LECTURAS | Relatos, de Patricia Highsmith: “Esos horribles amaneceres”

28/04/2018 - 12:03 am

Los primeros cinco libros de cuentos de Patricia Highsmith, maestra del suspense y la tensión psicológica.

Ciudad de México, 28 de abril (SinEmbargo).- Este volumen reúne los primeros cinco libros de cuentos de Patricia Highsmith, tres de los cuales –OnceA merced del viento y La casa negra– no habían aparecido hasta ahora en Anagrama. El lector descubrirá en estos relatos los elementos característicos del universo Highsmith: el crimen que irrumpe en lo cotidiano, la maldad que acecha en cualquier esquina, la crueldad que emerge donde menos se la espera, el suspense manejado con mano maestra, un profundo conocimiento de la naturaleza humana, pinceladas de un humor macabro y de una ironía lacerante, además del finísimo manejo del impacto súbito y el giro inesperado. En dos de los libros aquí incluidos la autora vertebra los relatos en torno a un eje central: los animales y su relación con los humanos en Crímenes bestiales y los arquetipos femeninos en Pequeños cuentos misóginos. Este volumen reúne los primeros cinco libros de cuentos de Patricia Highsmith, tres de los cuales –Once, A merced del viento y La casa negra– no habían aparecido hasta ahora en Anagrama.

El lector descubrirá en estos relatos los elementos característicos del universo Highsmith: el crimen que irrumpe en lo cotidiano, la maldad que acecha en cualquier esquina, la crueldad que emerge donde menos se la espera, el suspense manejado con mano maestra, un profundo conocimiento de la naturaleza humana, pinceladas de un humor macabro y de una ironía lacerante, además del finísimo manejo del impacto súbito y el giro inesperado. En dos de los libros aquí incluidos la autora vertebra los relatos en torno a un eje central: los animales y su relación con los humanos enCrímenes bestiales y los arquetipos femeninos en Pequeños cuentos misóginos.

Los relatos de Highsmith. Foto: Especial

Fragmento de Relatos, de Patricia Highsmith, con autorización de Anagrama

PRÓLOGO

Patricia Highsmith es una novelista policíaca cuyos libros pueden releerse muchas veces. De muy pocos otros puede decirse lo mismo. Es una escritora que ha creado un mundo propio: un mundo claustrofóbico e irracional en el que entramos en cada ocasión con la sensación de que corremos peligro, con la cabeza vuelta un poco por encima del hombro, incluso con cierta resistencia, pues vamos a experimentar placeres crueles, hasta que llegados más o menos al tercer capítulo la frontera se cierra detrás de nosotros, no podemos batirnos en retirada y estamos condenados a convivir con alguno de sus muchos fugitivos, hasta el final de la historia.

La tensión empeora porque nunca estamos seguros de si se saldrán con la suya incluso los peores de ellos, como el talentoso señor Ripley, o si acabarán sufriendo los que son relativamente inocentes, como el atolondrado Walter, o si escaparán los relativamente culpables, como Sydney Bartleby en Crímenes imaginarios. El mundo de Highsmith carece de desenlaces morales; nada tiene en común con el de sus pares, Hammett y Chandler. Tampoco sus detectives (a veces monstruos de crueldad, como el teniente norteamericano Corby en El cuchillo, o criaturas racionales, anodinas y amables como el inspector británico Brockway) tienen nada en común con los investigadores románticos y desilusionados que, según sabemos, acabarán triunfando sobre el mal y asegurándose de que se haga justicia, aun cuando deban enviar a una de sus amantes a la silla eléctrica.

Nada es seguro al otro lado de la frontera. No estamos ya en el mundo que creíamos conocer, sino en otro que, de un modo aterrador, parece más real que la casa de al lado. Los actos son repentinos y espontáneos y los motivos a veces tan inexplicables que solo podemos darlos por válidos. Es imposible, ergo creo. Sus personajes son irracionales y cobran vida justamente cuando carecen de razón; de pronto caemos en la cuenta de que casi todos los personajes de ficción son sumamente racionales al llevar vidas que van de la A a la Z, como viajeros siempre toman el mismo tren al trabajo. Sus motivos nunca son inexplicables porque son tristemente obvios. Los personajes son tan chatos como símbolos matemáticos. Alguna vez nos parecieron reales, pero cuando volvemos la vista atrás desde el otro lado de la frontera de Highsmith, nos damos cuenta de que tampoco nuestro mundo es tan racional. De pronto, con una sensación de temor, pensamos: “Quizá pertenezco aquí”, y al adentrarnos por una calle familiar pasamos con un escalofrío de aprensión delante de las oficinas de American Express, el foco, para muchos de los turbios hombres de Highsmith, de su desarraigada experiencia europea, el sitio donde se recoge la correspondencia (aunque el nombre de los sobres sea falso) y se cobran los cheques de viajero (con una firma falsificada).

Los relatos de Highsmith no nos defraudan, aunque a veces podamos pasarlos por alto más fácilmente a causa de su brevedad. No hemos vivido con ellos el tiempo lo suficiente para quedar absortos. Highsmith es una poeta de la aprensión más que del miedo. Al cabo de un tiempo, como aprendimos todos durante el Blitz, el miedo es narcótico, puede causar que uno se duerma de cansancio, pero la aprensión carcome los nervios suave e ineludiblemente. Debemos aprender a vivir con ella. La novela más lograda de Highsmith es para mí El temblor de la falsificación, y si me preguntaran de qué trata, contestaría: “De la aprensión.”

Desde luego, Highsmith tiene que adoptar un método diferente en sus relatos. Busca ultimar rápidamente al lector más que rodearlo poco a poco, y nos da caza de un modo admirable y experto. Algunos de los cuentos de esta colección se escribieron hace veinte años, antes que su primera novela, Extraños en un tren, pero no da la sensación de que la autora se encontrara aprendiendo el oficio mediante salidas en falso, mediante prueba y error. “La heroína”, un cuento publicado hace cincuenta años, es un examen de la aprensión comparable a su última novela. Sentimos lo peligrosa (e irracional) que es la joven niñera desde la primera entrevista. Queremos gritar a los padres: “Desháganse de ella antes de que sea demasiado tarde.”

