceptable, ¿o cómo se explica el silencio en alrededor de los 87 periodistas asesinados en México, los 17 desaparecidos y las decenas de agresiones graves que han sufrido colegas en todo el país? ¿Esos datos a caso no indignan lo suficiente para ríos de tinta y decenas de horas de televisión?

La extrapolación es válida porque la intolerancia de Herrera hacia la crítica de un periodista es un común denominador en el 80% de los hechos de violencia contra la prensa que se tienen registrados. La intolerancia a la crítica del secretario de gobierno, del presidente municipal o del jefe de un partido político no dista mucho de lo que hizo Herrera. La violencia del exseleccionador contra un crítico a su trabajo está mal y debe criticarse. Pero esa misma vehemencia en la crítica y en la defensa de Martinolli debería aplicarse a los cientos de casos de periodistas víctimas de la intolerancia a la crítica y al escrutinio público. La diferencia son los actores y su influencia mediática. Mientras Moisés Sánchez era un periodista local presuntamente asesinado por órdenes del Alcalde, Martinolli, periodista de TV Azteca era agredido por el entrenador nacional. El impacto mediático inversamente proporcional a la relevancia del hecho.

El hecho de que la agresión a Martinolli se haya vuelto noticia nacional y que al mismo tiempo se deje pasar rápidamente noticias lacerantes como Tlatlaya y las órdenes de ejecutar dentro del ejército, Ostula, Apatzingán o la violencia generalizada ejemplifica que hay una jerarquización de la información en la mayoría de los medios de comunicación que no se basa en el básico principio periodístico del interés público de la información. El tema es analizar cuál es el punto de partida para hacer el trabajo que hacen. Muchos analistas sugieren —y se hizo en este mismo espacio unas semanas atrás— que este punto de partida es el contubernio basado en dinero entre el poder político y los dueños de medios. Pero ¿en serio es así de burdo?, ¿en serio muchos de los medios no tienen interés en no desaparecer de la escena informativa la matanza de los federales en Apatzingán o cuestionar severamente a Rosario Robles por el crecimiento de la pobreza? Me niego a pensar que miles de periodistas en muchos medios no quieran hacer el trabajo que la función social le otorga al periodismo en democracia.

Todo gobierno busca el control de la información, en mayor o menor medida. En México, buscar el control de la cobertura y la información desde Los Pinos es una práctica común y añeja en nuestro periodismo. Siguen ocurriendo las llamadas de Eduardo Sánchez, coordinador de comunicación social de Enrique Peña, para “regañar, corregir, sugerir” algo sobre el ángulo de la información.

Resultan insuficientes estas pocas líneas para hablar de cómo se tiene que refundar la práctica periodística en México, pasando por la revaloración de la crítica y ética del periodismo. Conocer porqué tenemos el periodismo que tenemos y cómo sería el periodismo que queremos o necesitamos. Se necesita, primero, aceptar que algo debemos cambiar; que algo está enfermo y que algo está lastimando gravemente el derecho a la información de la sociedad, el cual, vale la pena subrayar, no le pertenece a los medios de comunicación. La sociedad necesita aprender y entender porqué necesita otro tipo de periodismo. El devastador desprecio social por el periodismo está bien ganado. Ver al periodismo regocijándose con el poder marca una zanja demasiado profunda entre la sociedad y los periodistas y rompe el vínculo de credibilidad y confianza.

La animadversión a la crítica parece estar en el ADN nacional. Parece común la siniestra falta de respeto intelectual por quien no comparte la misma opinión. Por el adversario que osa opinar o criticar. Siempre pensé que el antídoto contra la barbarie o estupidez era la educación y diálogo. Pero no,  si no gusta, lo golpeo, lo hostigo, lo amenazo con la certeza de que nada pasará como consecuencia de los actos ilegales cometidos. Por eso el affaire Herrera-Martinolli cobra sentido, porque es la práctica común en este país. Un gobierno que refleja en cada acto informativo su desdén hacia el derecho a la información de la sociedad, suponiendo que pueda controlarlo, desmenuzarlo y repartirlo a la velocidad que guste. Y, para ello, es clave el brazo ejecutor desde algunos medios relevantes, que por decisión editorial jerarquizan la información de tal manera que la trompada de Herrera es más importante que la declaratoria de feminicidios en el Estado de México. Eso es mal periodismo. Sin más.

Y no, no lo es ni puede haber argumento periodístico válido para suponer que sí. Entonces, las decisiones que se están tomando en algunas redacciones parten, como dicho anteriormente, de otros intereses, no del periodístico. Pero tal vez debamos de dejar llamarle periodismo.

Darío Ramírez
Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana y Maestría en Derecho Internacional Público Internacional por la Universidad de Ámsterdam; es autor de numerosos artículos en materia de libertad de expresión, acceso a la información, medios de comunicación y derechos humanos. Ha publicado en El Universal, Emeequis y Gatopardo, entre otros lugares. Es profesor de periodismo. Trabajó en la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), en El Salvador, Honduras, Cuba, Belice, República Democrática del Congo y Angola dónde realizó trabajo humanitario, y fue el director de la organización Artículo 19.

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