LECTURAS | “Sexo, exilio y rock and roll”, de Ali Eskandarian

28/04/2018 - 12:03 am

Hambrientos y pobres, grandes y saltando de cama en cama y de amante en amante, los personajes de esta novela son exiliados románticos que viven con el rock and roll como religión, conjurándose para prorrogar indefinidamente el clímax de la eterna adolescencia.

Ciudad de México, 28 de abril (SinEmbargo).- En el 2013 el músico iraní Ali Eskandarian fue brutalmente asesinado en su casa de Brooklyn. En los meses previos a este terrible acontecimiento, Ali había intercambiado correspondencia con un amigo y editor holandés, Oscar van Gelderen, sobre su novela semiautobiográfica; una narración que nos sumerge en la primera década del siglo XXI, a caballo entre Nueva York, Teherán y Dallas. Sexo, exilio y rock & roll es una novela perfumada con el exceso y la decadencia de espíritu. Narra la historia de un grupo de músicos iraníes en su más tierna veintena que discurre junto a la del propio narrador, adepto a los biorritmos que le impone la cultura de adopción y entregado incondicionalmente a los placeres que le brinda el sueño americano.

Un libro fascinante, lleno de luces de neón y de la oscuridad más lúgubre. Foto: Especial

Fragmento de la novela Sexo, exilio y rock and roll, de Ali Eskandarian, con autorización de MalPaso Editorial

El avión en el que viajaban aterrizó hacia las seis de la tarde y todavía tardaron varias horas en llegar a nuestro apartamento, pero para entonces los recién llegados ya tenían aspecto de hombres libres.

—¿Qué tal una cerveza, caballeros? —propuse en farsi después de ayudarlos con sus maletas.

Ellos se sentaron en torno a la mesa de la cocina mientras yo sacaba de la nevera unas cuantas botellas bien frescas.

—¡Vuestras primeras cervezas en América! —grité.

Nos bebimos un par cada uno y nos fumamos un canuto antes de que se relajaran lo suficiente para hablar. Yo recordaba como si hubiera sido ayer el shock brutal de mi llegada a Estados Unidos, tantos años atrás. Ahora nuestros nuevos amigos estaban aquí y no iban a regresar a Irán, ya nos encargaríamos nosotros de evitarlo. Viniendo aquí, estos tipos, como algunos otros antes que ellos, habían arriesgado la vida por su arte.

—Habéis venido al sitio adecuado —les aseguró Koli—. Y ahora vamos a divertirnos.

Los llevamos a dar una vuelta por nuestro barrio, en Brooklyn, charlando todo el rato acerca de su viaje. La noche era cálida y soplaba la brisa. Las calles estaban animadas y llenas de gente. Por lo que yo había oído, la huida de nuestros amigos no había resultado sencilla. Los habían encarcelado y los soltaron justo a tiempo para marcharse.

—Eso está bien… la cárcel juega a vuestro favor. Facilita las cosas para pedir asilo —les dije mientras entrábamos en un bar.

BROOKLYN

A veces las respuestas te llegan cuando te encuentras en la boca de un gran cañón. Otras veces el catalizador puede ser el olor a colonia barata que desprende un taxista mientras perora sobre Mahoma y sus profecías. De lo que nunca quieren hablar esos tipos es de sus cuarenta esposas ni de por qué deberíamos creer que Dios le envió un intermediario a una cueva y le entregó el Antiguo Testamento y la Biblia, diciéndole: “Toma, hijo, ahora te toca a ti. ¡A por ellos!”.

Allison nació en un volcán de la isla de Pascua. Fue un sábado, cuando todo el mundo estaba contemplando las estatuas. Ella es Aries, como mi querida madre. Hoy es domingo y Allison está preparando nuestro desayuno favorito: col rizada salteada con ajo, cebolla y champiñones. También gachas de maíz con mantequilla y jalapeños crudos, salchichas vegetarianas y rebanadas de pan integral.

Nuestro nuevo apartamento huele a verdadero hogar. El sol destella entre las persianas de madera y el aire acondicionado montado en la ventana despide aire fresco. En la radio suena Duke Ellington. Me siento un hombre realizado. Hoy es mi segundo día sobrio, y esta vez lo dejo para siempre.