Mi relato preferido en la presente colección es “Cuando la flota estuvo en Mobile”; el horror cambiante de su final nos muestra lo mejor de la claustrofobia de Highsmith. “La tortuga de agua”, un cuento tardío, es una historia sobre la infancia que puede compararse con la obra maestra de Saki “Sredni Vashtar”; y en términos de puro horror físico, una emoción rara vez evocada por Highsmith, sería difícil superar “El observador de caracoles”. El señor Knoppert examina a los caracoles como Highsmith a los seres humanos. Los observa con la misma curiosidad vacía de emoción con que Highsmith observa al talentoso señor Ripley:

Una noche, había entrado en la cocina en busca de un aperitivo para picotear antes de la cena y, por casualidad, había notado que dos caracoles se comportaban de manera muy extraña dentro de un cuenco de loza. Erguidos más o menos sobre sus rabos, se balanceaban uno delante del otro y a la vista de todo el mundo como serpientes hipnotizadas por un flautista. Un instante después, sus caras se unieron en un beso de una intensidad voluptuosa. Knoppert se inclinó para observarlos desde todos los ángulos. Estaba pasando algo más: una protuberancia como una oreja aparecía en el lado derecho de la cabeza de ambos caracoles. Knoppert supo instintivamente que se trataba de algún tipo de conducta sexual.

–GRAHAM GREENE

ESOS HORRIBLES AMANECERES

La cara de Eddie parecía de enojo pero al mismo tiempo inexpresiva, como si estuviera pensando en alguna otra cosa. Observaba a su hija de dos años, Francy, que estaba sentada hecha un mar de lágrimas junto a la cama doble. Francy había avanzado hasta la cama tambaleándose, se había dado de bruces contra ella, y había caído al suelo.

–Tú ocúpate de ella –dijo Laura. Estaba de pie, todavía con la aspiradora en la mano–. ¡Yo tengo cosas que hacer!

–¡Por Dios, tú la golpeaste, así que ocúpate tú!

Eddie se estaba afeitando en el fregadero.

Laura dejó caer la aspiradora, se dirigió hacia Francy, cuya mejilla sangraba, cambió de idea y viró de regreso hacia la aspiradora, la desenchufó, y comenzó a enrollar el cable para guardarla. Por lo que a ella concernía, el sitio podía seguir hecho un asco esa noche.

Los otros tres niños, George, de casi seis; Helen, de cuatro, y Stevie, de tres, miraban con bocas húmedas y ligeramente sonrientes.

–¡Eso es un corte, maldita sea!

–Eddie puso una toalla bajo la mejilla de la niña–. Podría jurarlo, eso va a necesitar puntos. ¡Mí- rala! ¿Cómo lo hiciste? Laura guardaba silencio, al menos en lo que respecta a responder a la pregunta. Estaba exhausta. Los muchachos –los compadres de Eddie– vendrían esa noche a las nueve a jugar al póquer, y ella tenía que hacer por lo menos veinte sándwiches de leverwurst para su tentempié de medianoche. Eddie había dormido todo el día y todavía se estaba vistiendo a las siete de la tarde.

–¿Vas a llevarla al hospital o qué? –preguntó Eddie. Su cara estaba a medio cubrir con crema de afeitar.

–Si la vuelvo a llevar, pensarán que otra vez has sido tú, que siempre la estás abofeteando. Y, francamente, suele ser así.

–No me salgas con esa mierda, no esta vez –dijo Eddie–. Y “ellos”, ¿quién demonios son «ellos»? ¡Que se lo metan ya saben dónde!

Veinte minutos después, Laura estaba en la sala de espera del St. Vincent’s Hospital en la calle 11 Oeste. Estaba inclinada hacia atrás en la silla y con los ojos medio cerrados. Había otras siete personas esperando, y la enfermera le había dicho que podría tardar media hora, pero que ella trataría de acortar la espera porque la niña estaba sangrando un poco. Laura tenía preparada su historia: la niña se había caído sobre la aspiradora, debía de haberse golpeado contra la parte de la tubería donde había una perilla deslizante. Puesto que eso era con lo que Laura la había golpeado al tirar de la tubería hacia un costado, porque Francy había estado tironeando en sentido contrario, Laura suponía que esa misma herida habría podido hacerse Francy de haberse caído y golpeado contra la perilla. Tenía sentido.

Era la tercera vez que llevaban a Francy a St. Vincent’s, que quedaba a cuatro manzanas de donde ellos vivían en la calle Hudson. Nariz rota (culpa de Eddie, el codo de Eddie), y en otra ocasión un hilito de sangre del oído que no paraba, y la tercera vez, la única vez que no la habían traído espontáneamente, fue cuando Francy se había fracturado un brazo. Ni Eddie ni Laura sabían que Francy tenía un brazo fracturado. ¿Cómo habrían podido saberlo? No se veía. Pero por ese entonces Francy había tenido un ojo negro, Dios sabía cómo o por qué, y había aparecido una asistente social. Algún vecino debía de haber puesto a la asistente social detrás de ellos, y Laura estaba segura al noventa por ciento de que era la vieja señora Covini, que vivía en el piso de abajo, maldito su culo. La señora Covini era una de esas matronas italianas, gordas y vestidas de negro que vivían toda su vida rodeadas de niños, nervios de acero, y que abrazaban y besaban a los niños todo el día como si fuesen regalos del cielo y unas cosas de lo más raras sobre la tierra. Las señoras Covini no se iban a trabajar, Laura siempre lo notaba. Laura trabajaba de camarera cinco noches a la semana en una cafetería del centro, en la Sexta Avenida. Eso más levantarse a las seis de la mañana para preparar los huevos con tocino de Eddie, preparar la fiambrera, alimentar a los niños que ya estaban levantados, y lidiar con ellos todo el santo día era suficiente para agotar a un buey, ¿o no? En cualquier caso, tres veces el espionaje de la señora Covini les había echado al cuello a ese monstruo, debía de medir dos metros diez por lo menos. Su nombre, cosa bastante apropiada, era señora Crabbe. “Cuatro niños son muchos para atenderlos… ¿Acostumbra usar anticonceptivos, señora Regan?” Oh, pura mierda. Laura movió la cabeza de un lado al otro contra el respaldo de su silla y gruñó, sintiéndose exactamente como se sentía en la escuela secundaria cuando le planteaban un problema de álgebra ante el cual se aburría como una ostra. Ella y Eddie eran católicos practicantes. Habría estado dispuesta a tomar la píldora, por lo que a ella tocaba, pero Eddie no quería ni oír hablar de aquello, y fin de la cuestión. En lo que a ella tocaba, qué gracioso, porque en lo que a ella tocaba no la habría necesitado en lo más mínimo. Como sea, eso había hecho callar a la vieja Crabbe en lo que se refería a ese asunto y le había dado a Laura cierta satisfacción. A ella y a Eddie les quedaba algún derecho, cuando menos, y alguna independencia.

