Usos y abusos del Parque México

28/12/2012 - 12:03 am

Un día llegué a la conclusión de que mi perro Panchito (adoptado en un acto impulsivo), tenía que irse de la casa. Resulta que Panchito se creía un habitante más, lo cual si bien podía ser gracioso en ocasiones, terminaba por ser asfixiante para mis obsesiones personales de la limpieza.

Habiendo arribado a esa conclusión, varios pensamientos sádicos cruzaron mi mente: ¿y si se cae del tercer piso, casualmente? ¿O si le abro la puerta para que salga hecho la raya y se pierda? Por fortuna, decidí reprimir a ese sociópata que todos llevamos dentro y devolver al animal para que algún niño le diera un hogar tolerante, por no decir feliz. Vamos, una familia que necesitase a una persona más en su hogar, una persona como Panchito.

Observarán que no soy muy fanática de los perros, por lo cual podrán entender mis objeciones al Parque México, en la Colonia Condesa del Distrito Federal.

Vivo en su mismo código postal. Este espacio forma parte de un micro cosmos de la Ciudad de México. Extranjeros, gente con dinero que se mueve en bicicletas, restaurantes coquetos, delicadas cafeterías con exquisiteces, hermosos edificios y casas afrancesadas, que quisieras tocar con un dedo ensalivado para apartarlas y soñar: “es mía”, como cuando de niña no quería compartir el almuerzo en el colegio.

Lo primero que uno percibe cuando se adentra es un ligero olor a caca. Lo segundo que uno aprecia en cuanto se interna en el parque es un intenso olor a caca. El hedor empieza por notarse desde que visualizas letreros donde explícitamente se solicita recoger las gracias y heces del animal.

Y a medida que caminas por sus pasillos, ahí están, una larga fila de perros en proceso de entrenamiento.

Y gente feliz, tirándoles pelotas al agua. Perros, perros por todos lados. Y sus amos cargando bolsitas de plástico. Si supieran los del Superama o Sumesa que sus bolsas son tan útiles…

No hay horarios en este parque. Por lo menos en mis visitas no he encontrado patrones de costumbres muy claras.

Están por supuesto los que se ejercitan. De todas las formas, pesos y vestimentas, corren en una y otra dirección del parque. Hacen elíptica y pesas en unos aparatos muy monos color verde, eso sí, siempre en medio de las partículas que despiden los montoncitos color café que los animales tienen a bien tirar por todos lados. ¿No pensará esta gente que es anti-higiénico dar bocanadas de aire en medio de esta nube tóxica?

Eso sí, admiro a los corredores y la manera en que generan endorfinas naturales. Se ven envidiables desde la mesa en la terraza del restaurante, mientras gestiono un orondo desayuno de huevos rancheros y café, antojos de la desvelada del día anterior. O saboreando un chocolate de una tienda en la calle de Ozuluama y Ámsterdam, de esos que te llevan directo al cielo.

También se encuentran las mamás. Esa especie orgullosa de traer al mundo criaturas hermosas que quieren todo: algodón de azúcar, subirse a la bicicleta doble, pompas de jabón, paseo en el mini pesero, pintar arte (dibujos de Pokemon, Blanca Nieves y formas amorfas), que luego deberán ser colgados en casa.

Otras especies que habitan el parque incluye a los bikers en exhibición. O los de los tambores que truenan a dos cuadras de distancia. A los que hacen esgrima o meditación. A los que dormitan o se relajan frente a la fuente color azul.

A los que se besan, y me dejan intrigada sobre los motivos que hacen afrodisíaco un parque atascado de perros y sus excrecencias. Pero la juventud es impetuosa, supongo, o menos quisquillosa.

Los más exóticos son aquellos que van al parque a buscar amigos de ocasión o más aún aquellos que van en busca de auditorios. Se observan dinámicas de grupo espontáneas lideradas por señores con dudosos títulos, que ofrecen redención y fórmulas instantáneas para ser felices en la vida. Me he topado con chavos que te leen cartas desde el corazón. Quizá salieron de terapia y tenían alguna necesidad específica de comunicarlo a todo aquel que disfrutaba su domingo sentado en una de esas bancas tan monas que, según mi sobrina Victoria, son “casitas”, donde ella se cree un “chango” y trepa con singular alegría por las “paredes”.

El Parque México, ese espacio donde te quieren inscribir a cualquier programa: ADOPTA UN PERRO, UN NIÑO, UNICEF, GREENPEACE.

No te cansas de recorrer y descubrir distintas tonalidades, según la hora y día, el anfiteatro y sus pasillos, los caminos de lodo y los de cemento. Pero el parque tiene su compensaciones. Al final no puede faltar una ida a la Heladería Roxy para desintoxicar la lengua.

Verde, arbolado, con sorprendentes graffitis y un mobiliario urbano antiguo, lo que si no puede uno es salir del Parque México sin verificar que no tenga mierda en el zapato.

Gracias Victoria, por llevarme con placer a descubrir tantas cosas del Parque México.

en Sinembargo al Aire

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