—Te quiero, cariño —me dice ella sonriendo con esos ojos radiantes y llenos de vida.

El suelo tiembla cuando el metro sube o baja traqueteando por la Cuarta Avenida. Me acerco por detrás a ella, que está ante los fogones, la sujeto por la cintura, la atraigo hacia mí y la beso en el cuello. Ella gime de placer y se funde un momento en mi abrazo mientras baja el fuego de la col rizada. Yo deslizo las manos hacia abajo y le aprieto las nalgas con ganas. Ella está removiendo las gachas. Sus minishorts dejan a la vista sus largas y tersas piernas. Me gustaría tumbarla en el suelo de madera de la cocina y examinarla de pies a cabeza, pero acaba imponiéndose el hambre que tengo. Hoy nos sentimos felices; ya llevamos así un par de semanas. Pasamos quince días deprimentes, sin sexo, sin hacer el amor en absoluto. La mayoría de los días yo me emborrachaba después del trabajo, así que cuando a altas horas de la noche ella llegaba del restaurante, yo estaba hecho polvo. No hay nada mejor el amor carnal.

Cuando nos conocimos, ambos merodeábamos por las oscuras esquinas de la noche, nadábamos por las frías aguas de la soltería en Nueva York. Yo me enamoré de ella en cuanto entró por la puerta con un compañero mío de piso y todo un grupo de gente. Aquello se convirtió enseguida en una fiesta. Tenía que conquistarla, pero debía hacerlo con cuidado. No puedes quitarle una chica a un amigo sin desplegar un poco de tacto y maniobrar con destreza. Al cabo de una hora de conocernos, los dos estábamos ciegos de coca y camino de emborracharnos.

Ella escogía bien las canciones; se había sentado y preguntó si podía ocuparse de la música.

—¿Sabes de quién es esta? —me preguntó con picardía.

—Claro, los 13th Floor Elevators. Fantástica elección

—dije. —¿Qué te apetece escuchar?

—Lo que tú digas.

Nos fumamos un cigarrillo a medias; nos lo pasábamos como si nos conociéramos desde hacía años. Estuvimos de fiesta hasta mucho después de amanecer. Luego ella se marchó con mi amigo y tardé un poco en volver a verla.

Todos se quedaban impresionados con el loft en el que vivía entonces; bueno, no es que viviera allí yo solo, ni que fuera tan raro que un montón de gente compartiera un loft en Brooklyn, pero aquel era un sitio especial. Para empezar, estaba en una zona muy atractiva de Williamsburg, en Brooklyn. Yo había procurado mantenerme alejado de Williamsburg, pero tras un breve período de exilio en Texas, descubrí que la única posibilidad de vivir aquí era con media docena de personas, y muchas más entrando y saliendo a todas horas. El loft estaba en el único edificio antiguo que quedaba en pie en esa zona del barrio: un edificio que se alzaba entre la mortecina arquitectura reluciente y con aire altivo, como una montaña frente a la inundación.