–¿Siguiente? –llamó la enfermera, sonriendo.

El joven interno silbó:

–¿Cómo pasó esto?

–Una caída. Contra la aspiradora.

El olor del desinfectante. Puntos. Francy, que en la sala de espera estaba casi dormida, se había despertado con la aguja de la anestesia y lloró a gritos de principio a fin. El interno le dio a Francy lo que él llamó un sedante suave, en una píldora cubierta de caramelo. Murmuró algo al oído de una enfermera.

–¿Qué son estos moretones? –le preguntó a Laura–. En los brazos. –Oh…, solo unos golpes. Francy se magulla con facilidad.

No era el mismo interno, ¿o sí lo era?, que Laura había visto hacía tres o cuatro meses…

–¿Puede usted esperar un minuto? La enfermera regresó, y ella y el interno estuvieron mirando una tarjeta que la enfermera tenía.

La enfermera le dijo a Laura:

–Me parece que una de nuestras terapeutas sociales la está visitando, señora Regan.

–Sí. –¿Tiene usted una cita con ella?

–Sí, me parece. Está anotado, en casa. Laura mentía.

La señora Crabbe llegó sin aviso, el lunes a las 7.45 de la tarde. Eddie acababa de llegar y había abierto una lata de cerveza. Era obrero de la construcción, y en los meses de verano hacía horas extras casi todos los días, mientras hubiera luz. Cuando llegaba a casa se dirigía siempre al fregadero, se lavaba con una toalla húmeda, abría una lata de cerveza y se sentaba ante la mesa de la cocina, cubierta con un mantel de hule.

Laura ya les había dado de comer a los chicos a las seis, y estaba tratando de encaminarlos a la cama cuando la señora Crabbe llegó. Eddie lanzó una maldición cuando la vio entrar por la puerta.

–Lamento irrumpir de esta manera… –Como el mismo infierno–. ¿Cómo les ha ido?

Francy aún tenía la carita vendada, y la venda estaba mojada y manchada con huevo. En el hospital habían dicho que le dejaran la venda puesta y no la tocaran. Eddie, Laura y la señora Crabbe se sentaron a la mesa de la cocina, y aquello se transformó en un verdadero sermón.

–… Ustedes se dan cuenta, ¿verdad?, de que ambos están utilizando a la pequeña Frances como una válvula de escape para sus propias irritaciones. Puede que alguna gente le dé puñetazos a la pared o dispute con sus parejas, pero usted y su marido son propensos a aporrear a la niña. ¿O acaso no es verdad? –Y puso una sonrisa santurrona, amistosa, hipócrita, mientras paseaba sus ojos del uno a la otra.

Eddie frunció el ceño y estrujó una cajita de cerillas entre los dedos. Laura se movió y guardó silencio. Laura sabía lo que quería dar a entender la mujer. Antes de que Francy naciera, ellos solían abofetear a Stevie, tal vez con demasiada frecuencia. Maldita sea si habían querido un tercer bebé, especialmente en un apartamento del tamaño de aquel, como justamente estaba diciendo ahora esa mujer. Y Francy era la cuarta.

–… pero si los dos pueden darse cuenta de que Francy ya está aquí…

Laura se alegró porque al parecer no iba a empezar otra vez con lo del control de natalidad. Eddie parecía a punto de explotar, sorbiendo su cerveza como si estuviese avergonzado de que lo hubiesen pescado con una, pero como si no tuviese derecho a beberla si se le antojaba, puesto que era su casa.

–… ¿un apartamento más amplio tal vez? Habitaciones más grandes. Eso les ayudaría mucho a aflojar su tensión nerviosa…

Eddie se sintió obligado a hablar de la situación económica.

–Oh, sí, yo gano bien. Remachador-soldador. Calificado. Pero tenemos gastos, sabe. Yo no me pondría a buscar un sitio más grande. No ahora.

La señora Crabbe alzó la vista y miró a su alrededor. Tenía el pelo negro esmeradamente rizado, casi como una peluca.

–Bonito televisor. ¿Lo han comprado ustedes?

–Sí, y todavía lo estamos pagando. Esa es una de las cosas –dijo Eddie.

Laura estaba tensa. También había que contar los ciento cincuenta dólares del reloj de pulsera de Eddie que todavía estaban pagando y que afortunadamente Eddie no llevaba puesto ahora (llevaba puesto el barato), porque no se ponía el bueno para ir a trabajar.

–Y el sofá y los sillones, ¿no son nuevos…? ¿Los compraron ustedes?

–Sí –dijo Eddie, y se estiró hacia atrás en su silla–. Este lugar es amueblado, sabe, pero debería usted verlo… –E hizo un gesto irónico en dirección al sofá.

En eso Laura tuvo que salir en apoyo de Eddie:

–Lo que tenían aquí era un trasto viejo de plástico rojo. Ni podías sentarte en él.

