Pasear con carreola por Puebla

30/07/2014 - 12:00 am

 Cada que veía la imagen de un padre o una madre paseando con su nene dormidito en la carreola, pensaba que hacer eso sería una experiencia increíble: un remanso de tranquilidad, una pausa en el día para agradecer lo bueno que nos ha pasado y reflexionar sobre cómo solucionar los diversos problemas que se nos presentan. Eso: la dicha. La canción de Mocedades: la paz de un niño durmiendo. Y sí, tenía razón en pensar que era una experiencia increíble, sólo que en el otro sentido, en el opuesto, porque en Puebla por lo menos es un deporte de alto impacto, una aventura extrema.

Empecemos por el principio. Uno se alista, saca esa carreola maravillosa que tiene más diseño ingenieril que cualquier edificio público. Es decir, no una carreola de bastón sino una de ésas que parecen vehículos todo terreno y que, cuando la compraste o te la regalaron tus suegros (como en mi caso), tu primer pregunta fue “¿dónde carajos la voy a poner en la casa?” (misma que no hice porque a veces sí entiendo que calladito me veo más bonito). Saca uno la carreola, toma el trapito que le gusta mascar a la nena, un muñeco de estambre por si quiere jugar, un pañal de repuesto, las toallitas húmedas, la mamila con agua por si le da sed y la mamila con leche por si le da hambre, momento, mejor también una galleta de arroz sin azúcar por si le da hambre de a de veras. Persigue uno a la nena por la casa durante quince minutos porque la nena ya camina y sí, tiene muchas ganas de salir a pasear pero resulta que se acaba de encontrar un cartón de huevos vacío y divertidísimo, de esos que por media hora parecieran el mejor juguete de su vida. Así que uno por fin alcanza a la nena y la coloca en la carreola con cartón de huevos y todo (¡faltaba más!). Abrocha el cinturoncito de seguridad porque sí, por andar de confiado ya van un par de veces en que la pulga estuvo a punto de aventarse cual si estuviera en el bungee, sólo que sin resorte y usted comprendió el verdadero significado de aquella frase de las abuelitas que traían el Jesús en la boca. Coloca a la nena y avanza sorteando el reguero de juguetitos hasta la puerta, pasa la cochera (vivo en planta baja, pero si usted vive en el cuarto piso de algún edificio Infonavit, como era mi caso antes, seguro su experiencia es aún más increíble) y, por fin, sale a la calle.

Entonces viene lo mero bueno.

En la ciudad de Puebla de los Ángeles, tan linda ella, tan trazada por los mismísimos entes celestiales durante su fundación, al parecer todos estos ángelitos se fueron de divina pachanga hace ya muchos años pues las aceras, que en el centro histórico son planas, en el resto de la ciudad podrían ser una fuente de inspiración para esos programas japoneses de carreras de obstáculos. Cuál guerrero ninja ni qué ocho cuartos, intente mover una carreola entre postes, tirantes de tensión, cajas de teléfonos, árboles, hoyos (sí, en las aceras poblanas, aunque usted no me lo crea, hay hoyos), escalones, botes y bolsas de basura, perros callejeros, setos sin cortar que alcanzan hasta dos metros de ancho, trebejos olvidados, zanjas, escombros de una construcción que terminarán cuando haya paz en Palestina y, por supuesto, una infinidad de rampas de diversos tamaños para la entrada de los autos a las cocheras.

Esto último, claro, podría entenderse, incluso justificarse si no fuera porque los poblanos tienen una bonita costumbre: la de no usar nunca nunca nunca la cochera para guardar su auto. Cuando yo era niño y paseaba con mi abuelo de la mano por Guadalajara, él se quejaba de que los vecinos obstruyeran el paso peatonal con las rejas de sus cocheras abiertas. Pero eso no sucede en Puebla. Puebla es una ciudad de puertas, rejas y ventanas cerradas, todo el tiempo. Lo que sí sucede es que los autos siempre están estacionados en la calle y nunca en la cochera. De modo que si uno se topa con algún obstáculo que la carreola no puede sortear (sí, pronto uno descubre que ese impresionante desarrollo ingenieril era más fachada que realidad), por ejemplo, unos escalones propios de escandinavos a mitad de la acera, uno tiene que bajar al arrollo vehicular. Y no puede hacerlo ahí luego luego porque están las sempiternas filas de carros estacionados.