Había que subir cuatro pisos por las escaleras. En la cuarta planta, una pesada reja de hierro daba acceso a un largo corredor con seis apartamentos tipo loft, unos más grandes que otros, pero todos lo bastante amplios como para albergar a más de cuatro personas. El nuestro era el mayor de todos ellos. Las vistas desde las ventanas eran espectaculares por sí solas, pero, además, a través de la ventana del baño podías acceder a una azotea del tamaño de un campo de fútbol que no solo ofrecía unas panorámicas totalmente despejadas de la ciudad, sino que contaba con un depósito de agua de quince metros de altura y con una chimenea de veinticuatro metros, ambos perfectamente visibles desde Manhattan si uno deseaba identificarlos. La fontanería era más bien chapucera, el agua caliente nunca salía del todo caliente. Al dirigirte a la cocina a prepararte un café, podías ver a un ratón saltando de un quemador a otro. Si enchufabas la tostadora, el edificio entero corría el riesgo de quedarse sin corriente, cosa que sucedía a menudo. Cuando los vecinos de arriba se movían por su apartamento, nos caía polvo en la cabeza como si nevara. No había forma humana de mantener aquello limpio. Aun así, en cuanto vi el loft supe que debía quedarme allí una temporada y volver a enderezar mi vida. Era un escondite espléndido, y yo me había convertido en una especie de fugitivo y necesitaba empezar de cero. Sin dirección, sin teléfono, sin conexiones con la gente del pasado. Apenas conocía a mis compañeros de piso, todos recién llegados de Irán, músicos de rock que habían conseguido montárselo. Ellos me conocían de haberme visto en el canal Voice of America allá en Teherán, donde la señal se capta ilegalmente vía satélite. Todos estos tipos eran mucho más jóvenes que yo, pero eso no constituía un problema, no me sentía viejo. Al contrario, me sentía más vivo que nunca, y durante el año siguiente disfrutamos juntos de infinidad de juergas. Me cedieron un sofá donde dormir. Era pleno verano y hacía calor. Por aquel entonces yo tenía solo camisetas, dos tejanos, tres pares de calcetines y mis fieles botas negras de cuero. Apenas tenía dinero, ni ninguna oferta de trabajo. Pero era un tipo feliz. Aquellos chicos se portaban bien conmigo y, con el tiempo, me las arreglaría para compensarles su amabilidad. Mi primer bolo consistió en salir de gira con ellos durante dos meses para actuar como teloneros por todo el país. Recibiría a cambio trece dólares diarios para subsistir, un jornal muy escaso se mire como se mire.

El año anterior, durante el exilio que me había autoimpuesto en Nueva York, sufrí una especie de transformación. Había perdido la integridad y el equilibrio; me había visto en la necesidad de vivir de gorra, de dar sablazos. Mi carrera musical y la larga relación con mi novia habían descarrilado de forma repentina y abrupta, y de pronto me encontré viviendo otra vez en Dallas con mis padres y trabajando de camarero en un restaurante que servía desayunos.

Unos meses antes de que todo se derrumbara, mi sueño estaba en pleno apogeo. La cosa empezó a desmoronarse durante una pequeña gira por Inglaterra como telonero de un viejo y legendario cantante, mientras daba los últimos retoques a un nuevo álbum con mi discográfica y formaba parte de una especie de supergrupo. Pero el hedor a muerte lo impregnaba todo. Mi sueño se antojaba alcanzable y por ello resultaba tanto más doloroso. Hubiera sido necesario tragarse muchas mentiras para que la farsa continuara. Toda la historia estaba podrida de raíz. Yo no tenía lo necesario para trepar por la escalera.

Quizá fueron las drogas y las visiones. Años antes, durante una alucinación psicodélica, me había sentado a la orilla de un gran río. Fluía tan poderosamente como el viejo Tigris o el Nilo, y se llamaba Río de la Creación Artística. Me di cuenta de que uno podía sentarse junto a ese gran río, meter un pie dentro, nadar en él, rezarle, atraer a la gente a sus orillas, pero no poseerlo ni ser su dueño, no encerrarlo con un dique o contaminar sus aguas. Uno debía protegerlo a toda costa. Como mínimo, igual que el gran Ganges, ese río debía seguir siendo un lugar sagrado, pues todos los ríos poderosos desempeñan un papel esencial en el ciclo eterno de la vida. Son los grandes conectores. Ellos te arrastran. Son un símbolo de la transitoriedad del universo, del flujo perpetuo, de la libertad suprema.

Cuando me instalé en el loft sabía que lo más conveniente era guardarme la filosofía para mí durante una temporada y dejarme llevar por la corriente. Hicimos la gira, y no resultó fácil, pero a mí me gustó recorrer de nuevo el país. Después, de vuelta en Nueva York, dejé de cobrar mi paga diaria y, durante los tres primeros días, no comí gran cosa. ¿Ya no servía para este tipo de vida? Seguramente no. Es difícil alcanzar el equilibrio.

MANHATTAN

Procuraré hablar despacio y con calma para que entiendas todo lo que voy a decirte, pienso para mis adentros mientras alzo la vista hacia Mana. Ella está sentada al otro lado de la mesa, de espaldas a la ventana, y me mira fijamente a los ojos. Su minestrone está muy caliente y el vapor se eleva hacia su rostro. Cuando me dispongo a hablar, una Harley Davidson con el depósito naranja se detiene rugiendo junto a la acera y me taladra el cerebro embarullándome las ideas. Observo cómo el tipo apaga el motor y desmonta.

