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Tomás Calvillo Unna

30/05/2018 - 12:00 am

Carmen Villoro: La devoción de la poesía

Desde el origen del idioma español, de su poesía, el tema de la muerte está presente.

“Devoción”. Tomás Calvillo.

 I

para Armida, Rosa Martha, Paulina, Patricia

Desde el origen del idioma español, de su poesía, el tema de la muerte está presente.

“Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando”

 

Así escribió a su padre fallecido Jorge Manrique en el siglo XV; versos que memorizamos en la secundaria, en las ciudades de América Latina, entre ellas, la de México.

Esa finitud de la existencia, está en la raíz de las metáforas de nuestras vidas. El tema nos acompaña, a pesar de los esfuerzos de la actual cultura tecnológica por evadirlo, está enclavado en el silencio que nos rodea; ese silencio, valga la expresión, que no se acalla con nuestro ruido; con el ruido del mundo.

“…el silencio tiene más fuerza que los huesos y los músculos”

La poetisa Carmen Villoro se ha sumado a esa tradición antiquísima al escribir un esplendido libro de poesía, “Liquidámbar” dedicado a la muerte de su padre el filósofo Luis Villoro.

Carmen no lucha con la muerte, no la repele, no la discute, no se queja. La vive con la destreza de una inteligencia sensible, lucida, despierta, una inteligencia que deja ser.

“Este es un liquidámbar, dijo, un árbol joven y fuerte que vivirá 100 años y muchos más. Quisimos que estuviera aquí, en medio de donde vivimos cada día, muy cerca del auditorio donde nos reunimos y de los lugares de nuestra vida cotidiana. El liquidámbar lo protegerá ahora y por mucho tiempo, y cuando de nosotros ninguno ya esté aquí, el liquidámbar seguirá estando junto a don Luis”

Así recordaba Adolfo Gilly las palabras del comandante David aquel domingo 3 de mayo de 2015, cuando describió el homenaje que el EZLN realizó: “varios miles en la gran explanada donde se alternaban el sol, la bruma y las nieblas pasajeras…” veneraron su memoria cumpliendo su voluntad. “Su esposa Fernanda Navarro y su hijo Juan Villoro depositaron sus cenizas al pie de un árbol esbelto”[1]

Un año más tarde Carmen nos cuenta:

“NO HABÍA VISTO de frente

los ojos de estos hombres y mujeres

de estos niños y ancianos.

No había visto sus ojos.

No había visto sus manos.

No había visto soldados de un ejército

armados con dos palos de madera

un mar de niños grandes

y de ancianos pequeños aún más grandes

formados ante mí que no soy nadie

dándome la bienvenida, haciendo valla

para que pase hasta su casa.

Yo que vengo del desconocimiento

yo que vengo de la indiferencia

miro a los sinrostro, cientos de ellos

desplegados ante mí

como un oleaje”

 

Sus poemas reunidos tienen el ritmo de un caminar, de su ascenso al corazón de la montaña, a la comunidad que es familia, al árbol que es el padre. Allí el poema se convierte en un altar (altus, elevación, ofrenda, sacrificio) el poema es el altar de la palabra. La palabra es la resonancia; la vida manifiesta en entrega: el fin cierto.

Ella escucha ese crujir de ramas y corteza y lo que escucha es el desprendimiento del alma de su padre. Su decir es, en cierta manera, su testimonio:

 

“VI TU TRONCO RESECO desplomarse

tu corteza rugosa abrirse en grietas

para exhumar el líquido caliente

de tu vida interior.”

En su mente se desprende esa metáfora de la vida, palpita. Es un desliz de acierto que unos nombran “eternidad”.

 

“CONVIERTE, Liquidámbar

la sangre de mi padre en miel.

Toma su polvo herido

llévalo por las rutas

de tu savia benigna hasta la luz.”

 

Palabras ofrenda, palabras velas, sus versos son un rezo, de una única religión: la vida.

Seis son las partes que conforman su texto: Liquidámbar, Manto de humo, Gotas de ámbar, Miedo, Salimos de Etiopía, El jardín del filósofo.

Sus líneas son un bordado de dolor y belleza, que exalta la ausencia en el juego de las palabras, en sus diversos sentidos. Asoma la etimología de la muerte, de la química de la muerte.

 

“RE-SIGNA-CIÓN

re-signo

otro color al signo

otro dolor:

del ojo oscuro

al ámbar

 Liquidámbar.”

 

Esta alquimia es el secreto y razón de la poesía; solo requiere de los niños y los ancianos para convertirse también en conjuro: los primeros, que aún ven esas sombras de los ausentes; los segundos, que saben de lo irremediable de la devastación.

En medio del deshabitar, que es la manera cotidiana en que se conjuga la muerte, los destellos de la memoria alumbran las gotas de ámbar:

 

“Me regalaste

ese reloj de arena

todo el tiempo”

 

“Sentado en una silla

frente a la fuente esperas

mi regreso”

 

“La confidencia

que quedó atrapada

entre los espaguetis”

 

Apuntes impregnados de afecto, la nostalgia toma su lugar, pausada, sin agitarse.

Una sola línea, una austera imagen, detona el sentido poético:

“Solo una hija ante su padre muerto”

 

Carmen retorna a la montaña, y escribe su encuentro con las mujeres:

“Hilaron una imagen y palabras

sobre una tela roja.

Repararon con sus manos

aún sin conocerme

el lino ajado de mi corazón

Lo hicieron ellas.”

 

[1] http://www.jornada.unam.mx/2015/05/10/opinion/010a1pol

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