Tristeza, aburrimiento, preocupación y miedo son las algunas de las sensaciones que invaden a niños durante la pandemia; mientras que otros se sienten seguros y protegidos. Menores de todo el planeta fueron entrevistados para saber cómo llevan la cuarentena y conocer cómo creen ellos que será el futuro, aunque la resilencia y la esperanza está viva en ellos.
Por Martha Irvine
Chicago, Estados Unidos, 27 de mayo (AP).- Estos son niños durante la pandemia.
En la ciudad de Iqaluit, en el extremo norte de Canadá, un niño ha estado pegado a las noticias para aprender todo lo que pueda sobre el nuevo coronavirus. Una niña en Australia ve un futuro vibrante, aunque teñido por la tristeza de las vidas perdidas. Un niño ruandés teme que los militares repriman violentamente a los ciudadanos cuando su país levante el confinamiento.
Hay tristeza, aburrimiento y mucha preocupación, especialmente por los padres que trabajan a pesar de la epidemia, por los abuelos a quienes no pueden visitar los fines de semana, y por los amigos a quienes sólo ven por video en una pantalla.
Algunos niños se sienten seguros y protegidos. Otros tienen miedo. Y, sin embargo, muchos también encuentran alegría en jugar e incluso en tonterías.
Reporteros de The Associated Press entrevistaron a niños de diversas partes del mundo sobre cómo es vivir durante el brote del virus y les pidieron usar el arte para mostrarnos qué creen que depara el futuro. Algunos dibujaron o pintaron, mientras que otros cantaron, bailaron ballet o construyeron con LEGO. Algunos sólo quisieron hablar.
En los bosques del norte de California, un niño indígena karuk escribió una canción de rap para expresar sus preocupaciones sobre cómo su tribu de apenas 5 mil personas sobrevivirá a la pandemia.
Sus preocupaciones se parecen a las de muchos lugares en la resiliencia y la esperanza, por una vida más allá del virus.
Esta es la vida en confinamiento a través de los ojos de los niños:
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LILITHA JIPHETHU, 11, SUDÁFRICA
Lilitha Jiphethu hizo una bola con bolsas de plástico desechadas para mantenerse entretenida durante el encierro. Ella y sus cuatro hermanos juegan con esa bola casi todos los días en un pequeño espacio exterior que cercaron fuera de su casa.
Ella grita cuando sus hermanos le arrojan la pelota. Después ríe, la recoge y se las arroja a ellos. Esto sucede una y otra vez.
La casa de Lilitha es como cientos de otras en este asentamiento irregular de familias pobres en Johannesburgo, la ciudad más grande de Sudáfrica. Está hecha de láminas de chatarra de metal clavadas en vigas de madera.
Como muchos otros niños en confinamiento, extraña a sus amigos y sus maestros y, sobre todo, extraña jugar su juego favorito, el netball. Pero entiende por qué la escuela está cerrada y por qué los mantienen en casa.
“Me siento mal porque no sé si mi familia (puede contagiarse de) este coronavirus”, dice Lilitha. “No me gusta este corona”.
Ella prefiere cantar que dibujar y elige cantar una canción de la iglesia en su lengua materna, xhosa, para describir el futuro después de la pandemia. Extraña su coro, pero se consuela con la letra de la canción.
Sonríe cuando comienza. Su voz dulce recorre la única habitación de su casa.
“Tengo un amigo en Jesús”, canta. “Él es amoroso y es como ningún otro amigo».
“Él no es deshonesto. No se avergüenza de nosotros».
“Él es sincero y Él es amor”.
—Por Bram Janssen y Gerald Imray
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HUDSON DRUTCHAS, 12, ESTADOS UNIDOS
Hudson Drutchas esperó y se preocupó mientras su madre y su hermana se recuperaban del nuevo coronavirus estando en cuarentena en sus habitaciones. Sólo unas semanas antes, era un niño ocupado en sexto grado en la primaria pública de Lasalle II, en Chicago. Y entonces el Gobernador emitió la orden de quedarse en casa.
Ahora, el niño de 12 años de voz suave recibe las tareas escolares por computadora y busca consuelo en su perro Ty y su gato Teddy.
“Como no veo mucho a mis amigos, ellos son como mis amigos más cercanos”, dice. Se ríe cuando Teddy, de 9 años de edad, gruñe. “A veces se pone muy malhumorado porque ya es viejo. Pero todavía lo queremos mucho”.
Cuando no está haciendo tarea, Hudson brinca en su trampolín y trepa alrededor del marco de una puerta equipado para practicar escalada, algo que normalmente hace de manera competitiva.
