Afresamiento y recuperación de espacios públicos

30/01/2013 - 12:02 am

“¡No manches, pero ni centro comercial tienen!”. Eso me decían mis amigos capitalinos cuando trataban de comprender por qué me gustaba tanto vivir en La Paz, Baja California Sur. El diálogo que antecedía a esta expresión incluía preguntas y respuestas como ¿y qué hay allá aparte de mar?: pues nada, desierto/ ¿Y hay antros?: casi no /¿Cines?: dos salas/ ¿Y qué haces?: pues nada /¡Entonces por qué te gusta!

Por supuesto, estos diálogos eran comunes no sólo con amigos capitalinos sino casi con cualquier persona del “continente”. Y yo me sentía como en esos exámenes de confusión múltiple donde la respuesta que uno quiere dar no está en las opciones, pues a mí me parecía un lugar paradisíaco y sin embargo, La Paz, era imposible de calificar con los indicadores de mis amigos “civilizados”.

De modo que yo acababa respondiendo que había nada. Mejor aún, La Paz ha sido la ciudad donde más he sentido la vitalidad de una polis, de un pueblo, de una ciudadanía políticamente conciente y activa. Entre otras cosas, porque no había centros comerciales a la vuelta del milenio.

No Logo

En el año 2000, también, salió a la venta el libro que volvió famosa a la canadiense Naomi Klein: No Logo, y se convirtió en una suerte de manifiesto de los movimientos anticapitalistas y globalifóbicos. Ahí, entre otras cosas, Klein habla de cómo la privatización del espacio público termina eliminando el sentimiento de comunidad y, por tanto, acaba con el sentimiento político e influye en el adelgazamiento del estado (en el peor sentido de la expresión).

En La Paz no había un centro comercial (privado, con policía privada y tiendas privadas) sino un malecón (público, con policía pública y comercios establecidos y golondrinos: el compa que vendía pulseritas o pintaba paisajes). Ahí se reunía, literalmente, toda la población: viejos y niños, jóvenes, pescadores, científicos, albañiles, burócratas, etcétera. De modo que cuando algún político o alguna empresa quería hacer algo que no le parecía a un sector, no faltaba el que se fuera al malecón con una pancarta o volantes y enseguida se iniciaba el diálogo de los diferentes puntos de vista con la gente que pasaba por ahí. Al final del fin de semana, uno estaba perfectamente enterado de los problemas de su comunidad, tenía una postura y conocía las posturas contrarias.

En cambio, luego de un fin de semana en el centro comercial, difícilmente uno se enterará de los problemas de su rancho. Entre otras cosas, porque la policía privada del mall no dejará que se realicen protestas o actos políticos.

Breve historia del lugar común

El espacio público, el lugar donde se reúne la raza, ha sido a la vez procurado y temido por las personas en el poder a lo largo de la historia. En nuestro país la corona española dio rienda al modelo que combinaba la plaza de armas latina con el atrio de la iglesia cristiana, en el mismo sitio y frente al palacio de gobierno: ahí era el lugar donde habría de reunirse la gente para recibir sermones y discursos. Pero, por lo mismo, ahí también Miguel Hidalgo inició la Independencia.

Con la invención de los estados nacionales en el siglo XIX se revivió y transformó la idea del coliseo romano: el estadio. En Europa y América diversos gobiernos buscaron separarse de la Iglesia y se les ocurrió que el deporte era un buen pretexto para azuzar: aparecieron las olimpiadas, los mundiales de futbol y los deportes “nacionales”. El campeón inventor fue, por supuesto, Estados Unidos con su beisbol, futbol americano, básquetbol, rodeo, etcétera. Y aquí, en México, hicimos lo propio con la charrería. Los lienzos charros se hicieron “deportivos” aunque hubiera adelitas revolucionarias y los miembros de la Asociación Nacional de Charros estuvieran considerados en el organigrama del Ejército. Después, en 1924, a Vasconcelos le dio por construir el Estadio Nacional en un estilo que recuerda mucho a la Alemania Nazi. Mejor aún, para completar la transferencia de poder de la Iglesia al Estado, México se llenó de ex-conventos, ex-monasterios y demás ex, convertidos en cuarteles, oficinas burocráticas o centros culturales.