Entonces hay que ir a media calle. Esto, claro, podría no ser problema en alguna otra ciudad. Sin embargo, resulta que los poblanos también tienen otra bellísima costumbre: la de conducir sus coches hechos la chingada, como si tuvieran algo importantísimo que hacer, rápido rápido porque el tiempo es oro, o sabiduría, o vaya usted a saber porque en Puebla no importa que usted esté en una gran avenida de varios carriles o en la callecita de dos cuadras de largo dentro de un barrio, siempre se encontrará a un pelado o pelada a cien kilómetros por hora. Y bueno, mientras esperamos a que esa horda de poblanos se convierta en los hombres más ricos del mundo o gane de un jalón 50 premios Nóbel por sus grandes contribuciones a la humanidad (y entonces digamos, oh, cierto, por eso llevaban tanta prisa), no queda más queda más que bajar con cuidado la banqueta (a estas alturas del paseo, tal vez, la nena ya decidió echar una siestecita y no hay que despertarla). Bajar ahí justo donde nos topamos con el obstáculo o retroceder un poco, digamos, unos quince o treinta metros hasta donde haya un espacio entre los autos estacionados por donde sí pueda pasar la carreola.

Una vez que uno baja a la calle, como decíamos, hay que estar trucha de que no nos arrolle algún buen automovilista en camino a la fama y la gloria. Oteamos de un lado al otro, relojeamos, wachamos, miramos y observamos una y otra vez para estar bien seguros y, cuando nos decidimos a avanzar, eureka, la calle no nos recibe con una alcantarilla que más bien parece una trinchera olvidada de la batalla del 5 de Mayo sino con alguno de sus numerosos baches tamaño caguama o tortuga laúd. Pero no se deje usted engañar, no se vaya con la finta de esa crítica política facilona pues no es que en Puebla el gobierno descuide sus calles, lo que sucede es que Puebla es la sede del volcán Cuexcomate, el volcán inactivo más pequeño del mundo, y nuestros gobiernos gustan de hacerle homenaje en cada una de sus cuadras. Para que no se les olvide, ¡tunda de ignorantes!

Así, uno cae, literalmente, en el bache. La llantita de la carreola se atasca (es un volcán inactivo y en el fondo sólo hay agua, por supuesto). Intentamos avanzar con muchísimo cuidado para que la nena no despierte soltando de alaridos. No se puede. Intentamos una vez más y vemos que en la esquina da vuelta un conductor apresuradísimo (tiene que llegar a terminar su discurso del Premio Nóbel de la Paz, ya sabemos), pero la llantita no sale ni para atrás ni para adelante y no queremos joderle su sacrosanta vialidad al automovilista. Así que tiramos con más fuerza, haciendo changuitos para que la nena no despierte. ¡Y lo logramos! Sacamos la carreola a tiempo para que pase el conductor y la nena sigue abrazada a su trapito y su muñeco de estambre.

Pero nuestra frecuencia cardíaca ha aumentado y decidimos que ya estuvo bueno de emociones: eso de ser padre a los 39 años de una nena que ya camina es buenísimo para contener la bomba poblacional y también para quebrarnos la espalda. Así que regresamos a casa después de nuestro emocionante viaje de dos cuadras.

Pasamos la cochera, abrimos la puerta y entramos. Y sí, justo en el momento en que detenemos la carreola de altísima ingeniería, la nena despierta, sonriente, y nos estira los bracitos con toda la pila recargada para volver a jugar.

La cargas, miras su trapito y tienes una epifanía: la próxima vez que salgan a pasear lo harán con un rebozo.

Post scriptum.- No vaya usted, querido lector, a dejar de visitar Puebla por este texto. El centro histórico me parece uno de los más bellos del país. Aunque, eso sí, si trae un nene de brazos, mejor use el rebozo que la carreola pues no sólo tienen una menor huella ecológica sino que en el centro, aunque las aceras sí son planas, a la alcaldía pasada le dio por poner unos postecitos de metal que son buenísimos para astillarse la rodilla, impedir el paso de las carreolas y, claro, para que alguien ganara un buen varo. Por supuesto, si usted usa silla de ruedas, no tengo que contarle para qué sirven en realidad esas cacareadísimas acciones en pro de los discapacitados.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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