Sabe que es afortunado, con una buena casa y una familia que lo mantiene seguro, pero es difícil tener paciencia. “Me hace sentir triste que me pierdo de una parte de mi infancia”, dice.
Cuando dibuja su visión del futuro, Hudson realiza un dibujo detallado a lápiz que muestra la vida antes y después del nuevo coronavirus.
El mundo previo se ve desolado y lleno de contaminación en el dibujo. En el futuro, la ciudad es exuberante, con cielos claros y más árboles y vida silvestre.
“Creo que el medio ambiente podría reponerse o tal vez crecer de nuevo”, dice Hudson.
Sin embargo, se siente incierto. “Me preocupa cómo será la vida después de esto. ¿Cambiará mucho?”
—Por Martha Irvine
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ALEXANDRA KUSTOVA, 12, RUSIA
Los tiempos difíciles pueden tener un lado positivo. Alexandra Kustova ha comprendido esto durante esta pandemia.
Ahora que sus estudios se realizan en línea, tiene más tiempo para sus dos pasatiempos favoritos: el ballet y los rompecabezas. También puede pasar más tiempo con su familia y ayudar a su abuela, quien vive en el mismo edificio, dos pisos más abajo de su departamento, en Yekaterimburgo, una ciudad en los montes Urales, la cadena montañosa que divide parcialmente a Europa de Asia.
Juntas, se dan el tiempo para regar las plantas de jitomate y disfrutar su mutua compañía. El tiempo corre más lento.
“Antes de esto desayunaba con ellos, corría a la escuela, regresaba, cenaba, iba a clases de ballet, regresaba y ya era hora de irme a la cama”, dice Alexandra.
El ballet ha sido su pasión desde que tenía 8 años de edad. Ahora toma clases en casa y manda videos de sus ejercicios al entrenador, quien le da su retroalimentación.
El ballet que muestra a una reportera de AP inicia lentamente y termina con saltos en el aire.
Al igual que la pandemia, dice Alexandra, es “triste al principio y después se vuelve alegre».
“Creo que el final es alegre porque debemos seguir viviendo, seguir creciendo”, dice.
—Por Yulia Alekseeva
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TRESOR NDIZIHIWE, 12, RUANDA
No hay escuela. No hay juegos con amigos. Soldados por todas partes. Esta es la vida durante la pandemia para Tresor Ndizihiwe, un niño de 12 años de edad que vive en Ruanda, uno de siete hermanos y hermanas.
A su madre, Jacqueline Mukantwari, le pagan 50 dólares mensuales como maestra de escuela, pero solía ganar dinero extra al dar clases privadas. Ese negocio se ha terminado y la familia recibe paquetes de alimentos de parte del Gobierno dos veces al mes.
El único tiempo que Tresor pasa al exterior es en un pequeño patio a un lado de su casa.
“El día se hace largo”, dice en su lengua materna, el kiñaruanda. “No puedes salir allá” —señala el mundo fuera de su casa— “y eso me hace sentir muy incómodo”.
Tresor dibuja la imagen de un futuro que muestra soldados que disparan a civiles que protestan, dice. Agrega toques de pintura roja al lado de uno de los caídos.
“Hay sangre”, dice, “y algunos lloran, como puedes ver”.
Es una imagen cruda para un niño. Ruanda fue el primer país de África que impuso un confinamiento total debido al virus. Es también un lugar donde las fuerzas de seguridad que se supone deben ayudar a mantener a salvo a las personas han sido acusadas de graves abusos de poder.
Sin embargo, él quiere ser un soldado.
Jacqueline dice que su hijo es un buen estudiante, “muy inteligente”. No le es fácil reconciliar el deseo de él de unirse al ejército con la imagen que ha dibujado.
—Por Daniel Sabiiti y Gerald Imray
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JEIMMER ALEJANDRO RIVEROS, 9, COLOMBIA
La vida en la zona rural de Colombia se ha vuelto aún más difícil para la familia de Jeimmer Alejandro Riveros.
El precio de las hierbas y los vegetales que su madre soltera y sus hermanos cultivan en una granja en Chipaque ha disminuido. Una conexión deficiente a internet dificulta las clases virtuales, y la cuarentena impuesta en todo el país significa menos tiempo al aire libre.
“Aquí hay una montaña con un río”, dice Jeimmer, y señala cada cosa en su dibujo. En su mente, el futuro no parece tan diferente. “Aquí estoy yo. Aquí está mi mami. Este es mi hermano. Esta es mi casa. Este es el Sol y aquí está el cielo”.
