Alma Delia Murillo
30/03/2019 - 12:00 am
El algoritmo del mal humor
Hemos construido una poderosa plataforma para enfocar un zoom persistente sobre las amarguras de México y del mundo. Una especie de pócima destilada de todo lo que enoja y frustra, de todo lo que no es como queremos, de todo lo que no entendemos y, haciendo gala de un notorio infantilismo (lancen ya los jitomates […]
Hemos construido una poderosa plataforma para enfocar un zoom persistente sobre las amarguras de México y del mundo.
Una especie de pócima destilada de todo lo que enoja y frustra, de todo lo que no es como queremos, de todo lo que no entendemos y, haciendo gala de un notorio infantilismo (lancen ya los jitomates —y agreguen aguacates que me encantan) nos llena de ira precisamente porque no lo entendemos.
Nos enfada lo que no entendemos. Twitter es curioso porque quienes estamos ahí compartimos una serie de filtros que dan un perfil cercano al menos en las bases: tenemos acceso a la red, sabemos leer y escribir, queremos estar de alguna manera en el terreno de las ideas o las opiniones.
La cosa, claro, es que opinar desde la ignorancia tiene lo suyo. Y opinar desde el dogma también. Y entre una tormenta de juicios sobre lo que no sabemos y un temporal de opiniones de quienes quieren dirigir el rumbo del mundo, no hay tregua.
Entrar a Twitter últimamente se ha convertido en pisar un campo minado: lo que digas —o lo que no digas, puede explotarte en la cara; tus palabras pueden ser combustible para azuzar el fuego del enemigo de otro enemigo que se piensa enemigo de un avatar que tú ni siquiera conoces. Laberinto de enemigos digitales. Muy bello.
Entre los ofendidos de la 4T, los voceros de la 4T, los analistas de la vieja guardia contra los voceros de la nueva administración; las causas sociales valiosas y otras que son pura neurosis revestida de movimiento colectivo; estamos podridos.
Es como llegar a casa y sentir que un padre regañón y violento te va a caer a palos aleccionándote con el discurso de que “lo hace por tu bien”.
O como entrar a un vagón abarrotado del metro donde todos tienen prisa por llegar a no se sabe dónde y la presencia de los demás les molesta pero es necesaria para postular el mal humor en masa.
En fin, que a veces me asomo a Twitter y salgo sintiéndome como un jabalí desesperado que se raspó con otros miles de ellos.
Ya, dirán que exagero, un poquito sí. Pero no tanto.
Contribuimos a la amargura y la cruzada monotemática de buenos contra malos hasta con lo que consideramos sentido del humor.
Es notable como casi todas las bromas y memes se originan precisamente en las tendencias del momento que, por lo general, son cortesía de algún político o personaje público como un periodista o un escritor al que miles quieren aleccionar y otros miles quieren defender.
Todo espesado sobre la profunda convicción de que se equivoca quien no piense como yo. Y el sofoco que se percibe al leer algunas cuentas que en su tiempo fueron divertidas, creativas, gozosas y que mutaron en monotemáticas del entripado, el juicio y el fastidio; es una pena. Yo he dejado de seguir a quienes antes disfrutaba porque ahora me asfixian.
Así que, amados y bienpensantes lectores, paremos un segundo.
Vayan a su Twitter o recuerden los pleitos que han visto ir y venir entre dos personalidades que suman coros de adeptos en un lado y en otro… ¿no es de risa?
¿No es ridículo asumirse enemigo de una representación digital? Las cosas que dicen y el espejo increíblemente preciso que suelen ser el señor don ofendido del señor don ofensor, resulta esperpéntico.
Cuando dos cuentas titánicas se agarran a tuitazos, es una ilustración preciosa para confirmar que rechazamos aquello que nos recuerda lo que nos disgusta de nosotros mismos. Suelen ser parecidísimos los argumentos y desplantes de los combatientes que tan airados proclaman no ser como el que les escupe desde el balcón de enfrente mientras devuelven el escupitajo.
Ayer me asomé a la efervescencia tuitera y noté cómo cada una de nuestras cuentas (o la gran mayoría) son las variables de este algoritmo de mal humor que entre todos hemos creado. Favs y RTs de pleitos ajenos, estampidas de comentarios sobre tuits agresivos entre dos cuentas y un fiero etcétera, etcétera.
A menudo me pregunto si es absolutamente necesario opinar de todísimo lo que pasa, pareciera que tenemos una compulsión patológica a mear en el jardín ajeno. Con perdón.
Desconecté el internet, salí a caminar y noté, muy asombrada, que en la calle nadie me gritaba ni se ofendía por mi presencia, todo lo contrario: una cortesía subyacente entre discretas sonrisas me permitió llegar de muy buen talante a la librería donde encontré a una queridísima amiga; ahí nos reímos a carcajadas de todo, compramos libros, compartimos un chocolate; un par de personas —amables y risueñas, se acercaron a saludarla y al salir, ella subió a su auto y yo caminé bajo el cielo de marzo y sobre el asfalto violáceo de las jacarandas caídas.
Y entonces, claro, los enardecidos reniegos digitales volvieron a tomar su justa dimensión.
Antes de terminar aclaro: yo soy un jabalí más de esa jauría, soy sólo otra variable quisquillosa de lo que señalo; reconozco mi parte en ello.
Pero hoy quise hacer un amable recordatorio (nunca mejor dicho). Que no se nos olvide: Twitter no es el país, Twitter no es la vida.
Y las emociones son infinitas, liberemos el temperamento de la cárcel de los 280 caracteres y pongámoslo en un día soleado de marzo. Aunque sólo sea por un momento.
@AlmaDeliaMC
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