Estos espacios públicos –lugares comunes– han seguido funcionando como espacios políticos, baste recordar donde hicieron sus mítines López Obrador (en la plaza llamada “Zócalo” por un olvido imperialista) o Vázquez Mota (en un estadio). No obstante, hoy día podemos ver cómo estos espacios se privatizan, si no es que ya están privatizados. Para muestra: la concesión del kiosco de San Andrés Cholula a una cadena de cafeterías. ¿Y qué le pasa a la política cuando el espacio público es privado?

Despolitización: la nueva ideología

A partir de la caída del Muro de Berlín cundió la promesa de que el adelgazamiento del Estado era lo mejor que nos podía ocurrir. Nos dijeron que las paraestatales eran un lastre, que los sindicatos eran un obstáculo y que la iniciativa privada hacía mejor todo, hasta la beneficencia. Y teníamos buenas razones para creérnosla: la corrupción en CONASUPO o los emplazamientos a huelga en negocios que aún no abrían sus puestas, por ejemplo.

Pero un cuarto de siglo después parece que esta promesa era más bien propaganda. Algunos ejemplos: el caso de Bechtel en Cochabamba, la ineficiencia del gobierno estadounidense después del huracán Katrina o las reformas laborales que dan marcha atrás a siglos de luchas populares. Peor aún, ahora las empresas tienen más elementos para coercionar al estado (y a la población) pues controlan sectores “estratégicos” como la telefonía (fija y móvil), el transporte colectivo (micros y metrobús), nuestro sentimiento de solidaridad y misericordia (Teletón) y, por supuesto, los espacios públicos. Y estos espacios, como un centro comercial, tienen que verse bonitos: eso vende y es lo que importa.

¿Y si hacemos de la ciudad un centro comercial?

¿Y si hacemos de la vida un centro comercial?

Slavoj Zizek, en En defensa de la intolerancia, parece continuar el argumento de Naomi Klein (no la cita, claro, tal vez porque un filósofo pop no puede citar a otra filósofa pop). Y lleva el razonamiento más lejos: esta pérdida de los espacios comunes es sólo uno de los síntomas de la ideología predominante que reza “quitémosle el sentido político a todo para que sólo el mercado sea lo que tengamos en común”. Si Simone de Beavoir había dicho que “lo privado es público”, para llevar las cuestiones de género a la esfera política, ahora lo privado es sólo un “estilo de vida” comercializable y lo “público” es el centro comercial.

¿Suena exagerado? Piense en los “Pueblos Mágicos” declarados durante el sexenio de Calderón como si se tratara de inaugurar sucursales de Oxxo. Los pueblos parecen réplicas unos de otros, con sus casitas de colores y, como en San Andrés Cholula, su kiosco concedido a una cadena de cafeterías. Pero nos gustó la idea porque, como los centros comerciales, se ven bonitos.

Ahora piense en el centro histórico del D.F. o en cualquiera de estos otros espacios “recuperados” de la capital. Quitaron a los vendedores ambulantes, esos ilegales, para poner un montón de sucursales súper legales de alguna trasnacional como Starbucks o The Body Shop. Montaron un inmenso aparato policial de videocámaras para “mantener nuestra seguridad”. ¿O para prevenir cualquier acto político que no esté previamente consensuado, como el crimen de repartir volantes sobre derechos de los animales?

Los estadounidenses tienen una palabra para esto: gentrification. Misma que podríamos traducir como “afresamiento”: destinar el dinero público para sacar a los nacos, a la prole, y volver fresa un sitio. En otras palabras: convertirlo en un centro comercial.

En contraparte, la recuperación de espacios públicos significaría invertir el dinero del erario para convertir un lugar en un espacio público, político. Un lugar donde, como el malecón de La Paz hace diez años, se reúnan todos los sectores de la sociedad. Y conversen, dialoguen, sirva de tribuna para exponer los problemas sociales y se busquen soluciones.

Confundir el afresamiento con la recuperación de espacios públicos ha sido una gran artimaña. Valdría la pena recordar que tiene nada de inocente.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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