Te lastimaba el culo, podría haber añadido Laura.

–Cuando nos mudemos a un lugar más grande, al menos tendremos estos –dijo Eddie, con un cabeceo en dirección al sector del sofá y los sillones.

El sofá y los sillones estaban tapizados con una felpa de color beige con un dibujo en rosa pálido y azul. Apenas tres meses en la casa, y los niños ya habían manchado los asientos con leche chocolateada y zumo de naranja. A Laura le resultaba imposible mantener a los niños fuera de los muebles. Siempre les estaba gritando que jugaran en el suelo. Pero el punto era que el sofá y los sillones aún no estaban pagados, y ahí era adonde la señora Crabbe quería llegar, no al confort de la gente o al aspecto de la casa, oh no.

–Ya casi pagados. Se termina el próximo mes –dijo Eddie.

Eso no era verdad. Serían otros cuatro o cinco meses, porque se habían saltado los pagos dos veces, y el hombre de la tienda de la calle 14 estuvo a punto de quitarles las cosas.

Y ahora este discursillo de la vieja cacatúa sobre el coste de comprar a plazos. Tienes que pagar siempre el monto total, porque si no puedes hacerlo, es que no puedes permitirte comprar lo que sea que compres, ¿se entiende? Laura había entrado en combustión lenta, tan irritada como Eddie, pero lo importante con esta clase de entremetidos era aparentar que se estaba de acuerdo con todo lo que decían. Y así posiblemente no volverían.

–Si las cosas continúan así con la pequeña Frances, la ley va a tener que intervenir y estoy segura de que ustedes no querrían eso. Eso significaría llevarse a Frances a vivir en alguna otra parte.

La idea le resultó bastante agradable a Laura.

–¿Dónde? ¿Llevársela adónde? –preguntó Georgie. Estaba en pantalón de pijama, de pie junto a la mesa.

La señora Crabbe no le hizo ningún caso. Se disponía a salir.

Eddie lanzó un juramento cuando ella salió por la puerta, y se fue a buscar otra cerveza.

–¡Maldita invasión de la privacidad! Y cerró la puerta del refrigerador de un puntapié. Laura soltó una carcajada.

–¡Ese viejo sofá! ¿Te acuerdas? ¡Jesús!

–Lástima que no lo tengamos aquí, ella se podría haber roto el trasero al sentarse en él.

Más tarde, cerca de medianoche, mientras Laura llevaba una pesada bandeja con cuatro hamburguesas gigantes y cuatro tazones de café, recordó algo que había apartado de su mente durante cinco días. Increíble que no hubiese pensado en eso durante cinco días completos. Y ahora era más probable aún. Eddie iba a perder los estribos.

A la mañana siguiente, a las nueve en punto, Laura llamó al doctor Weebler desde la tienda de periódicos de abajo. Dijo que era urgente, y consiguió una cita para las 11.15. Cuando Laura salía para ir a ver al doctor, la señora Covini estaba en el pasillo, fregando el sector de baldosas blancas que estaba directamente ante su puerta. Laura pensó que de algún modo era de mal agüero ver a la señora Covini en ese momento. Ella y la señora Covini ya no se hablaban.

–No puedo hacerle un aborto así como así –dijo el doctor Weebler, encogiéndose de hombros y sonriendo con su horrible sonrisa que parecía decir: “Es usted la que lleva la bolsa, yo soy un médico, un varón.” Dijo–: Estas cosas se pueden prevenir. No debería ser necesario abortar.

Ten por seguro que voy a acudir a otro médico, pensó Laura con creciente ira, pero mantuvo en su rostro una expresión amable y cortés.

–Mire, doctor Weebler, mi esposo y yo somos católicos practicantes, ya se lo he dicho. Al menos mi esposo lo es…, ¿sabe? Así que estas cosas suceden. Pero yo ya tengo cuatro. Tenga compasión.

–¿Desde cuándo los católicos practicantes quieren el aborto? No, señora Regan, pero puedo derivarla a otro doctor.

Y se suponía que abortar era fácil en Nueva York últimamente.

–Si consigo el dinero…, ¿de cuánto estamos hablando? El doctor Weebler era barato, por eso la gente acudía a él.

–No se trata de un problema de dinero –dijo el médico, agitado. Había otras personas esperando verlo. Laura no se sentía segura de sí misma, pero dijo:

–Usted les hace abortos a otras mujeres, así que ¿por qué a mí no?

–¿A quién?… Cuando hay peligro para la salud de una mujer, eso es una cosa diferente.

Laura no estaba llegando a ninguna parte, y aquella expedición inútil le costó siete dólares con cincuenta, a pagar en el acto, a menos que lograra sacarle otra prescripción de nembutales de quinientos miligramos. Esa noche se lo dijo a Eddie. Mejor decírselo ya mismo que posponerlo, porque posponerlo era el infierno, ella lo sabía por experiencia, con el maldito asunto cruzándosele en la mente cada media hora.

–¡Oh, por Dios! –dijo Eddie, y se derrumbó en el sofá, triturando la mano de Stevie, que estaba en el sofá y había extendido una mano justo cuando Eddie se dejó caer.

Stevie se puso a gimotear.

–¡Oh, cállate ya, eso no te matará! –le dijo Eddie a Stevie–. Bueno, y ahora qué. ¿Ahora qué?

Ahora qué. Realmente Laura estaba tratando de pensar ahora qué. Qué demonios había habido nunca excepto la esperanza de un aborto espontáneo, cosa que nunca sucedía. Caerse por las escaleras, algo así, pero ella nunca había tenido las agallas para dejarse caer por las escaleras. Por lo menos, no hasta ahora. El llanto de Stevie era como una horrible música de fondo. Como en una película de horror.

–¡Oh, para ya, Stevie! Y entonces Francy comenzó a gritar. Laura aún no le había dado de comer.

–Me voy a emborrachar –anunció Eddie–. Supongo que no hay nada de alcohol.