—¿Y? —pregunta Mana—. Me estabas diciendo…

—Ah, nada, en realidad. Sí, ha habido algunas. ¿Y qué? Nada especial; en realidad no hay mucho que contar.

Sin que viniera a cuento, Mana me ha llamado esta mañana para ver si podíamos almorzar juntos. Le he explicado que estaba sin blanca y que tenía la pinta de un sonámbulo. Me ha dicho que me duchara y no me preocupase por el dinero. Yo me he alegrado de su llamada, necesitaba ver una cara familiar.

Cuando he llegado a Union Square, ya me esperaba sentada en un escalón junto a una de las entradas del metro de cúpula azul, con sus grandes ojos castaños brillantes de alegría. Nos hemos abrazado y besado varias veces. Siempre hemos quedado aquí, desde el principio de todo. Hemos caminado hacia el sur bajo el aire frío, fumando sus Camel de importación, antes de escoger este local de aspecto acogedor para comer.

—Continúa —me dice.

Empiezo a hablar. Mi plato de espaguetis humea y la fragancia de las alcaparras y las aceitunas verdes me devuelve a otra época, cuando mi padre era copropietario de un restaurante italiano de Dallas, el Sweet Basil Ristorante, en la esquina sudeste de Trinity Mills Lane y Midway Road.

—¿Una copa? —suelto de repente.

—Pensé que querrías pedirla luego —dice con esa voz suya, dulce y maternal.

—Necesito algo que haga que mi corazón deje de latir a toda pastilla —digo, y trato de llamar la atención del camarero.

—¿Y pues? —pregunta Mana—. Estabas diciendo algo de esas mujeres.

Hago lo posible para explicarle lo salvaje que era todo aquello, lo poco preparado que estaba para arrastrarme por la pista de la carne, ese corredor monstruoso y dejado de la mano de Dios que queda entre el East River y la autovía BrooklynQueens, lleno de ninfas y milicianos modernillos, con almas, pollas y coños semisintéticos, bocas dispuestas a chupar, corazones de hojalata, gente que escupe veneno neurotóxico, millares de pollas y coños avanzando y retrocediendo al ritmo de las melodías de ayer y de hoy, secreciones sexuales por todas partes, babas, desperdicios, ratas, vómito, orines, una mezcla viscosa y desprovista de misterio.

Ella me escucha mientras se toma la sopa; observo lo mucho que ha mejorado en los dieciocho meses transcurridos desde nuestra ruptura. No quiero decir «mejorado» en un sentido positivo, sino que se ha endurecido lo suficiente para poder oírme hablar de otras mujeres. Cuando llega su turno, empieza a hablar directamente de su fallido intento por estar con un buen tipo, «un tipo normal», según su expresión. Un italoirlandés que vive con sus padres en el Upper West Side, antiguo compañero de instituto, desertor del ejército, bebedor empedernido y fumador compulsivo… Hasta ahí todo bien.

Se reencontraron en un funeral, empezaron a salir, una noche ella se quedó dormida en la cama del tipo y, cuando más o menos a las siete de la mañana se despertó, se lo encontró en la sala de estar esnifando coca con dos amigos suyos. Él le había jurado que no consumía drogas.

—Al menos, tú eres músico; él, en cambio, solo es un conductor de camiones cisterna en paro. ¿Tiene a una mujer desnuda en la cama y se pasa la noche con otros dos tipos esnifando coca?

Quizá en ese momento la polla no le funcionaba, pienso.

Después de un rato contándome historias, también ella está dispuesta a tomarse una copa y pide un Bloody Mary; yo pido una cerveza. Mi corazón dejar de latir desbocado en cuanto doy unos sorbos. Alzo la mano frente a ella para ver si los temblores han desaparecido y, en efecto, así es.

Al cabo de un rato nos terminamos los platos y las bebidas, ella paga la cuenta y salimos de nuevo al frío brutal. Me estoy congelando. Unas cuantas manzanas más y juro que voy a sufrir un shock hipotérmico.

—La estación está cerca, vamos —insiste ella.

