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Catalina Ruiz-Navarro

28/10/2014 - 12:02 am

Espejito, espejito

La semana pasada Renee Zellweger rompió internet cuando circularon unas fotos suyas en las que se ve diametralmente distinta a como la recordábamos. Ya sé, la noticia es una inmensa tontería, pero así somos, tontos, y en esas tontas reacciones dejamos ver cómo funcionan los prejuicios en nuestra cultura y como esos prejuicios refuerzan y […]

Fotografía tomada de la red
Fotografía tomada de la red

La semana pasada Renee Zellweger rompió internet cuando circularon unas fotos suyas en las que se ve diametralmente distinta a como la recordábamos. Ya sé, la noticia es una inmensa tontería, pero así somos, tontos, y en esas tontas reacciones dejamos ver cómo funcionan los prejuicios en nuestra cultura y como esos prejuicios refuerzan y mantienen unas injustas estructuras de poder.

Renee Zellweger ya nos dió explicaciones sobre su apariencia (como si tuviera que hacerlo) y básicamente nos dijo que está feliz y saludable. Sin embargo el ridículo alboroto nos puso a hablar sobre lo que significa ser una celebridad, sobre nuestro paradigma de belleza para las mujeres y otros límites estéticos y biopolíticos que le ponemos al cuerpo como la vejez, todos debates que desembocan en el problema de la autonomía del cuerpo.

Lo primero es entender que hay una Renee Zellweger en tanto que celebridad y otra en tanto que persona. Zellweger la celebridad representa una serie de ideas dentro de la cultura pop. Es casi que un personaje de ficción, que está montado, que vive y existe en una Zellweger persona, que tiene una vida, sentimientos, autonomía, pensamientos, etc. Paradójicamente, aunque la vida personal de Zellweger es realmente irrelevante, hablar de ella en tanto que celebridad no lo es, porque su representación en el imaginario pop nos habla de nosotros mismos.

Recuerdo que cuando niña jugaba con mis amigos a imitar a los personajes de los programas que veíamos en televisión. Por ejemplo, cuando jugabamos a Los Thundercats, con frecuencia el líder del grupo “se pedía” a Leono (Lion-O), y la niña “más bonita” a Chitara (Cheetara). El otro único otro papel disponible para las niñas cisgénero del juego era Felina (WilyKit), una niña casi idéntica a su hermanito mayor, Felino (WilyKat). La mujer y la niña, esas eran las únicas posibilidades de representación, y así es en casi todas las ficciones con las que crecí. Como en estos juegos solía haber más niñas que niños, muchas no tenían más remedio que hacer el papel de hombres y la más descastada se quedaba con Pantro (Panthro).

Esta escasez en la diversidad de representación de las mujeres ha cambiado muchísimo y para bien, y hoy podemos encontrar series donde hay representaciones variadas y complejas como Orange is The New Black (que le dio trabajo a un montón de actrices maravillosas para quienes antes no se escribían papeles ni siquiera) o Avatar The Legend Of Korra, donde los personajes de mujeres son protagónicos, variados, complejos, autónomos y fuertes.

Mientras los personajes para mujeres en Hollywood sigan limitados a “la chica” las actrices de Hollywood no van a poder envejecer. Nos parece sexy Sean Connery, cualquier mujer que se vea mayor de 35 años deja de ser sexy para la audiencia y para los productores y estéticas de Hollywood, y como para ese sistema el principal (¿único?) atributo de una mujer es ser sexy, las mujeres viejas pierden su razón y de ser y con eso su trabajo. Ante eso es comprensible que una actriz trate a toda costa de mantener su apariencia joven, de eso depende su trabajo y su límite de obsolescencia. Las mujeres, a diferencia de los hombres, salimos de escena cuando envejecemos.

Pero no son solo las actrices. Muchas mujeres no confiesan su edad simplemente porque después de los cuarenta años les será muy difícil conseguir trabajo. A todas nos bombardean constantemente con cremas antiarrugas y todo tipo de productos que nos recuerdan nuestra fecha de caducidad. No son solo las actrices. Por eso las edades de las mujeres se vuelven un secreto de Estado.

