Ciudad de México, 28 de junio (SinEmbargo).- Las penurias económicas son a menudo la salsa con que los escritores condimentan sus alimentos diarios y eso es decir mucho en un universo donde el dinero suele destacarse por su ausencia.
¿Se puede vivir de la escritura?, es la pregunta que se hacen a menudo los jóvenes aficionados a las letras, sin que ese cuestionamiento se replique en otras profesiones. Ningún médico o abogado en ciernes pondría en duda de antemano la posibilidad de desarrollo económico que va implícita en su profesión.
Hay que decir en este punto que la tan mentada y sufrida crisis económica ha democratizado la pobreza y no son poco los leguleyos o matasanos que conducen un taxi o atienden en un call center por eso de que “no hay chamba en lo mío”.
Pero escribir es todavía un lujo decimonónico para muchas personas. Va de la mano con otras actividades artísticas que la gente se niega pagar. Nadie que se dedique al mundo inasible de las palabras podrá negar lo molesto que resulta aquello de “hacer de onda” lo que constituye a todas luces el único y modesto oficio para el que la naturaleza esquiva lo ha más o menos dotado.
Sin embargo, qué mal visto es aquel autor que pide lo que se considera mucho dinero para asistir a un congreso o dar una conferencia, eso cuando el congreso se aviene a pagar por dichas actividades. La mayoría de las veces, se sabe, con el hotel y el pasaje en clase turista de alguna infame compañía aérea low cost, el autor de marras debe darse por bien servido.
¿Por qué el dinero se convierte en un asunto ético de vida o muerte cuando se aplica a los escritores?
Si vive bien, vende muchos libros y maneja un buen auto, el consenso general es que el autor no hace literatura sino negocios. Se ha vendido al oro del mercado y por tanto su literatura se pone permanentemente en tela de juicio.
Si es un pobre diablo anónimo, leído por dos o tres vecinos y alguna novia incauta, lo más probable es que el olor a fracaso, un mal que muchos consideran contagioso, lo condene al ostracismo absoluto.
Hay una tercera categoría, la de autor de culto que aun sin tener éxito o buena posición económica se ha ganado a pulso el respeto de sus pares, un valor que pierde inmediatamente cuando su obra comienza a ser leída por el “gran público”.
ESCRIBIR LIBROS Y HACERSE POBRE
Si para un plomero importa cuántos baños arregla en el día o para un taxista cuántos pasajeros se suben a su nave cotidianamente, el número no hace al oficio de escribir. Puede tener ensayos, libros de entrevistas, biografías, novelas y poemarios y ser lo que se llama “un autor prolífico”, que nada de eso importa si sus trabajos no cobran relevancia en el mercado libresco.
Es más, entre los que se dedican a las letras, permanece mayoritariamente la impresión de que se puede vivir de cualquier cosa menos de los libros.
Así, las conferencias, las clases universitarias, los diplomados, los talleres literarios, se convierten en un accidentado modus vivendi que ayuda a pagar renta, comida y demás “lujos” a que el escritor se niega a renunciar.
El joven autor juarense César Silva, autor de la reciente Juárez Whiskey, novela editada por Almadía, ha ganado varios premios literarios, escribe sin parar a razón por lo menos de una novela cada dos años y junto a su mujer, la también escritora Magali Velasco, han fundado recientemente la librería Caballito azul en Coatepec, donde residen.
Ambos trabajan en el ámbito universitario y en la esfera pública de la cultura de Xalapa, demostrando con ello que escribir no es un asunto directamente relacionado con lo material, sin que por ello busquen labrarse una imagen de autores románticos dispuestos a pasar hambre en nombre de las letras.
Escribes porque tienes que escribir y escribes lo que tienes que escribir. Si te va bien qué bueno y si no te va tan bien, también. Esa es un poco el sentir generalizado entre los autores.
DIVERSAS PROFESIONES EN EL DÍA, LA VOCACIÓN EN LA NOCHE
Muchas veces se ha hablado, en relación con el chileno Roberto Bolaño (1953-2003) de sus diversos trabajos como vendedor de bisutería y vigilante en un camping, cuando no mantenido por su esposa, Carolina López, empleada pública en Blanes. Se sabe que el famoso autor de Los detectives salvajes, hoy una figura más que consagrada en el ámbito de las letras mundiales, siempre anduvo detrás de la chuleta, aunque con resultado infructuoso.
