La vida en la alacena

28/06/2013 - 12:01 am

Margarita tiene diabetes, es por eso que no olvida comprar avena en el Mercado de Abastos y llevar una bolsita cada día al trabajo. Le dijeron que en la casa no se comía nada con gluten. Ella simplemente acató las órdenes. A lo mejor eso del gluten es lo que tiene a la señora tan cansada todos los días, pensó.

Cada día llega a las ocho de la mañana y saluda a Salvador, que está medio dormido atrás del escritorio, cansado de esperar toda la noche que lleguen borrachos al edificio en autos deportivos y camionetas de esas que no se ve al conductor.

Oprime el botón del N11 y sube al lujoso elevador de vidrios. No entiende por qué un elevador tiene vidrios, pero le parece bonito que se pueda ver. No se siente uno encerrada, dice. Lástima que lo que se ve sean tubos y vigas de metal y paredes de cemento sin pintar. ¡Qué manía tan rara esa de dejar los edificios modernos que parecen a medio terminar!

Tiene sus llaves. Sabe que lo primero que tiene que hacer es preparar el desayuno. Distinto para cada uno de los cuatro habitantes invisibles de la casa.

Para la señora, un mango picado, que eventualmente irá a dar a la basura. Margarita sabe que la señora no come nada. Sólo unas barritas y unos licuados con un polvo que sabe extraño. A veces ni el licuado se acaba. Pero hace como que sí y Margarita hace como si no supiera. Le da pena tirar el mango. Ella se lo comería, pero no le va bien con su plato de avena y leche.

Para el señor, un café y un pan tostado con mantequilla de cacahuate y fresa. La señora siempre lo critica. Es como su saludo de buenos días. Ella llega del gimnasio que tiene el edificio, al cual Margarita solo entró el día que encontró a Javier, el hijo, tirado en el baño, vomitando. Se dio el susto de su vida. El muchacho, al parecer, había tomado unas pastillas de su madre, demasiadas. Quizá los tres botes que había bajo llave. Ese día, hasta ella salió regañada. Le echaron la culpa de haber dejado la llave del cuarto de medicinas por ahí. Margarita no dijo nada. No sabía de qué le hablaban, pero tampoco podía decir eso. Sólo se acordaba de los ojos de Javier, azul vidrioso, que se le veían bien raros. Como con gotitas derramadas. Los hermosos ojos de ese niño que había cuidado se veían apagados. Ya se petatéo, pensó. Pero Javier no se petateó. Dicen que se fue con unos tíos a Mazatlán. Que ahí iba a descansar y lo cuidarían. Margarita nunca había ido a Mazatlán, pero le preguntó a María, la hija, que cómo era. Esta apenas viéndola a los ojos, le dijo que era una playa. Y que era un lugar para adictos. Después se fue.

A María le preparaba chilaquiles o huevo, dependiendo. A veces de los dos. Siempre como a eso de las 12 que se levantaba. Cada vez que Margarita salía del cuarto de la joven distinguía un olor agrio, como el de los viejos del pueblo, como el de su propio padre cuando tenía que ir por él a buscarlo a la cantina. María se aseguraba de que no hubiera moros en la costa y le pedía, más bien le ordenaba, doble ración de chilaquiles con crema y pollo. No lo tenía permitido. Su madre se moriría si supiera que Margarita le daba todo eso para desayunar.

Y es que María robaba comida de la despensa, y botellas de vino. Era muy obvio. Pero había tanta comida y tantas botellas que era imposible que los señores se dieran cuenta.

Margarita sabía que María no estaba muy contenta. Ella la encontraba muy bonita, con unos ojos negros muy lindos, se parecía al señor. Era más morenita que Javier y con grandes caderas y piernas rellenitas. La señora siempre le gritaba que estaba gorda, cosa con la que Margarita jamás estuvo de acuerdo. A su gusto, María era una muchacha sana y con gran apetito, a la cual daba gusto hacerle enchiladas, sopes y tamales. A veces, cuando María estaba de buenas, en agradecimiento por tanto chilaquil y tanto silencio, le regalaba un panqué de elote sin azúcar. Eso era lo que más disfrutaba Margarita. Se comía su panqué en la alacena, sentada en la escalera y saboreando el café, el cual apoyaba en la lavadora. Sólo que no podía tardarse tanto porque en cualquier momento llegaba la señora y se pondría a chillar como una gallina.

Ese día le tocaba la carga de color. Siempre que se encontraba dinero o billetes, los guardaba en la alcancía de la cocina, para la caja chica. Es que la señora a veces se le olvidaba que le debía dinero, o el señor salía corriendo. O Javier le pedía prestado 200 pesos cuando iba su amigo, uno muy extraño que llegaba a saludar y se iba. Margarita no sentía que robaba, porque lo tenía a la vista de todo el mundo. Sólo era cuando a los señores se les olvidaba y ella no tenía con qué pagarse el camión de regreso o con qué pagarle al del mandado. O cuando había que comprar las medicinas del señor. Unas pastillitas azules que mandaba pedir a la farmacia cuando se iba a Cuernavaca solo.

El día que Javier tuvo que irse al hospital Margarita lo acompañó en la ambulancia. Porque el señor estaba en Cuernavaca, la señora estaba en el gimnasio del edifico, y no la dejaron pasar a buscarla, ni siquiera oyeron lo que tenía que decir. María, quien sabe… desde hace tres días se había ido a dormir a casa de una amiguita. Así que Margarita llamó a la ambulancia y se fue con Javier.

No le soltó la mano en todo el trayecto. El espacio era tan cerrado que le recordó a la alacena donde se comía su panqué. Sólo que esta vez estaba asustada. Sentía la presión de la mano de Javier, aferrada a sus arrugas como si fuera lo último que hubiese en el mundo.

Margarita entendía bien ese sentimiento. Cuando se fue su marido y le mataron a su hijo por un asunto dizque de drogas, ella también sintió que lo único que le hubiera gustado era estar aferrada a una mano, como si fuese lo último que hubiera en el mundo.

@mariagpalacios

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