MICROHISTORIAS: El manicomio de la Castañeda

30/05/2015 - 12:01 am

Autora: Cristina García Pozo

Manicomio de la Castañeda
Manicomio de la Castañeda

En uno de sus ensayos mejor logrados el poeta Octavio Paz se refirió al pueblo de Mixcoac como un jardín, “sinónimo de naturaleza, pero naturaleza transfigurada, el reino perdido, la inocencia del primer día”. Y como todo dentro del devenir histórico, Paz sentenció: “Pero al fin se la comió nuestra señora, la tolvanera madre, la monstruosa capital, la Coatlicue humana”.

A finales del siglo XIX, los pobladores de Mixcoac difícilmente imaginaron que la hacienda de La Castañeda, famosa por su producción de pulque, se convertiría en el lugar ideal para dar “reposo y tranquilidad” a enfermos mentales. Don Ignacio Torres Adalid, dueño de una gran cantidad de haciendas pulqueras en los estados de México, Hidalgo y Tlaxcala, era conocido como el “rey del pulque”. Gozaba del aprecio de la alta sociedad porfiriana –de la cual formaba parte- por ser un mecenas de las causas nobles. Reservó parte de la hacienda de La Castañeda como un lugar de reunión para todas aquellas personas que durante los fines de semana intentaban distraerse de las labores cotidianas. Así, la hacienda abría sus puertas a quienes quisieran gozar de largas caminatas por sus jardines o utilizar sus salones de baile, en los que por “25 centavos la entrada” se obtenía el derecho a formar parte de la fiesta y el esparcimiento.

En pleno progreso porfiriano, los terrenos de La Castañeda fueron adquiridos para construir en ellos el más moderno de los manicomios. Durante la época colonial, los locos, ancianos y alguno que otro menesteroso eran aislados en instituciones subsidiadas por la iglesia y la beneficencia pública. Tal fue el caso de los hospitales como el Divino Salvador, el de San Hipólito para hombres, y La Canoa para mujeres. La idea del nuevo hospital para enfermos mentales pretendía ofrecer a sus moradores calidad de vida.

El proyecto de construcción del primer Manicomio General contó con el apoyo del gobierno. Debía contar con todos los adelantos arquitectónicos y la más moderna tecnología médica, como la “recuperación y terapia para los enfermos”. El planteamiento siguió el modelo francés, fiel costumbre del porfiriato. El concurso para seleccionar el mejor proyecto se inició en el año de 1881 y como principal requerimiento se solicitó que se incluyera una reforma del caduco sistema de salud mental, que permitiera alojar en forma digna una gran cantidad de enfermos, de ambos sexos, en edificios separados dentro de un sólo Hospital.

Se construyó así un sanatorio moderno, con capacidad para 1200 enfermos. Los internos fueron repartidos en 24 edificios y dos pabellones en un área total de poco más de 140 mil metros cuadrados.

La atención de los pacientes estuvo bajo la supervisión de reconocidos doctores, como Eduardo Liceaga (amigo íntimo del presidente e precursor de la psiquiatría en México), Miguel Alvarado, José Govantes, Samuel Morales Pereyra y Antonio Romero entre otros, quienes como parte de la comisión médica coincidieron en expresar sus observaciones acerca de lo que debería tener un Manicomio general. La resolución se tomó durante el Congreso Médico Panamericano, en agosto de 1896.

De acuerdo con el proyecto original el hospital estaba organizado con un departamento de “admisión y clasificación” -como se denominaba en la época-, un “pabellón de servicios generales, que contaba con la Dirección General, teatro, biblioteca, farmacia y equipo de fotografía, cocina, lavandería, panadería, talleres, baños, y cuarto de máquinas.” Los pabellones para los enfermos estaban divididos bajo una curiosa clasificación: “distinguidos, alcohólicos, tranquilos, peligrosos, epilépticos, imbéciles, e infecciosos”. Los establos y la morgue se encontraban en la parte final de la construcción, con entrada independiente para permitir el libre acceso a los practicantes de medicina, todo rodeado de una gran extensión de bosque y jardines.

Desde el principio, también se consideró que el lugar debía estar apartado para garantizar la tranquilidad de los pacientes y la seguridad de la población, lejos de griteríos y posibles contagios “ya que violaría las reglas de higiene establecidas (…) sin pantanos, sin focos de infección, con plantaciones y árboles que amenicen el lugar, agua en abundancia, tierra fértil y lo suficientemente extenso para garantizar hectárea y media para cada 100 pacientes”.

La construcción del Manicomio General –que costó un millón setecientos mil pesos- se convirtió en una obra tan importante para el país, que su inauguración fue uno de los actos que dieron brillo a las fastuosas fiestas del Centenario de la Independencia. Para el magno evento de apertura se repartieron invitaciones a lo más selecto de la sociedad porfiriana. De ese modo, políticos, intelectuales y personalidades del extranjero, se dieron cita a las diez de la mañana del 1º de septiembre de 1910 para la inauguración del hospital.

Hombres y mujeres elegantemente ataviados abarrotaban la entrada del recinto. Desde temprana hora comenzaron a llegar en vehículos dispuestos por el gobierno. Los pobladores de la zona y demás curiosos se transportaron en tranvías desde diferentes puntos de la ciudad. Con rigurosa puntualidad, el presidente Porfirio Díaz y su esposa, Carmelita Romero Rubio, arribaron a la ceremonia. De igual forma lo hicieron el vicepresidente Ramón Corral, el embajador norteamericano, Henry Lane Wilson y el doctor Eduardo Liceaga, principal responsable del proyecto médico de la “moderna” institución.

El acto inaugural se realizó después de las interpretaciones musicales a cargo de la banda de policía y de los discursos oficiales del ingeniero Ignacio León De la Barra y del inspector oficial de la construcción del edificio, Porfirio Díaz hijo. La celebración y el banquete se realizaron en un salón de actos, de enormes proporciones, el cual estaba destinado a funcionar como en el comedor de los asilados. El lugar fue adornado con flores y banderas nacionales, alusivas a la conmemoración del Centenario.

El manicomio cumplió con creces los objetivos trazados, aunque pasados los años se tomó la decisión de renovar el proyecto hospitalario de la psiquiatría en México y se construyó otro edificio, acorde a las nuevas necesidades. Hacia los años cincuenta se derrumbó el viejo edificio porfiriano y el Manicomio General de La Castañeda con todo y su historia pasó a formar parte de la “capital de la nostalgia”.

Publicado por Wikimexico / Especial para SinEmbargo

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