Él sabía que no lo había. Nunca había nada de alcohol, porque se terminaba demasiado rápido. Eddie estaba a punto de salir.

–¿No quieres comer primero?

–Nah. –Se puso un suéter–. Solo quiero olvidarme de toda la maldita cosa. Tan solo olvidarla un rato.

Diez minutos después, tras meterle algo a Francy (puré, en biberón porque ensuciaba menos que una taza) y dejar a los demás niños con una caja de bollos de higo Newton’s, Laura hizo lo mismo, pero ella se fue a un bar mucho más allá de Hudson al que sabía que él no iba. Esa noche era una de sus dos noches libres de la cafetería, lo cual era una suerte. Se pidió dos whisky sour con una botella de cerveza como acompañamiento, y después un hombre agradable se puso a hablarle, y le compró otros dos whisky sour. Al cuarto, ella ya se sentía de maravilla, incluso bastante decente e importante sentada en su taburete de bar, mirando de tanto en tanto a su propio reflejo en el espejo detrás de las botellas. ¿No sería grandioso comenzar de nuevo? ¿Nada de casamiento, nada de Eddie, nada de niños? Simplemente algo fresco, borrón y cuenta nueva.

–Le he preguntado… ¿Está usted casada?

–No –dijo Laura.

Pero aparte de eso, él no hizo más que hablar de fútbol americano. Ese día había ganado una apuesta. Laura soñaba despierta. Sí, alguna vez había estado casada, había tenido amor y todo eso. Siempre había sabido que Eddie nunca haría mucho dinero, pero existía una cosa llamada vivir decentemente, ¿no es verdad?, y Dios sabía que sus gustos no eran delirantemente caros, así que ¿en qué se iba todo el dinero? Los niños. Ahí estaba la sangría. Lástima que Eddie fuese católico, y cuando te casas con un cató- lico…

–¡Eh, no estás escuchando! Laura siguió soñando con determinación. Sobre todo, había tenido un sueño alguna vez, un sueño de amor y felicidad y de formar un lindo hogar para Eddie y para ella. Ahora los de afuera incluso la estaban atacando dentro de su casa. La señora Crabbe. La señora Crabbe no tenía ni idea de lo que era que te despertara el alarido de un niño a las cinco de la mañana, o que te dieran un codazo en la cara cuando solo habías dormido un par de horas y te dolía todo el cuerpo. Ahí era cuando ella o Eddie eran propensos a querer matarlos. En esos horribles amaneceres. Laura se dio cuenta de que estaba al borde de las lágrimas, así que empezó a escuchar al hombre que seguía y seguía con el fútbol.

Él quería acompañarla hasta su casa. Ella estaba tan achispada que necesitó bastante de su brazo. Y después en la puerta le dijo que vivía con su madre, de modo que tenía que subir sola. Él empezó a pasarse de la raya, así que ella lo empujó y cerró la puerta de la calle, que tenía un cerrojo automático. Laura no había alcanzado el tercer piso cuando oyó pasos en las escaleras y pensó que el tipo debía de haber entrado de alguna manera, pero resultó que era Eddie.

–Bueno, ¿qué tal lo has pasado? –dijo Eddie, sin ninguna tribulación. Los niños se habían metido en el refrigerador. Era algo que hacían una vez al mes. Eddie sacó a Georgie y cerró el refrigerador, luego se resbaló con unos guisantes desparramados y por poco no se cayó.

–¡Y huele el gas, por el amor de Dios! –dijo Eddie.

Todos los quemadores estaban abiertos, y tan pronto como Laura lo vio, olió el gas, gas por todas partes. Eddie cerró todos los quemadores y abrió una ventana.

El llanto de Georgie contagió a todos los demás.

–¡Silencio, silencio! –gritó Eddie–. ¿Qué demonios pasa con ellos?, ¿tienen hambre? ¿No les has dado de comer?

–¡Por supuesto que les he dado de comer! –dijo Laura.

Eddie se golpeó contra la jamba de la puerta, sus pies resbalaron lateralmente en una cómica caída en cámara lenta, y cayó sentado en el suelo con todo su peso. Helen, de cuatro años, se puso a reír y aplaudir. Stevie tenía una risita tonta. Eddie maldijo a toda la familia, y lanzó su suéter con rabia contra el sofá, pero no acertó. Laura encendió un cigarrillo. Todavía le zumbaba la cabeza por todo el whisky sour que había bebido, y lo estaba disfrutando.

Oyó el ruido de un vidrio que se rompía en el suelo del baño, y tan solo alzó las cejas e inhaló el humo. Hay que atar a Francy en su cuna, pensó Laura, y avanzó vagamente hacia la niña para hacerlo. Francy estaba sentada como una muñeca de trapo mugrosa en un rincón. Su cuna estaba en el dormitorio, al igual que la cama doble en la que dormían los otros tres niños. Maldita sea, el dormitorio de veras era un dormitorio, pensó Laura. No veías más que camas allí. Alzó a Francy por su camiseta-babero, y en ese preciso momento la niña eructó, lanzando sobre la muñeca de Laura una especie de inmundo requesón.

–¡Aj! –Laura dejó caer a la niña y sacudió la mano con asco.

La cabeza de Francy había golpeado en el suelo, y dejó escapar un grito. Laura se lavó la mano en el fregadero, empujando hacia un costado a Eddie, que tenía el pecho desnudo y se estaba afeitando. Eddie se afeitaba por la noche para poder dormir un poco más por la mañana.

–Estás borracha –dijo Eddie.

–¿Y qué? –Laura regresó y sacudió a Francy para hacerla callar–. ¡Por el amor de Dios, cállate! ¿Y tú por qué tienes que llorar?

–Dale una aspirina. Tómate algunas tú también –dijo Eddie.

