Jorge Alberto Gudiño Hernández
28/05/2022 - 12:05 am
Lugares seguros
«(…) no es absurdo considerar que la escuela de mis hijos o la universidad donde trabajo son lugares más seguros que mi propia casa dadas las medidas de seguridad con que cuentan».
Todos los días llevo a mis hijos a la escuela. Los entrego en la puerta y me espero a que estén adentro. Después, me voy a trabajar y no me preocupo por ellos hasta que vuelvo para recogerlos. El más pequeño va en primaria, por lo que debo mostrar la credencial para que me lo entreguen. El mayor va en secundaria y sólo sale hasta que me ve afuera, esperándolo. Esto es algo que sucede con muchos de los papás de la escuela. Si, por alguna razón, alguno llega tarde (se le poncha una llanta, se le atraviesa un asunto de trabajo o se le resquebraja la puntualidad), la escuela se queda con los alumnos hasta que llegan por ellos. A veces, alguno de los chicos de secundaria se sale por la costumbre de encontrar a sus padres afuera y no los halla. Lo habitual es que espere unos cuantos minutos y, si no llegan a recogerlo, se regrese al edificio. De no hacerlo, decenas de padres de conocidos suelen brindar ayuda: ofrecen llamar a su papá, llevarlo a casa o esperar a su lado.
Todo lo anterior sirve para decir que, desde que mis hijos llegan a la escuela hasta que salen (y aún un poco después) están en un lugar seguro. O, al menos, eso es lo que pensamos. Nosotros y muchos de los padres del mundo, quiero creer. Es cierto que hay problemas entre chicos, que el bullying crece cada día o que siempre puede haber un accidente. Pese a ello, consideramos que las escuelas son lugares seguros.
Alguna vez un alumno de la universidad donde trabajo nos hizo ver que, dentro del campus, no solía preocuparse por su seguridad. Como ejemplo, señaló que cada uno de los alumnos traía una computadora, un teléfono y cosas que podrían resultar atractivas a los criminales. Bastaba con no dejarlas abandonadas sin supervisión: nadie iba a llegar con un arma para robárselas. Tiene razón. Dentro de la universidad también nos sentimos en un lugar seguro.
Y, de forma más tangencial, podemos ir ampliando esa lista. Tal vez sea más ilusorio pero algunos centros comerciales o restaurantes nos parecen sitios seguros. Debe haber más dentro de los espacios públicos y es muy probable que pensemos en nuestras propias casas como lugares de ese tipo. Sin embargo, no es absurdo considerar que la escuela de mis hijos o la universidad donde trabajo son lugares más seguros que mi propia casa dadas las medidas de seguridad con que cuentan.
Y, de pronto, de la nada, un chico podría entrar con un arma de asalto y disparar a todos los niños de un salón.
Ha sucedido en demasiadas ocasiones y, aunque siempre se puede argumentar que no es algo que sucede en nuestro país, lo cierto es que estos ataques vulneran todos nuestros lugares seguros.
No puedo imaginar el dolor de los padres que dejaron por la mañana a sus hijos en la escuela, asumiendo que era un lugar seguro. No puedo ni quiero imaginarlo. La idea de ese dolor es excesiva.
Sé que esa clase de masacres se deben al acceso a las armas en Estados Unidos, a la facilidad con la que alguien puede comprar trescientas balas para un arma propia para una guerra. Sé que no lo van a solucionar pese a que rezan y mandan condolencias pues es un país que cree en el derecho a estar armado y muchos de sus políticos reciben dinero de los fabricantes de armas. Sé que este dolor se va a repetir una y otra vez. Y, quizá por eso, estos días he respirado más hondo al dejar a mis hijos en la escuela. Más profundo, mucho más profundo, porque una grieta se ha abierto en una de mis convicciones. Ya no hay lugares seguros.
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