Jorge Javier Romero Vadillo
29/03/2018 - 12:00 am
El dilema de la educación superior
El empeño de López Obrador fue uno de los temas de su encuentro con un grupo de periodistas organizado por Milenio. Jesús Silva–Herzog Márquez lo cuestionó duramente sobre el asunto y le preguntó si pretendía acabar con la autonomía de las universidades públicas al imponerles desde el gobierno un mecanismo de aceptación de estudiantes. Esto provocó un intercambio posterior de tuits entre el profesor de la escuela de gobierno del Tec de Monterrey y Andrés Lajous, candidato a doctor en sociología por la Universidad de Princeton y que ha manifestado claras simpatías por el proyecto de Andrés Manuel.
Andrés Manuel López Obrador ha hecho del acceso universal a la educación superior una de sus principales banderas de campaña: ha prometido que durante su gobierno se acabarán los rechazados a las universidades y que todos los jóvenes que busquen un lugar para estudiar una carrera lo obtendrán. Para el candidato puntero los exámenes de admisión a los estudios universitarios son sistemas discriminatorios que solo sirven para excluir y no garantizan un sistema equitativo con igualdad de oportunidades.
Esta no es una bandera nueva de López Obrador. Cuando era jefe de gobierno de la Ciudad de México impulsó la creación de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, cuyo sistema de admisión se basa en un sorteo, en lugar de un examen. Sin embargo, el hecho mismo que se tuviera que utilizar algún método para asignar los lugares limitados de la nueva universidad muestra un problema central de la propuesta de acceso universal impulsada por el candidato: los recursos son escasos y no existe un método infalible para asignarlos de manera justa. Si se eliminare, como pretende López Obrador, el sistema de exámenes de admisión y se sustituyere por el de sorteo podría ocurrir que muy buenos estudiantes se quedaran fuera por su mala suerte en la tómbola. Y el acceso ilimitado a las plazas universitarias se antoja una mera fantasía, pues las restricciones de la realidad son obvias.
El empeño de López Obrador fue uno de los temas de su encuentro con un grupo de periodistas organizado por Milenio. Jesús Silva–Herzog Márquez lo cuestionó duramente sobre el asunto y le preguntó si pretendía acabar con la autonomía de las universidades públicas al imponerles desde el gobierno un mecanismo de aceptación de estudiantes. Esto provocó un intercambio posterior de tuits entre el profesor de la escuela de gobierno del Tec de Monterrey y Andrés Lajous, candidato a doctor en sociología por la Universidad de Princeton y que ha manifestado claras simpatías por el proyecto de Andrés Manuel.
En el intercambio, Lajous puso, en un tono que me recordó el "lo que el presidente quiso decir..." que hizo famoso a Rubén Aguilar en sus tiempos de vocero presidencial, dos temas centrales para el debate. En primer lugar, el hecho de que nuestro sistema educativo –ese que se construyó durante los tiempos de la época clásica del PRI y que terminó convertido en un botín del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y de su vástago radical, la CNTE– en lugar de dar un piso común que atempere las abismales diferencias sociales, es en realidad un reproductor e incluso amplificador de las abismales desigualdades económicas y sociales del país. Los aspirantes al ingreso universitario no llegan, ni remotamente, con las mismas posibilidades de acceso. Así, en segundo lugar, los exámenes de admisión a la educación superior no son otra cosa que mecanismos para administrar la escasez. De ahí concluye que es positiva, al menos como objetivo, la intención de AMLO de ampliar la matrícula hasta cubrir completamente la demanda.
Me temo, sin embargo, que el planteamiento de AMLO y la exégesis de Andrés yerran en el objetivo a alcanzar. ¿De verdad todo el que quiera debe tener una educación universitaria? ¿Eso lo sirve a los jóvenes? ¿Es socialmente eficiente? ¿Es ese un mecanismo eficaz para disminuir la desigualdad? Durante los años setenta, en tiempos de fuerte rebeldía juvenil posterior al movimiento de 1968, los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo impulsaron la ampliación de la matrícula universitaria y crecieron como hongos universidades públicas por todo el país. La inmensa mayoría de estas "máximas casas de estudios" no han sido otra cosa que mayúsculas simulaciones, tomaduras de pelo, continuación del gran fraude educativo en el que se ha convertido todo el sistema público de enseñanza.
Buena parte de las universidades de los estados han servido sobre todo para repartir empleo público entre las capas medias, sin criterios serios de reclutamiento del profesorado, son botines políticos de los gobernadores y están capturadas por redes de clientelas de supuesto carácter académico, con maestros que no han leído un nuevo libro en los últimos veinte años. Los profesores serios que por ahí se cuelan –digamos que su número apenas rebasa a los que pertenecen al sistema nacional de investigadores– viven en un clima hostil para el trabajo académico de calidad, sin recursos para la investigación y con alumnos que precariamente saben leer y escribir.
Y es en los aceptados donde se ve claramente reflejado el problema real. De nada servirá llenar al país de nuevas universidades o hacer crecer de manera monstruosa las actuales si los que ingresan a ellas no tienen las competencias esenciales para hacer estudios superiores. Como las capacidades matemáticas con las que llegan son casi nulas, sobre todo en las carreras de ciencias sociales, los estudios se tienen que adaptar a sus deficiencias y se convierten en una simulación gigantesca. El examen de admisión sí sirve para filtrar en las carreras de gran demanda, lo que lleva a que esas sean menos fraudulentas, pero en general estamos ante un sistema universitario muy ineficiente en términos de su desempeño social.
Por supuesto que sería bueno ampliar la oferta de estudios superiores de calidad. Bien haría la UNAM, de tener recursos, en abrir campus en todo el país, para llegar a ser auténticamente nacional, pero el foco de la política educativa debe ser puesto en otro lado. El diagnóstico debería partir por observar dónde está el gran cuello de botella de la educación mexicana. Y este está en los jóvenes de quince años, que abandonan masivamente la educación entre el final de la secundaria y el primer año del bachillerato. Es ahí donde se deberían poner los esfuerzos transformadores: en generar las condiciones para que la educación media sea realmente universal, con opciones propedéuticas y de formación profesional y con un nivel que permita no solo ingresar con posibilidades de éxito a la educación superior, sino también de trazar vidas laborales con opciones en un mundo que exigirá cada vez mayores competencias para tener empleo de calidad.
La educación media es un espacio donde se tienen grandes oportunidades de mejora y que puede tener grandes logros, mucho mayores que crear universidades al vapor para formar choferes de Uber o vigilantes de edificios, porque no existe demanda para las profesiones a las que entran las legiones de prófugos de las matemáticas que forma nuestro sistema educativo. Llevo treinta años de profesor en una universidad pública, y no de las peores, y me da grima ver el desperdicio de recursos públicos que se tiran en dar estudios que no sirven, donde los menos malos acaban en puestos de la burocracia clientelista de la ciudad de México, pero la mayoría acaba consiguiendo trabajos precarios en ámbitos que no tiene nada que ver con sus estudios y que hubieran podido desempeñar con un buen bachillerato.
Por supuesto, la educación básica también requiere de una gran transformación, por eso alarma la cantinela de López Obrador de que va a echar atrás la reforma educativa y su alianza con parte del SNTE y con la CNTE. Poner el foco en la educación superior y no en la básica y en la media es un error que ya se ha cometido.
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