A las mujeres, además, nos exigen una cosa rarísima: envejecer “con dignidad”. Esto quiere decir o bien aceptar la vejez (y con ella una sentencia a la obsolescencia) calladas, sin chistar, o hacernos algunos retoques aquí y allá en cuyo caso la dignidad reside en que nadie sepa a ciencia cierta por qué nos vemos más jóvenes. De todas formas, la sociedad nos juzga por ser la Reina Malvada y vanidosa que contempla su cara anacrónica en el espejo o la Anciana Malvada y dejada que agrede jóvenes muchachas inocentes con una manzana. Yo crecí en una casa con mujeres de cuatro generaciones. Las vi a todas desnudas, a mi mamá, a mi abuela, a mi bisabuela, y sé lo que me espera. De niña siempre sentí hacia la vejez muchísima reverencia (las mujeres que más admiraba eran mayores de 60), también me parecía que llegar a vieja era un logro, motivo de orgullo, y que las arrugas de mis abuelas eran como los anillos de lo troncos de los árboles, una especie de medallas de su paso por la vida. Hoy, a mis 31 años, me encuentro preguntándome preocupada si eso será una arruga frente al espejo. Encima este año me salió mi primera cana, algo que solo es preocupante porque soy mujer, en los hombres los cabellos blancos equivalen a sex appeal, madurez, experiencia. Mi envejecimiento empieza a hacerse visible, es más evidente que no poder lidiar con la resaca. Me encuentro entonces teniendo un miedo irracional a esa vejez, no a los achaques o dolores que puedo aguantar en silencio (y con una mano en la frente para mayor drama), es más un miedo a ver, y a que todos vean, cómo se avejentan mis selfies. Es el mismo miedo irracional que sentimos los fans de Empire Records al ver que Zellweger había envejecido, que eso se puede, que “we are next”.

La idea compartida e impuesta que tenemos de belleza es una de las formas más eficientes de mantener estructuras de poder y controlar los cuerpos de las mujeres. Por eso muchas están dispuestas a hacer lo que sea para cambiar su cuerpo, ajustarse al modelo es cuestión de supervivencia. En Colombia se critica mucho a las chicas que encarnan la estética del narco, operadas, o mejor dicho “pimpeadas” como para ostentar el poder de sus “propietarios”. Ellas probablemente se operan porque en los mundos violentos en que viven es bien posible que el lugar más digno sea “esposa de narco”. Lo que queda es aseadora o muerta. Un par de tetas puede ser la única forma de ascenso social para muchas en una sociedad sin opciones reales para las mujeres.

Por supuesto, lo de la cirugía es furor en Colombia y tenemos casos celebremente terribles como el de esa mujer en Miami, a la que un médico mercachifle que le inyectó cemento en el culo, y la mató. Es un problema de autonomía: cada mujer tiene derecho a intervenir su cuerpo como quiera y ejercer y entender esa libertad es algo muy importante. Un ejemplo maravilloso es la artista Orlan: varios de sus performances han sido hacerse cirugías en vivo (por stream) y hacer intervenciones en su cuerpo que retan y cuestionan nuestras ideas de belleza, se alteró la frente para parecerse a la Mona Lisa y la barbilla para semejar a la Venus de Boticcelli

Sin embargo aquí hay que decir que esa autonomía se ve mermada cuando no somos consientes de que una intervención responde a las presiones de “El Sistema” (que en realidad es un eufemismo para decir Patriarcado). El derecho a la autonomía del cuerpo se patologiza bajo unas exigencias monolíticas y tiránicas de belleza que obligan a las mujeres a homogenizarse pues ya nos han dejado muy clarito que para las viejas y feas no habrá ni trabajo ni amor.

¿Qué hacer ante esa terrible crueldad? Podríamos comenzar por entender que todo eso que decimos de las fotos de Zellweger en realidad lo decimos de nosotras mismas. Cuando le recriminamos por envejecer o por supuestamente intentar evitarlo con cirugías nos estamos pegando un tiro en el pie. Criticar la apariencia de celebridades parece delicioso y hasta inofensivo, creemos que ellos están por allá, intocables, lejos de nosotros, pero olvidamos la manera en que sus imágenes, como símbolos, afectan y moldean los prejuicios que dirigen nuestra vida cotidiana. Son cambios pequeños, son acciones mínimas que solo tendrán un efecto liberador si se hacen en colectivo y con persistencia. Tener control de nuestros cuerpos pasa por tener una conciencia crítica de los efectos de nuestros juicios sobre los cuerpos de los demás. Nuestros prejuicios estéticos rebotan en los espejos.

@Catalinapordios

Catalina Ruiz-Navarro
Feminista caribe-colombiana. Columnista semanal de El Espectador y El Heraldo. Co-conductora de (e)stereotipas (Estereotipas.com). Estudió Artes Visuales y Filosofía y tiene una maestría en Literatura; ejerce estas disciplinas como periodista.

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