Lo maravilloso del chilango

29/06/2012 - 12:02 am

                                                                                                         Para el señor de los tamales

El hogar es donde el corazón está. Y la comida que nos encontremos.

Se escucha un silbido…“Tamaaaaaales oaxaqueeeeeños, tamales calientitos… Lleveee sus ricos y deliciosos tamales oaxaqueños” y sigue el estribillo…

Hay gente que no es precisamente fanática del grito o le es indiferente. Se mueven de la ventana lo suficientemente rápido como para evitar el silbidito y siguen concentrados en su serie de televisión o su libro en turno.

Son los carritos de tamales oaxaqueños, y hemos de decir calientitos que rondan en las calles del Distrito Federal. Tienen dos turnos. El primero al caer la tarde, a eso de las 7 o 7:30. El segundo turno, lo cual parece extraño es como a eso de las 10:30, poco menos.

Fácilmente reconocibles por el acento, por la vestimenta o las maneras, los extranjeros en chilangolandia están concentrados en pequeñas zonas diseminadas entre los 24 millones de habitantes de esta metrópoli.

Y todos los que venimos de Cuautitlán, por aquello del estúpido refrán “fuera de México todo es Cuautitlán”, querámoslo o no, nos hemos traído algo de la matriz. Porque aunque soy de aquí, crecí allá. Aunque no le diga tía a nadie más que a mis tías de sangre, como a veces se acostumbra en “provincia”. Tenemos voz de ranchero, norteño o argentino, alguno que otro francés, poblano o japonés. Nos vestimos diferente, y por supuesto tendremos muchas cosas en común, pero si hay algo que nos distingue es que babeamos cuando hablamos de la comida de nuestros respectivo pueblos provincianos o capitales. En lo personal, sólo extraño ciertos quesos de Jalisco. Pero soy testigo de que cuando los extranjeros nos juntamos, podemos pasar horas describiendo platillos que no existen “de la misma manera” en el Distrito Federal. A pesar, con toda la pena del mundo, de que una amable señora de la Roma asegure que tiene las “auténticas tortas ahogadas de Jalisco”, o que otro venda los “auténticos tacos norteños de la Paz”.

Así que aquí hay que optar por otras miles de propuestas. Desde el mercado, pasando por la gran variedad de comida de $10 pesos que juro por mi madre que jamás probaré –lo siento, pero las tortas de tamal, las tortas de chilaquiles y las tortas fritas definitivamente carecen de algún argumento racional que me obligue a probarlas. No me hará más chilanga– otras que adoro, como la cecina, las quesadillas con queso, es una palabra que he intentado explicarle en vano a los de los puestos que sale sobrando, pero no tiene caso, hasta diversas opciones gastronómicas para todos los bolsillos, sabores, paladares. Creo que incluso ya me dio hambre y sé específicamente a dónde iría.

Total. Venirse al DF no es cosa fácil. Llega una francamente como de pueblo. Pero esta frescura me ha salvado, y a la vez, ha hecho que me construya un pequeño casco ante la hostilidad de cualquier gran ciudad. Aprender a reírse de los mejores piropos que me han hecho en mi vida. Perderse en los barrios para conocerlos y saborearlos. Llorar extrañando tu pequeña ciudad, en un principio, para después hacer tuya la capital. Bueno, me faltan varios barrios, pero es que esto es como un monstruo.

De pronto extrañas a tus padres. Sus viejos chistes reiterativos. Sus detalles. Su despensa. Te pierdes un poco sus nuevas dinámicas.

O a tus amigos. No es lo mismo regar plantas por años para verlas crecer, que llegar a una ciudad desesperada por no saber a quién contarle cualquier tontería de vida o muerte que nos haya pasado en el día. Hay que volver a sembrar en esta gran ciudad.

A los hermanos, definitivamente. Por lo menos al mío. A mi méndigo groserito.

A las lluvias de mi ciudad, Guadalajara. Son distintas.

A doña Gloria, la de los abarrotes y a don Marco. A Clark Kent, el señor que recogía la basura. Todos los días nos gritaba cosas bonitas hasta el tercer piso donde yo vivía. Y realmente él se sentía Clark Kent. Por supuesto que el físico no tenía nada que ver, en esta vida todo es actitud.

A tu ex compañero de piso.

A tu cafetería habitual.

A las fiestas que se armaban de baile y cumbia hasta morir.

A los cielos un poco más despejados y claros, a la menor presión en la cabeza.

Pero todo se calma cuando escuchas el grito del señor de los tamales. Te indica que el día laboral, el estrés visual, los pendientes, los fracasos, los logros, todo ha llegado a su fin, sólo por ese día.

Por eso agradezco tanto que el señor de los tamales pase diario por mi casa. Así cada día termina con una sonrisa. Eso es una de las tantas maravillas del chilango. No podría acabar de decir lo feliz que soy aquí.

Un día tendré que ir a decirle al señor de la Nápoles que le agradezco con todo mi corazón los primeros meses que estuve aquí, esperando los gritos de ambos turnos. Actualmente el de mi cuadra se llama Jesús, y apenas hemos cruzado algunas palabras. Es tímido, oriundo de Oaxaca y accedió a compartir conmigo un tamal. Y de paso le compré algunos para cuando no pasen enfrente de mi casa, calentarlos y olerlos. Y sentirme en mi hogar.

Somos viajeros a bordo de un barco navegando en el río del tiempo.
Matthew Arnold

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