Apretamos el paso, bajamos corriendo las escaleras, nos subimos a un vagón, encontramos un asiento y nos apretujamos muy juntos. Vamos a su casa, a nuestra antigua casa, donde todo acabó por desmoronarse: donde tratamos de aferrarnos desesperadamente a los restos de amor que quedaban entre nosotros, pero al final sucumbimos en las horas oscuras de una fría madrugada de octubre.

Salimos del metro en la calle 86, tomamos el bus hasta York Avenue, nos bajamos y echamos a andar hacia el sur. Ella entra en un súper a comprar un pack de cervezas mientras yo la espero fuera fumando. No me había acercado al Upper East Side desde hacía mucho tiempo, pero volver a pisar mi antiguo barrio no me afecta de un modo negativo. Este es el sitio donde Mana se crio, donde yo me enamoré de ella, una chica de veintiuno recién graduada y aún viviendo con sus padres, dinámica y confusa, perdidamente enamorada y necesitada de algo más en su vida. Ese es el apartamento donde la miré a los ojos y le hablé de mis sentimientos y mis intenciones. Donde hablamos con su familia de nosotros, donde comimos y cenamos infinidad de veces, donde entretuvimos con juegos infantiles a su sobrina y su sobrino. Donde su madre y su hermana regentaban una guardería en el apartamento contiguo. La hermana y el cuñado vivieron ahí hasta que se compraron otra casa cerca. Nosotros, en un ataque de desesperación, decidimos abandonar el piso de Park Slope, Brooklyn, desde el que se divisaban las lápidas, mausoleos y obeliscos del cementerio de Greenwood, y trasladarnos aquí porque el apartamento era más barato y yo no ingresaba nada de dinero. Fue en este apartamento encantador, con su magnífico patio trasero, donde nuestro amor se desmoronó. Los últimos días aquí estuvieron llenos de momentos tempestuosos y, finalmente, un turbulento vendaval arrasó con todo y convirtió en polvo intergaláctico toda la maldita farsa, y los escombros quedaron esparcidos por nuestros futuros comunes.

La llave gira en la cerradura y la puerta se abre, madame y monsieur cruzan el umbral. El apartamento está oscuro y huele al pasado, al profundo y oscuro pasado, a un pasado congelado en el tiempo, incrustado en los átomos y las células, a un pasado impregnado de melodrama, magia, pena, pérdida, felicidad, sexo, anhelos solitarios, uñas de los pies, loción, espuma de jabón, lentes de contacto, cigarrillos, risas, juegos infantiles, masturbación, comida para llevar, televisión, ratones muertos podridos apestosos, dolor, dolor, y amor, un amor eterno e imperecedero. Ella se quita las botas con calma; a continuación se acerca al interruptor e ilumina el viejo campo de batalla.

Yo deambulo por mi antigua casa. No ha cambiado demasiado. Ella va al baño. Me acerco a la estantería y examino los viejos libros, cada uno vinculado a un lugar y una época. Cada título evoca una escena lejana: los dos en la cama con un libro, yo leyendo en el metro de camino a casa para reunirme con ella, o dejando el libro para recibirla en la puerta, para estrecharla y besarla apasionadamente, para quitarle las botas, frotarle las piernas y tenerla un rato entre mis brazos.

Mana me pregunta si quiero una cerveza. Nos llevamos las botellas a su habitación. Ella se sienta en el suelo mientras yo examino sus pinturas y dibujos, que están desparramados sobre la mesa. Se ha aficionado al arte desde nuestra ruptura y los cuadros no están mal, pero regala sin ton ni son la mayoría de ellos sin haberlos firmado, ni delante ni detrás. Doy palmaditas al mobiliario como si lo saludara. Hola de nuevo, cajón; hola, armario; hola, mesa; hola, silla.

Me siento en el suelo junto a ella y recorro con los dedos el estampado de cachemir de la vieja alfombra persa. Resulta agradable, pero el suelo no es mi lugar favorito para sentarme, tengo un culo que es puro hueso. No tardamos en empezar a hablar de “nosotros”, del pasado, de la ruptura, de habernos dedicado nuestros mejores años, por qué, dónde, cuándo.