Hacer de camarero o de repositor de supermercado, de periodista y traductor, de corrector o profesor universitario, para el caso da lo mismo: muchas veces resultan oficios paliativos que esconden la verdadera vocación del autor, que no es nada más ni nada menos que escribir.
Están los que se benefician de becas estatales y no faltan aquellos que como el argentino Martín Cristal (1972), autor de Bares Vacíos y la reciente Las ostras, huyen de ellas como de las gripes.
Martín, que de día oficia de diseñador gráfico en un despacho en su provincia de Córdoba natal, está convencido de que “cuando ya te sacas todos los ropajes del escritor, la editorial importante, los premios, etcétera etcétera, lo único que importa es ese espacio en tu recinto de trabajo, cuando sencillamente escribes”.
“La literatura que hay que escribir para propiciar cierto grado de rédito económico, y además de propiciarlo, asegurarlo y hacerlo durar, a mí simplemente no me sale”, dijo el también argentino Martín Kohan (1967) al periodista Nicolás Parrilla, del diario Clarín.
En una entrevista para dpa, el hijo del poeta chiapaneco Jaime Sabines (1926-1999), Julio, contó que el autor de Tarumba escribía a mano, en carpetas de tapa dura, generalmente a la tarde, después de comer y antes de irse al trabajo.
Tuvo varios negocios familiares, entre ellos una fábrica de comidas para animales y una mueblería que hacía “objetos burdos, chiapanecos, de los cuales todavía conservamos algunos”, contó el hijo, quien a su vez se mostró orgulloso de un progenitor “que nunca vivió de becas ni de subsidios, para poder escribir, según decía, lo que viniera en gana”.
¿CUÁNTO TE PAGAN POR ESCRIBIR UN LIBRO?
Cuando un escritor firma un contrato por un libro, generalmente suele recibir un adelanto por regalías. Es decir, cobra una suma de dinero que deberá ser descontada de las ventas de su novela.
Si bien le va, en la primera tirada logra saldar esa deuda con la editorial y a partir de allí recibir el 10 % por cada ejemplar vendido. Entre las editoriales que jamás presentan un informe de regalías hasta aquellas puntillosas y serias que contabilizan con precisión cada movimiento, se debaten los autores. Un libro suele venderse en el lanzamiento y poco más allá. Después, ingresa a un catálogo que se asemeja al triángulo de las Bermudas, pues las librerías reemplazan inmediatamente los ejemplares por las novedades, con el pretexto de que no hay espacio para “los libros que no se venden”.
Es un verdadero galimatías: si no está en las librerías, ¿cómo se va a vender?
Una circunstancia como la de que el libro en cuestión comience a formar parte de los programas educativos le da un cierto aire benéfico al escritor toda vez que posibilita la venta en gran escala a las distintas escuelas y bibliotecas que forman parte del sistema educativo nacional.
“Me gusta mucho lo que dijo José Emilio Pacheco cuando recibió el Premio Cervantes, en el sentido de que el escritor pertenece a un gremio mendicante, que era reivindicar precisamente lo contrario, la marginalidad del escritor, su anonimato, la vida dura, la falta de reconocimiento y sin embargo la escritura que florece, poderosa, sin premios ni nada”, agrega.
“Las ventas bajan pero también bajan los honorarios de los cursos, de las conferencias y siempre he preferido hacer eso a tener que escribir columnas en los periódicos sobre temas que no me apetecen”, agrega.
“El Premio Alfaguara me ha dado una beca para lo que me dure”, reconoce el autor madrileño, quien ha recibido un nada despreciable cheque por 175 mil dólares, la moneda corriente en las universidades estadounidenses que suelen contratar por sueldos exorbitantes a autores de acuerdo a su fama y prestigio.
Por caso, se dice que 500 mil dólares al año recibe el peruano Mario Vargas Llosa por sus semestres en la Universidad de Princeton, aunque va de suyo que no es un salario excesivo para quien ha tenido entre otros premios un Nobel.
Como sea, escribir es la mayoría de las veces un sino fatal que lejos de brindar bienestar económico a quien lo ejerce, obliga al autor a navegar con mucha ansiedad por un mar de incertidumbre que explota el día en que se vencen la renta y los servicios básicos.
En ese sentido, se trata de un destino compartido con muchos otros oficios y siempre queda la satisfacción moral que deviene de hacer, después de todo, aquello para lo que ha nacido, la vocación a la que está “condenado”, más allá de justas o insignificantes remuneraciones.