La nueva novela de la gran autora revelación de los últimos años, ganadora del Premio Pulitzer, y su mayor desafío literario: las estaciones de una mujer de hoy.
Ciudad de México, 27 de julio (SinEmbargo).– Una mujer camina por una ciudad contemplando su soledad y la de quienes la rodean. A medida que se desarrolla su día a día -de una librería a la consulta de su terapeuta o a un restaurante- se sorprende con la súplica silenciosa de una lápida en la carretera, el diálogo accidentado de un padre con su hija, el recuerdo del encuentro con la inesperada amante de su antigua pareja o la silueta de un puente al anochecer. Cuando se cruza con el novio de su amiga por la calle, las posibilidades agridulces de un amor inexplorado la llevan a interrogarse acerca de su aislamiento y libertad, y cómo ha repercutido en sus relaciones afectivas.
Donde me encuentro sigue a esta mujer a través de las cuatro estaciones, dejando que cada una desvele un poco más sobre quién es mientras ella averigua qué es lo que realmente quiere.
Jhumpa Lahiri emprende su mayor desafío literario al escribir, como Nabokov o Kafka, en una lengua ajena (el italiano) una historia universal y asombrosa: una novela sobre los pequeños milagros de la vida.
*La información anterior pertenece a Lumen.
SinEmbargo comparte un fragmento de Donde me encuentro, Jhumpa Lahiri. Traducción del italiano de Celia Filipetto. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.
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En el despacho
Difícil, concentrarme bien aquí. Me siento expuesta, rodeada de mis colegas y los alumnos que recorren el pasillo. Me ponen nerviosa sus movimientos, sus conversaciones.
Trato en vano de infundir un poco de calor al espacio. Todas las semanas llego con un bolso cargado de libros que traigo de casa para llenar las estanterías. Al final, el dolor de hombros, el peso, el esfuerzo no sirven de nada. Harían falta dos, tres años para llenar esa biblioteca, es demasiado espaciosa, cubre una pared entera. En cualquier caso, el espacio se ha vuelto acogedor: una estampa enmarcada, una planta, dos cojines. Aun así es un espacio que me interroga, que me rechaza.
Abro la puerta, suelto el bolso, comienzo a organizarme para el día. Contesto el correo, decido qué libro me gustaría dar a leer a los alumnos. Estoy aquí por el sueldo, no pongo demasiado empeño. Miro el cielo por la ventana. Escucho algo de música. Leo y corrijo los trabajos de los alumnos, y así vuelvo a los libros que antes me apasionaban. De vez en cuando algún osado llama a la puerta para pedirme un consejo, un favor. Se sienta frente a mí, lleno de ambiciones, de confianza.
Sigue siendo una zona de paso, no consigo echar raíces ahí dentro. Mis colegas tienden a ignorarme y yo los ignoro a ellos. Quizá me encuentran adusta, huraña, vete a saber. Nos vemos obligados a mostrarnos cercanos, siempre asequibles, pero yo me siento en la periferia de todo.
Parece que el colega al que antes pertenecía este despacho se quedaba a dormir aquí de vez en cuando. Y me pregunto dónde, cómo. ¿En el suelo, sobre una manta de lana? Era poeta, dice su viuda; amaba el silencio nocturno de este edificio en plena noche cuando por las calles no había un alma, y si se le ocurría algún poema, no se iba hasta que lo terminaba. En su casa, en cambio, no se encontraba a gusto, en su estudio limpio y agradable, decorado por su mujer. Componía aquí; a él no le importaba nada el color tenue de las paredes, la alfombra desvaída. La sordidez propiciaba su creatividad. Era un señor mayor, absorto, con la cabeza llena de palabras fulgurantes que se mezclaban y encontraban acomodo en este cuarto. Murió hace dos años; no aquí, aunque todavía queda algo de él; por eso este sitio me parece sepulcral.
En la taberna
Almuerzo a menudo en una taberna cerca de mi casa. Es un local pequeño, si no llego a mediodía, no encuentro sitio y tengo que esperar hasta pasadas las dos. Como sola junto con otros solitarios, gente desconocida, pero me encuentro a menudo con caras familiares.
Cocina el padre y la hija hace de camarera. Creo que perdieron a la madre cuando la hija era pequeña: se percibe entre ellos un vínculo extremo, que va más allá de la sangre, reforzado por el luto. No son de por aquí. Aunque trabajen todo el día en una callejuela bulliciosa siguen siendo isleños, llevan en la sangre el ardor del sol, colinas baldías cuajadas de ovejas, ráfagas de mistral. Los veo juntos en una barca, anclados delante de una gruta abrigada. Veo a la hija que se zambulle desde la proa, al padre, con un pez aún vivo en la mano.
En realidad, la hija no hace exactamente de camarera, está detrás del mostrador.
—¿Qué ponemos?
El menú está escrito en la pizarra con una letra compacta, extravagante. Cada día de la semana elijo un plato distinto. Ella apunta la comanda y después le dice a su padre, que siempre está en la cocina, qué debe preparar.
Me siento y la hija me trae una botella de agua, una servilleta de papel, después vuelve a su sitio detrás del mostrador. Espero a que mi bandeja aparezca en el mostrador y voy a buscarla.
Hoy, entre los empleados del barrio, los turistas habituales, hay un padre joven con su hija. Ella, de unos diez años, dos trenzas rubias, los hombros caídos, la mirada algo distraída. Suelo verlos los sábados, pero esta semana no hay clases, son las vacaciones de Semana Santa. Me conozco la historia: la hija se niega a pasar la noche en casa de su padre, prefiere dormir única y exclusivamente en casa de su madre. Los veía antes, cuando eran tres, en este mismo local. Me acuerdo de cuando la madre estaba embarazada de la niña, el entusiasmo de la pareja, las conversaciones íntimas, las felicitaciones de todos los parroquianos. Venían a almorzar incluso después de haberse convertido en una familia. Aparecían cansados y hambrientos tras haber estado en el parque infantil, tras haber hecho alguna compra en la plaza. Me sentía unida a la niña, hija única como yo, sentada en medio de sus padres. Solo que a mi padre no le gustaba comer fuera de casa.
El año pasado la madre se marchó del barrio, aquí quedó solo el padre. Y se siente frustrado, mejor dicho, exasperado por culpa de esta hija tan unida a su mamá, que se niega a quedarse con él, en la casa en la que creció, en su habitación, que la espera.
La hija juega con el móvil mientras el padre intenta hablarle, convencerla. Me da pena cómo se repite. Me da pena la ruptura que se percibe ya entre este padre y esta hija, también el fracaso del matrimonio. Y eso que dicen que la madre se marchó porque él la había engañado con otra; una pasión desenfrenada que carga ya sobre los hombros.
—¿Qué tal la semana pasada en el colegio? —pregunta el padre.
La niña se encoge de hombros. Dice:
—¿Me llevas a casa de una amiga esta noche?
—Había pensado que podríamos ir al cine, los dos.
—No me apetece. Quiero ir a casa de mi amiga.
—¿Qué haces allí?
—Divertirme.
—¿Y qué más?
—Irme con mamá.
El padre se rinde, esta semana no se esfuerza más en convencerla. Él también mira el móvil. Ella se come solo una parte de su plato y él termina las sobras.