La conversación se acalora, pero no se desmanda. Yo aún estoy dolido con ella por no adorarme, por no hacerme sentir lo bastante viril, por no aferrarse a mí clavándome las uñas después de un gran polvo, esa misma manera de follar que hace que otras se derritan pero que a ella apenas le arrancaba una sonrisa. Mana dice que ahora sí sabe, que ha llegado a darse cuenta de lo bueno que era.

—No es que esté reconociendo nada —le digo—, pero pasado un tiempo un hombre debe demostrarse a sí mismo ciertas cosas y, bueno…

Ella lo entiende. Lo entiende todo.

Las horas van pasando mientras permanecemos allí tumbados bebiendo cerveza y escuchando a Miles Davis, primero Sketches of Spain, luego Kind of Blue, luego ESP. Finalmente se nos acaban las baterías y decidimos pedir comida vietnamita. Ella me dice que me tienda sobre la cama y se tumba a mi lado. Al cabo de un momento nos estamos abrazando con fuerza. Todavía encajamos de maravilla. Es increíble lo bien que encajamos. Le aparto el largo pelo negro del rostro y le acaricio suavemente la mejilla con el dorso de la mano; luego la sujeto por la nuca y la atraigo hacia mí. Ella se inclina y me besa en los labios. Le acaricio la espalda, desciendo lentamente hacia sus piernas.

—Por Dios, qué pequeña eres —digo.

—Tú sí que eres pequeño. ¿Dónde estás? Estás delgadísimo. Puro hueso —dice dándome unos golpecitos en la cadera. Vuelve a besarme, esta vez con más pasión.

—Oye, que la comida llegará enseguida —arguyo.

—Acabo de hacer el pedido.

—Estos chinos son rápidos. Por eso están adueñándose del mundo, cariño —bromeo con vocecita de película antigua.

—Son vietnamitas.

—Esos son aún más rápidos. Otra vez en la mierda.

—Vamos… bésame…

—Otra vez en el puto Vietnam… Solíamos pedir montones de vietnamita.

—Bésame. —No puedo quitármelo de la cabeza… Maldito Vietcong. Suena el interfono.

—¿Lo ves? —digo.

—Por Dios, ¿cómo se las arreglan para llegar tan deprisa?

—¡Están apoderándose del mundo, ya te lo he dicho!

Sale para pagar y luego se entretiene un rato en la cocina preparando una bandeja y sacando más cervezas.

Yo me pongo a pensar otra vez en mi gran idea, en dejarlo todo y largarme al sur, muy al sur, por la parte de América que queda más allá del ecuador. La idea me viene rondando desde hace tiempo por el cerebro y el endoesqueleto. No me la quito de la cabeza. Es cuestión de ahorrar y soltar amarras: reservar un pasaje en un barco con destino a Buenos Aires o a un lugar así, escuchar cómo suena la bocina del buque y salir a navegar una temporada. Cortar el cordón y liberarse, despojarse del pasado, purgarse, absolverse, abandonar, destruir, reconstruir. Quiero recorrer la tierra en una silenciosa búsqueda.

Mana regresa con una bandeja y yo encierro mis pensamientos con la misma velocidad con que los he sacado a pasear. No tiene sentido seguir dándole vueltas y más vueltas. Hay que atar un montón de cabos sueltos.

—¿Podemos comer viendo la tele? —pregunto—. Hace mucho que no lo hago.

—Claro, si quieres —dice ella.

Nos sentamos en el suelo y comemos viendo la tele. Cuando terminamos, ella lo recoge todo y, tras un poco más de televisión, nos vamos a la cama. Solo nos abrazamos, nada más. Y a mí ya me está bien así.

El Egipto predinástico, escritura cuneiforme, plebeyos aqueménidas, Josephine bailando en un andén ante una multitud, igual que Esmeralda. Ella me ve entre la multitud. Nuestras miradas se encuentran. Deja de bailar y pone una cara asustada. Empieza a gritar, pero su voz es inaudible. Intenta alcanzarme, con los brazos totalmente extendidos y las palmas abiertas. De repente veo que sostiene en brazos a un recién nacido; el cordón umbilical todavía sigue unido al bebé, también a ella, y está empapado de sangre. El bebé no respira. Está muerto.