En respuesta, Laura le dijo lo que podía hacer consigo mismo. Si Eddie quería acercársele esa noche, mejor que lo olvidara. Ella regresaría al bar. Seguro. Ese lugar permanecía abierto hasta las tres de la madrugada. Laura se encontró a sí misma presionando una almohada sobre la cara de Francy para callarla aunque fuera un minuto, y recordó lo que la señora Crabbe había dicho: Francy se había convertido en el blanco… ¿Blanco? La válvula de escape para ellos dos. Bueno, era cierto, le pegaban más a Francy que a los otros, pero Francy gritaba más también. Ajustando la acción al pensamiento, Laura abofeteó con fuerza la cara de Francy. Eso era lo que se hacía cuando la gente se ponía histérica, pensó. Francy calló, pero solo un par de segundos por el aturdimiento, después se puso a gritar más alto aún.

La gente de abajo estaba dando golpes en su cielo raso. Laura los imaginó con un palo de escoba. Y dio tres patadas en el suelo a modo de desafío.

–Escúchame, si no haces que esa niña se calme… –dijo Eddie.

Laura se paró ante el ropero, desvistiéndose. Se puso un camisón, y metió los pies en unos viejos zapatos marrones que servían como pantuflas de estar por casa. En el baño, Eddie había roto el vaso que usaban cuando se lavaban los dientes. Laura apartó con el pie algunos trozos de vidrio, demasiado cansada para barrerlos esa noche. Aspirinas. Derribó un frasco y se le resbaló de los dedos antes de que lograra desenroscar la tapa. Crash, y pastillas por todo el suelo. Pastillas amarillas. El Nembutal. Qué pena, pero lo barrería todo mañana. Salvarlas, las pastillas. Laura tomó dos aspirinas.

Eddie estaba gritando, sacudiendo los brazos, arreando a los niños hacia la otra cama doble. Normalmente, esa era tarea de Laura, y ella sabía que Eddie la estaba haciendo porque no quería que anduvieran deambulando por la casa el resto de la noche, fastidiándolo.

–¡Y si no os quedáis todos en esa cama, os daré una paliza!

Toc, toc, toc, otra vez en el suelo.

Laura se cayó en la cama, y se despertó con el sonido de la alarma del reloj. Eddie refunfuñó y se puso en movimiento lentamente, saliendo de la cama. Laura yacía saboreando los últimos segundos de cama antes de oír el sonido metálico que significaba que Eddie había puesto a calentar la olla. Ella hacía el resto, café instantáneo, zumo de naranja, huevos con tocino, cereales instantáneos calientes para los niños. Repasó mentalmente la noche anterior. ¿Cuántos whisky sour? Cinco, tal vez, y solo una cerveza. Con las aspirinas, eso no debería ser tan malo.

–Eh, ¿qué pasa con Georgie? –gritó Eddie–. Eh, ¿qué demonios hay en el baño?

Laura se arrastró fuera de la cama, recordando.

–Lo voy a barrer. Georgie estaba tendido en el suelo frente a la puerta del baño, y Eddie estaba agachado a su lado.

–¿Eso no son nembutales? –dijo Eddie–. ¡Georgie debe de haberse comido algunos! ¡Y mira a Helen! Helen estaba en el baño, tendida en el suelo al lado de la ducha. Eddie sacudió a Helen, gritándole para despertarla.

–¡Dios, están como en coma!

Arrastró a Helen por un brazo, alzó a Georgie y lo llevó al fregadero. Sostenía a Georgie bajo su brazo como a una bolsa de harina. Humedeció un trapo y lo presionó sobre el rostro y la cabeza de Georgie.

–¿Crees que deberíamos llamar a un médico?… Por el amor de Dios, muévete, ¿quieres? Alcánzame a Helen.

Laura lo hizo. Después se puso una blusa. Seguía con los zapatos puestos. Tenía que llamar a Weebler. No, St. Vincent’s estaba más cerca.

–¿Recuerdas el número de St. Vincent’s?

–No –dijo Eddie–. ¿Qué se hace para hacer vomitar a los niños? ¿Para hacer vomitar a alguien? Mostaza, ¿verdad?

–Sí, eso creo. –Laura salió por la puerta. Todavía se sentía achispada, y por poco no tropezó en las escaleras. No habría estado mal, pensó, al recordar que estaba embarazada, pero por supuesto eso nunca funcionaba hasta que quedabas hecha polvo.

No tenía ni una moneda encima, pero el hombre de la tienda de periódicos dijo que le fiaría, y le dio diez centavos de su bolsillo. Apenas estaba abriendo, porque era temprano. Laura consultó el número, pero después en la cabina se dio cuenta de que había olvidado la mitad. Tendría que consultarlo otra vez. El quiosquero la estaba observando, porque ella había dicho que era una emergencia y que tenía que llamar a un hospital. Laura alzó el auricular y marcó el número lo mejor que pudo recordarlo. Luego puso el dedo índice de su mano derecha sobre la horquilla (el hombre no podía ver la horquilla), porque sabía que ese no era el número correcto, pero como el hombre la estaba observando, comenzó a hablar. El teléfono devolvió la moneda en la ranura, y ella la dejó allí.

–Sí, por favor. Es una emergencia. –Dio su nombre y su dirección–. Pastillas para dormir. Supongo que necesitaremos un lavado de estómago… Muchas gracias. Adiós.

Y regresó al apartamento.

–Todavía están fríos –dijo Eddie–. ¿Cuántas pastillas crees que faltan? Echa un vistazo.

Stevie estaba gritando por su desayuno. Francy lloraba porque seguía atada a la cuna.

Laura echó un vistazo a las baldosas del baño, pero no pudo adivinar cuántas pastillas faltaban. ¿Diez? ¿Quince? Estaban recubiertas de azúcar, por eso a los niños les habían gustado. Se sentía en blanco, asustada, y exhausta. Eddie había puesto a calentar la cazuela y tomaron café instantáneo, de pie. Eddie dijo que no había mostaza en la casa (Laura recordó que había utilizado lo último que quedaba para todos aquellos sándwiches de jamón), y estaba tratando de verter algo de café en las gargantas de Georgie y de Helen, pero no parecía estar entrándoles y solo se derramaba sobre sus frentes.

