«Las cartas a Clara», de Juan Rulfo: testimonio de la entrega de un hombre a la vida

27/08/2016 - 12:03 am
Cartas a Clara, disponible en las ediciones del Programa Nacional de Salas de Lectura de la Secretaría de Cultura. Foto: Especial
Cartas a Clara, disponible en las ediciones del Programa Nacional de Salas de Lectura de la Secretaría de Cultura. Foto: Especial

El título, editado por el Programa Nacional de Salas de Lectura de la Secretaría de Cultura, contiene 84 cartas escritas por el autor de Pedro Páramo  a su compañera Clara Angelina Aparicio

Ciudad de México, 27 de agosto (SinEmbargo).- ¿Y qué es la literatura, sino una extensa carta dirigida a la humanidad, que llega como el eco de una voz ceñida por la tinta?

“¿Nunca te he contado el cuento de que me caes re bien? Pues si ése ya lo sabes te voy a contar otro: Ahí tienes que había una vez  un muchacho más loco, que toda la vida se la  había pasado sueñe y sueñe…”

En unas pocas líneas intuimos que vale para escribir una carta de amor lo mismo que para cualquier ficción: imaginación, emoción, creatividad y un sentido de juego.

Conforme vamos de carta en carta, de las 84 que componen el libro, Cartas a Clara, disponible en las ediciones del Programa Nacional de Salas de Lectura de la Secretaría de Cultura, es imposible no volver a crear también a quien las escribió, Juan Rulfo.

La invención literaria parte de la intimidad en la que intervienen  apartarse del mundo y la soledad. Como anota Alberto Vital en el prólogo, “reconocer que  la materia cruda de la vida es el impulso inicial para transformaciones verbales y anímicas que alguna vez emergerán convertidas en acontecimientos literarios”. Rulfo, al decir al final de la primera carta “He sembrado un hueso de durazno en tu nombre” da el primer paso hacia una narrativa de sí mismo que cuelga del provocativo árbol del amor.

Lo acompañamos en restaurantes, en los distintos espacios donde habitó; en las rutas que le marcaba su trabajo, mientras escribe.  Captamos en ellas un movimiento espiritual que se desplaza de la desolación a la esperanza. “Son las diez de la noche y se me magulla el alma de pensar que tú algún día llegues a olvidarte de este loco muchacho. No, ahora no estoy triste. Tristeza la de antes de conocerte, cuando el mundo estaba cerrado y oscuro… me hace falta tantita de tu bondad, porque la mía está endurecida y echada a perder de tanto andar solo y desamparado.”

Es de la distancia que se alimenta quien escribe una carta, “es que tú estás lejos y yo amarrado a una carreta que camina y camina sin detenerse y sin soltarlo a uno para ir a verte. Esa es la cosa”.

En esa condición solamente cabe el anhelo:

“Mayecita: quisiera estar  abrazado un rato a tu cuerpecito y sentirme bueno. Y esconder la cara entre tus cabellos y llorar un poco allí para ver si así se me acaba la angustia”.

Y por eso son nostálgicas y dulces las palabras que descargan  un poco de  ese dolor. La separación se convierte en la voluntad de recrear sonrisas, de dibujar una y otra vez los rasgos evidentes, pero con más fuerza llega lo irrepresentable: la hondura del ser que se le manifestaba  al escritor.

Clara es el cauce que lo cruza, el aire de las colinas, es, como Comala, “un mundo de almas”…  “Clara es la virtud que ha hecho de mí un hombre más amigo de las cosas humanas, más amigo de la vida”. Y ya que no ha hallado en el mundo amistad, es el más profundo anhelo del escritor: “la querida camarada”. Pactada esa amistad lo escuchamos regañarla porque le escribe poco y con letra grande, decirle que es la cosa más fea de este mundo o que a veces, para variar, piensa en ella.

En estas cartas casi todo es futuro que se filtra a través de las expectativas imaginadas por el deseo, los planes para que el sentimiento no se pierda, el reto de hacerse conocer casi exclusivamente por lo que  va contándole de sí mismo.

El tiempo se vuelve la más poderosa apuesta en la que se arriesga hasta la promesa, “Yo te liberaré del miedo, de ese temor tuyo por lo que pueda venir… Pasarán las peores cosas, los peores días, pero tú siempre y en cada instante permanecerás conmigo”.

Dejan estas misivas tras de sí un registro de lo cotidiano, como ningún  documento podría abarcarlo y que va desde lo que desayunaba el escritor, a sus excursiones para escalar los volcanes o el Nevado de Toluca;  de su experiencia e impresiones  de la Ciudad de México, a comentar de pasada los cuentos que va publicando.

De ir a sacarse retratos para enviárselos a Clara -porque sin imagen, el amor se asfixia-, a los extenuantes viajes de trabajo; de las cucarachas en el cuarto que rentaba, a los problemas de la empresa en la que trabajó, sin olvidarse de los obreros: “Ellos no pueden ver el cielo. Viven sumidos en la sombra, hecha más oscura por el humo. Viven ennegrecidos durante ocho horas, por el día o por la noche, como si no existiera el Sol ni las nubes en el cielo para que ellos las vean, ni aire limpio para que ellos lo sientan. Aquí en este mundo extraño el hombre es una máquina y la máquina está considerada como hombre. Sólo el pensamiento de que tú existes me quita esa tristeza y esa fea amargura.

Y los lectores creerán que hemos estado hablando de cartas de amor, pero dejemos que sea el propio escritor quien aclare esto: “pero esto no es una carta de amor, es una carta de negocios. Estoy tratando de resolver nuestro negocio, el tuyo y el mío para que los dos tengamos algo que ganar, yo más que tú, porque yo te gano a ti y tú en cambio, sólo lograrás obtener a este muchacho desorientado y enfermo, no tan desorientado que digamos, pero sí muy enfermo de amor por ti.

Te ODIO, mujercita de mi alma. Juan.

Maestro de la narrativa hispanoamericana. Foto: Secretaría de Cultura
Maestro de la narrativa hispanoamericana. Foto: Secretaría de Cultura

Juan Rulfo nació en 1917 en Sayula, Guadalajara. Una huelga en la universidad de esa entidad le impidió inscribirse y se trasladó a la Ciudad de México, donde asistió a cursos en la Facultad de Filosofía y Letras. Durante las décadas de 1930 y 1940 viaja por el país y trabaja en Guadalajara o en la Ciudad de México y comienza a publicar sus cuentos gracias a su gran amigo, el escritor Efrén Hernández. Durante esos años se inicia como fotógrafo. En 1952 obtiene la primera de dos becas del Centro Mexicano de Escritores. En 1953 publica El llano en llamas y en 1955 la novela Pedro Páramo. Las dos últimas décadas de su vida las dedicó Rulfo al Instituto Nacional Indigenista, donde se encargó de la edición de una de las colecciones más importantes de antropología contemporánea y antigua de México. Falleció en la Ciudad de México el 7 de enero de 1986.

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