Suena mi móvil. Extiendo el brazo y lo silencio. Mana está profundamente dormida. Después de lavarme la cara en la pila del baño, la contemplo en el espejo un momento con burlona admiración. “No está mal, no está mal”, digo en voz alta imitando a Dustin Hoffman en el papel de Ratso Rizzo en Cowboy de medianoche. “Precioso, cariño… eres precioso. ¿No podrías intentar quererte un poco? ¿No podrías hacerlo por mí? —continúo—. Deberías haberte quedado en Los Ángeles y haberlo intentado en serio, so idiota. Podrías haber sido una estrella. Una estrella, te lo digo… No. A la mierda Los Ángeles.”

No despierto a Mana para despedirme, pero me quedo allí un minuto contemplando su cuerpo dormido. Los sueños en los que está inmersa, sean cuales sean, no serán recordados. Está totalmente frita. Durante los seis años que pasamos juntos, ni una sola vez recordó qué había soñado. Ella solo expira y se entrega a esa remota disolución, desaparece de la esfera de la conciencia, abandona este mundo y también el otro. Mejor para ella, pienso. En mi caso, los sueños forman parte de mis recuerdos y me acompañan durante la vigilia. Mis sueños y yo estamos casados, unidos, confederados, aliados. Son sueños cromáticos; la mayoría de las veces pequeños episodios sórdidos; en algunas ocasiones melodiosos, pero a menudo disonantes, llenos de modulaciones tonales y de visiones demoníacas, terribles, cargadas de culpa.

Salgo del apartamento y me preparo para enfrentarme al frío brutal de la calle. Menudo invierno hemos tenido. Este año se han superado todos los registros de nevadas. Aprieto el paso y pienso en mi sueño. Me pregunto qué andará haciendo Josephine. Debe de estar pensando en mí. Es la tercera vez que me visita en sueños esta semana. ¿Estará aquí, en Nueva York? Me pregunto si se habrá casado con ese árabe rico de los Emiratos. Y él, ¿le habrá regalado el apartamento de la Avenue Montaigne en París, o se la habrá llevado a Dubai?

Intento olvidar a Josephine y concentrarme en mis necesidades gástricas. Café, pero no de ese tipo tan caro que me encanta. No, limítate a lo barato. ¿Por qué no le habré pedido a Mana que me prestara algo de dinero? Estoy otra vez sin blanca. ¿Cómo voy a pasar el mes? Bueno, lo primero es lo primero, tomarme un café, luego a casa, a ver si puedo colocarme, y después llamar a Carter y suplicarle que vuelva a ofrecerme mi antiguo puesto. Otra vez el turno de noche. Otra vez a pudrirse toda la noche en ese complejo de oficinas reluciente.

El primer sorbo de café me pone una sonrisa en la cara; luego varias mujeres me echan un vistazo en el andén del metro, lo cual me produce un efecto positivo. ¿Qué demonios?, pienso. ¿Qué problema hay, después de todo? Ninguno, fíjate. ¿Te estás muriendo de hambre? ¿Tienes una enfermedad incurable? No, es solo dinero. ¿Problemas, dices? ¿Qué problemas? Primero un pie y luego el otro, Ali; paso a paso. Uno, dos, tres cuatro, dos, dos, tres, cuatro. Lo que necesitas ahora mismo es una ducha caliente y un buen canuto. Unas cuantas horas tocando y, antes de que quieras darte cuenta, será de noche.

Ali Eskandarian – (Pensacola, 1978 – Nueva York, 2013) fue un cantante, compositor y escritor americano de origen iraní. Durante la Revolución en Teherán, la familia Eskandarian consiguió asilo político en Alemania y poco después se trasladaron a Dallas, Texas, donde el joven Ali tuvo la oportunidad de profundizar en la música y el arte. Las canciones de Eskandarian eran una mezcla de folk americano, rock y música tradicional iraní que hablaban de amor, política y soledad. Comparado por la crítica con Bob Dylan y Jeff Bucley, Ali Eskandarian se reveló como una suerte de trovador moderno, poseedor de una de las voces más potentes de nuestro tiempo. Eskandarian fue asesinado junto a dos miembros de la banda The Yellow Dogs el 11 de noviembre de 2013.

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