–Barre esa mierda antes de que Stevie se coma alguna –dijo Eddie con un cabeceo en dirección al baño–. ¿A qué hora van a venir? Me tengo que ir. Ese capataz es un mierda, te lo he dicho, no quiere que nadie llegue tarde.

Después de levantar la fiambrera y encontrarla vacía, soltó un juramento y la arrojó al fregadero con gran estrépito.

Todavía aturdida, Laura le dio de comer a Francy en la mesa de la cocina (tenía otro ojo negro, ¿de dónde demonios había salido eso?), empezó a darle copos de maíz y leche a Stevie (no quería comer cereales calientes), luego dejó que Stevie lo hiciera por sí mismo, después de lo cual Stevie volcó el tazón sobre el mantel de hule. Georgie y Helen seguían dormidos sobre la cama doble donde Eddie los había puesto. “Bueno, con todo vendrán del St. Vincent’s”, pensó Laura. Pero no vendrían. Sintonizó la pequeña radio a pilas en una música bailable. Después le cambió el pañal a Francy. Por eso Francy estaba berreando, por su pañal mojado. Laura apenas si había oído el berrido esa mañana. Stevie había gateado hasta Georgie y Helen y los estaba zarandeando, tratando de despertarlos. En el baño, Laura vació el orinal de los niños en el inodoro, lavó el orinal, barrió los trozos de vidrio y las pastillas, y recogió las pastillas que estaban en el cubo de la basura. Colocó las pastillas en un lugar vacío en uno de los estantes de vidrio del botiquín.

A las diez, Laura bajó a la tienda de periódicos, le devolvió el dinero al hombre, y tuvo que volver a consultar el número del St. Vincent’s. Esta vez lo marcó, alguien la atendió, y ella les preguntó qué pasaba, por qué nadie había acudido todavía.

–¿Dice que llamó a las siete? Qué extraño. Yo estaba de turno. Enviaremos una ambulancia ahora mismo.

Laura compró algo de leche y más comida para bebés en la tienda de comestibles y regresó arriba. Se sentía un poco menos somnolienta, aunque no mucho. ¿Georgie y Helen estaban respirando? Definitivamente, no quería ir a ver. Oyó llegar la ambulancia. Laura estaba terminando su tercera taza de café. Se miró en el espejo, pero eso tampoco pudo afrontarlo. Cuanto más alterada se viera, mejor tal vez. Entraron dos hombres vestidos de blanco, e inmediatamente fueron donde estaban los niños. Tenían estetoscopios. Murmuraban y exclamaban. Uno de ellos se volvió a preguntarle:

–¿Qué tomaron?

–Pastillas para dormir. Encontraron el Nembutal.

–Este de aquí está incluso frío. ¿Usted no lo notó?

Se refería a Georgie. Uno de los hombres envolvió a los niños en las colchas de la cama, el otro preparó una aguja. Daba golpes en los brazos de los dos niños.

–Para qué nos iba a llamar antes de dos o tres horas, ¿verdad? –dijo uno de ellos. El otro dijo:

–Déjala, está en estado de shock. Mejor tómese un té caliente, señora, y acuéstese.

Salieron a toda prisa. La ambulancia se fue ululando hacia St. Vincent’s.

El ulular fue retomado por Francy, que estaba de pie con sus gordas piernecitas separadas, pero no más separadas de lo normal, mientras el pis goteaba desde el bulto del pañal entre las dos. Todas las braguitas de goma estaban sucias y todavía en el cubo que estaba debajo del lavabo. Era una tarea que debería haber hecho la noche anterior. Laura fue hacia la niña y le dio una bofetada en la mejilla, solo para hacerla callar por un minuto, y Francy se cayó al suelo. Entonces Laura le dio un puntapié en el estómago, algo que nunca había hecho antes. Francy quedó allí tendida, silenciosa por una vez.

Stevie miraba con ojos enormes, boquiabierto, daba la impresión de no saber si reírse o llorar. Laura lanzó lejos sus zapatos y fue a buscarse una cerveza. Naturalmente, no había ninguna. Laura se cepilló el cabello y después fue a la tienda de comestibles. Cuando regresó, Francy estaba sentada donde antes yacía, y lloraba otra vez. ¿Otra vez el pañal sucio? ¿Meterla en unas bragas de goma sucias? Laura abrió una cerveza, bebió un poco, luego le cambió el pañal solo por hacer algo. Todavía con la cerveza a su lado, llenó el lavabo con agua jabonosa y hundió las seis braguitas de goma en ella, y también un par de pañales aclarados pero asquerosos.

A mediodía sonó el timbre, y era la señora Crabbe, malditos sus ojos, casi tan bienvenida como lo habrían sido los polis.

Esta vez Laura estuvo insolente. Interrumpía a la vieja perra cada vez que hablaba. La señora Crabbe preguntaba cómo habían llegado los niños hasta las pastillas para dormir. ¿A qué hora las habían ingerido?

–¡No entiendo por qué ningún ser humano tendría que aguantar intromisiones como esta! –gritó Laura.

–¿Usted se da cuenta de que su hijo está muerto? Estaba sangrando por dentro por las partículas de vidrio.

Laura le lanzó uno de los juramentos preferidos de Eddie.

Entonces la vieja cacatúa se fue de la casa, y Laura bebió su cerveza, tres latas. Estaba sedienta. Cuando el timbre volvió a sonar ella no respondió, pero muy pronto sonaron golpes en la puerta. Después de unos minutos, Laura se cansó tanto de ellos que abrió la puerta. Era la vieja Crabbe otra vez con dos hombres de blanco, uno de los cuales traía un maletín. Laura ofreció pelea, pero le pusieron un chaleco de fuerza. Se la llevaron a otro hospital, no al St. Vincent’s. Allí la sostuvieron dos personas mientras una tercera le ponía una inyección. La inyección casi la noqueó, pero no del todo.

