Entre los nahuas de la sierra norte de Puebla, el Día de Muertos o Mihkailwitl es sólo una de diversas festividades dentro de un amplio sistema de prestaciones que se establecen con los difuntos. Más allá de tratarse de una fiesta aislada, es una celebración consecuente con una escatología indígena.
Por Iván Pérez Téllez
Ciudad de México, 29 de octubre (SinEmbargo).- En México, cada que se acerca el Día de Muertos se retoma la pregunta: ¿cuál es el origen de esta festividad? Entre los argumentos más socorridos están los que aseguran que se trata de una celebración de origen medieval y castellana. Otros más aseguran lo contrario: se trata de una festividad indígena. Sin embargo, es posible pensar esta celebración como parte de un sistema mayor de prestaciones rituales; es decir, que es producto de una relación, estrecha y sistemática, entre los vivos y los difuntos; una relación mucho más compleja de lo que parece a simple vista.
Entre los nahuas de la sierra norte de Puebla, el Día de Muertos o Mihkailwitl es sólo una de diversas festividades dentro de un amplio sistema de prestaciones que se establecen con los difuntos. Más allá de tratarse de una fiesta aislada, es una celebración consecuente con una escatología indígena. La premisa nahua considera que hay una existencia después de la muerte, que al morir una persona su alma se desprende del cuerpo y emprenden entonces un largo camino hacia su nueva morada: el Miktlan. En este sitio, las almas existen de manera análoga a la humana y tienen una vida social: trabajan, viven en familias, asisten a la iglesia, etcétera. De este espacio-tiempo otro -no propiamente sagrado-, retornan año con año los difuntos.
Esta cadena de rituales fúnebres inicia, sin embargo, con la muerte de un semejante. Al morir una persona se realizan varios procedimientos rituales que permiten lidiar con la mortandad y la muerte. En principio, al muerto se le baña, viste, y sepulta; en ese proceso intervienen un número considerable de personas; así que, todo aquel que estuvo en contacto con él, debe ser “limpiado”. La teoría nahua considera que los difuntos desprenden mihkayotl -es decir, mortandad- que impregna todo lo vivo y lo marchita. Para lidiar con este efluvio nefasto se realiza el ritual de nawi tonale, destinado principalmente a enfriar y barrer a las personas y objetos que estuvieron en contacto con el muerto. De lo contrario, marchitarán la vida vegetal y animal.
La comida es otro elemento vital en la relación entre vivos y muertos en la tradición nahua. Desde el primer día que el difunto está tendido, aún en su domicilio, se coloca un plato de comida a lado de su féretro. Así será en lo subsecuente hasta que se le lleve a sepultar. El día de la sepultura se colocará nuevamente comida encima de su tumba. De hecho, siempre que se establece una relación “delicada” la comida está presente; las divinidades son convencidas mediante alimentos: ellas mismas solicitan ciertos platillos o bebidas, además de ceras y flores, sobre todo en ciertos contextos de enfermedad. Es decir, la dotación de alimentos, flores y ceras están presentes y, por lo general, median las relaciones que establecen humanos y no-humanos, los nahuas y los no nahuas. Del mismo modo, el día del entierro se lleva comida a la sepultura y se coloca un plato de comida en el sitio donde estuvo tendido el difunto. Además, en su ataúd, el muerto lleva consigo 7 tortillas miniaturizadas de maíz y 7 tortillitas de ceniza, un guaje con agua y tapado con zacate. Todo este alimento es su itacate para el viaje. Se lleva consigo, además, costales con su ropa y, en caso de ser varón, lleva en miniatura un arado y un machete de madera para trabajar en el otro mundo. Las mujeres, por su parte, llevan un telar de cintura miniatura, además de dos pequeñas ollas de barro con ceniza del fogón y de temazcal, todo ello para refundar su hogar en okse Tlaltikpak. Los niños y los no casados, además de los chamanes, tienen un destino post mortem distinto. En el primer caso, dado que no son personas “completas”, su destino no es el Miktlan. En el caso de los chamanes, al morir se suman a las divinidades pluviales.
A los nueve días se realiza en chignawi tonale, mejor conocido como levantada de cruz o novenario, que consiste en velar la cruz y llevarla al panteón. Se le recoge como un cuerpo -o un espíritu- y se incorpora en la cruz de madera y se llevan los fragmentos al panteón. Ahí, nuevamente, se deja comida sobre la tumba. Después, por siete ocasiones en periodos de veinte días, se realiza el sempoaltlaxkale que consiste en entregar comida al difunto en una pequeña mesa en el interior de su antigua morada durante el primer año. Posteriormente se lleva a cabo el Cabo de Año, o se xiwitl, el cual cierra este ciclo de rituales mortuorios. Sin embargo, se espera que en lo subsecuente el muerto se atendido de manera comunitaria, aunque familiar, con motivo del Mihkailwitl.
Pese a la importancia que tienen estos procedimientos rituales entre los nahuas, éstos pasan desapercibidos; a diferencia del Día de Muertos, carecen de carácter público y comunitario. Por ello, no reciben la atención mediática, ni la exotización, de la que es objeto el Día de Muertos. Sin embargo, es indudable que los nahuas sostienen relaciones muy estrechas con los difuntos; los aprecian mas también les temen. Los difuntos son los principales agentes del infortunio si no se les da un trato respetuoso; aparecen, así, como los principales agentes de la enfermedad, en forma de “aires” o yeyekame”, socorridos por los chamanes -en su carácter de brujos- para enfermar y dañar a sus congéneres. De ahí la relación delicada y respetuosa que se les guarda. El relato del hombre flojo que no quiso hacer Todos Santos, frecuente en muchas narrativas indígenas, que paga su osadía e incredulidad con su propia vida, ejemplifica esta siempre peligrosa relación entre vivos y difuntos.