Así fue como, un mes más tarde, obtuvo su aborto. El más bienaventurado acontecimiento que jamás le hubiera ocurrido.

Tenía que quedarse todo el tiempo en ese lugar: Bellevue. Cuando les dijo a los loqueros que realmente estaba harta del matrimonio, parecieron creerla y comprender, aunque ante la familia admitieron que todo su tratamiento estaba dirigido a hacerla regresar al hogar. Mientras tanto los tres niños –Helen se había recuperado– estaban en alguna clase de guardería. Eddie había ido a verla, pero ella no había querido, y gracias a Dios no la habían obligado a hacerlo. Laura quería el divorcio, pero ella sabía que Eddie nunca diría que sí al divorcio. Él pensaba que la gente sencillamente no se divorciaba. Laura quería ser libre, independiente, y estar sola. No quería ver a los niños, tampoco.

–Quiero hacer una nueva vida –les dijo a los psiquiatras, que se habían vuelto tan aburridos como la señora Crabbe.

La única manera de salir de aquel lugar era engañarlos, se dio cuenta Laura, así que empezó a complacerlos, gradualmente. Se le permitiría irse, decían, a condición de que regresara con Eddie. Pero logró sacarle a uno de los doctores una declaración firmada –ella insistió en tenerla por escrito– de que no iba a tener más hijos, lo cual quería decir que tenía derecho a tomar la píldora.

A Eddie no le gustó aquello, aunque se tratara de una orden del médico.

–Eso no es un matrimonio –dijo.

Eddie había encontrado una novia mientras ella estaba en Bellevue, y algunas noches no volvía a casa y se iba a trabajar directamente desde donde hubiese pasado la noche. Laura contrató a un detective solo por un día, que descubrió el nombre de la mujer y su dirección. Entonces Laura reclamó el divorcio por adulterio, no reclamó pensión alimenticia, verdadera Liberación Femenina. Eddie se quedó con los niños, lo cual estaba bien para Laura porque él lo deseaba más que ella. Laura consiguió un empleo a tiempo completo en unos grandes almacenes, lo cual era un poquito duro, pasarse tantas horas de pie, pero con todo no tan duro como lo que había dejado atrás. Solo tenía veinticinco años, y era bastante bonita si se tomaba el tiempo de maquillarse y de vestirse apropiadamente. Había buenas posibilidades de ascenso en el trabajo, además.

–Ahora me siento en paz –le dijo a una nueva amiga a quien le había contado su pasado–. Me siento diferente, como si hubiese vivido cien años, y todavía soy muy joven… ¿Matrimonio? No, nunca más.

Se despertó y descubrió que todo había sido un sueño. Bueno, no todo un sueño. El despertar fue gradual, y no una súbita conciencia como por las mañanas cuando abres los ojos y ves lo que es real delante de tus ojos. Había estado tomando dos clases de pastillas por orden del médico. Ahora le parecía que las pastillas habían sido pastillas de engaño, para hacer que el mundo le pareciera color de rosa, para volverla más alegre, pero en realidad para hacerla caer en la misma trampa, como a una oveja dopada. Se encontró a sí misma de pie junto al fregadero en la calle Hudson con un trapo en las manos. Era de mañana, las 10.22 según el reloj junto a la cama. Pero ella había estado en Bellevue, ¿o no? Y Georgie había muerto, porque ahora en el apartamento solo estaban Stevie y Helen y Francy. Era septiembre, lo vio en el periódico que estaba apoyado sobre la mesa de la cocina. Y… ¿dónde estaba? ¿El papel que el doctor había firmado?

¿Dónde lo había guardado?, ¿en la cartera? Miró y el papel no estaba allí. Corrió la cremallera del bolsillo de su bolso de mano. Allí tampoco. Pero ella lo tenía. ¿O no? Por un momento se preguntó si estaba embarazada, pero no había ningún signo de ello en su cintura. Entonces fue como atraída por una fuerza misteriosa, una fuerza hipnótica, hasta una caja de cuero marrón abollada donde guardaba collares y brazaletes. En esa caja había una pitillera vieja de plata que apenas podía contener cuatro cigarrillos, y dentro de ella había un pedazo de papel blanco y arrugado. Era eso. Lo tenía.

Entró en el baño y miró en el botiquín. ¿Qué aspecto tenían? Había algo llamado Ovral. Debía de ser eso, sonaba a algo de huevo. Bueno, al menos las estaba tomando, el frasco estaba por la mitad. Y Eddie estaba molesto. Ahora lo recordaba. Pero tenía que resignarse a ello, eso era todo.

Pero no había seguido a su novia con un detective. No había conseguido el empleo en los grandes almacenes. Qué curioso, cuando estaba todo tan claro, ese empleo, vender pañuelos brillantes y medias, maquillarse el rostro para parecer grandiosa, hacer amigos nuevos. ¿Había tenido Eddie una amiguita? Laura sencillamente no estaba segura. De todos modos, ahora tenía que persistir con la píldora, que era un pequeño triunfo para ella. Pero no le compensaba todo aquello a lo que tenía que resignarse. Francy estaba llorando. Tal vez ya era hora de darle de comer.

Laura estaba de pie en la cocina, mordiéndose el labio inferior, pensando que tenía que darle de comer a Francy –la comida siempre la hacía callar un poco– y pensando que tenía que empezar a pensar con todas sus fuerzas, ahora que podía pensar, ahora que estaba completamente despierta. Por Dios, la vida simplemente no podía seguir así, ¿o sí podía? Sin duda había perdido su empleo en la cafetería, así que tendría que encontrar otro, porque no podían arreglarse únicamente con el salario de Eddie. Darle de comer a Francy.

Sonó el timbre de abajo. Laura dudó por un breve momento, y luego pulsó el botón para abrir. No tenía idea de quién podía ser.

Francy chillaba.

–¡Está bien, está bien! –estalló Laura, y se dirigió al refrigerador.

Un golpe en la puerta.

Laura abrió la puerta. Era la señora Crabbe.

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