La familia lanzó hace poco un canal de YouTube con videos que muestran cómo cultivar y reproducir plantas, y tienen ahora más de 420 mil seguidores. El primer video, que presenta a la mamá de Jeimmer, su hermano mayor y su perro, ha sido reproducido más de 1 millón de veces.
“¡Hagamos que se vuelva viral!”, dice Jeimmer, con pájaros que cantan al fondo.
Colombia es uno de los países con mayor desigualdad de Latinoamérica, y la pobreza abunda en las zonas rurales, donde muchos aún carecen de servicios básicos como agua potable. La familia de Jeimmer con frecuencia camina 40 minutos al día para conseguir leche fresca.
Bogotá, la ciudad capital, aproximadamente a una hora de la granja de la familia, tiene el mayor número de casos de COVID-19 en Colombia. Pero cada vez se identifican más casos en áreas rurales con pocos hospitales. Chipaque reportó su primer caso a principios de este mes.
A pesar de los obstáculos, Jeimmer mantiene una perspectiva optimista de la vida en cuarentena. Se siente a salvo del virus con su mamá y su hermano. E imagina un futuro con más tiempo al aire libre y, un día, con un trabajo de adulto.
“No importa que estemos encerrados”, dice. “Podemos ser felices”.
—Por Christine Armario
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ISHIKIIHARA E-KOR, 11, ESTADOS UNIDOS
Ishikiihara E-kor extraña todas las cosas normales de los niños durante la pandemia: jugar béisbol, salir con sus amigos y tener una verdadera fiesta por su undécimo cumpleaños, que celebró con sus familiares en una llamada de Zoom. Con frecuencia se queda sin internet durante horas, lo que le dificulta completar sus tareas escolares, así que juega con su perro Navi Noop Noop.
Pero Shiki, como lo llaman sus amigos, también tiene cosas más importantes en mente. Es un indígena karuk, miembro de la segunda tribu más grande de California, y ha leído sobre cómo la pandemia arrasa con la Nación Navajo, otra tribu a cientos de kilómetros de distancia.
El virus puede sentirse muy lejos en la pequeña comarca de Orleans, California, donde el cristalino río Klamath serpentea a través de montañas densamente boscosas al sur de la frontera entre Oregon y California. Pero en un rap que Shikii escribió, pide a los miembros de su tribu no confiarse.
“Aléjate, hombre, al menos seis pies. La distancia social nos puede salvar a todos. ¿Qué? Quedamos como 5 mil de nosotros, la tribu karuk, hombre, y esos somos todos”.
Ishikiihara, cuyo nombre completo significa “guerrero de esturión” en lengua karuk, agrega: “Incluso si perdiéramos sólo a algunas personas, sería muy triste todo”.
Rapear sobre sus preocupaciones no es algo nuevo para él. Tiene una canción sobre cómo su tribu perdió su pesca tradicional de salmón en el río Klamath, y reflexiona en verso por qué los karuk “necesitaban permiso para ir a pescar”.
—Por Gillian Flaccus
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BANEEN AHMED, 10, JORDANIA
A pesar de las dificultades que ha experimentado, la tranquila y estudiosa pequeña rebosa de un optimismo ganado con esfuerzo.
El sufrimiento de su familia en el Irak de la guerra le ha enseñado a Baneen Ahmed que los eventos externos pueden poner de cabeza la vida en un instante. Durante las caóticas secuelas de la invasión a Irak liderada por Estados Unidos, un tío fue secuestrado, un tío abuelo fue asesinado por milicias armadas y su familia se vio obligada a buscar refugio en Jordania.
En comparación, la pandemia de coronavirus parece manejable, dice la niña de 10 años de edad. Los científicos encontrarán una vacuna, dice, hablando en un inglés golpeado pero con muy buen vocabulario. El inglés es su materia de estudio favorita en una escuela privada en Amán, la capital jordana.
“Tomará un año o un poco más encontrar una cura, así que va a terminar”, dice Baneen, quien prefiere hablar y mostrar cómo estudia en casa bajo el encierro, más que hacer un dibujo.
“En Irak, no va a terminar”, continúa. “Es como muy difícil ponerle fin a los asesinatos y los secuestros”.
En el futuro se ve estudiando en el extranjero, tal vez en Estados Unidos o en Turquía. Ha pensado en una carrera en medicina, pero le emociona cualquier oportunidad de aprender. Para ella, la escuela representa esperanza.
“Quiero ir a otro lugar porque nos permitirán estudiar cosas buenas”, dice Baneen. “Y mi futuro será bueno”.
—Por Karin Laub
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ELENA MORETTI, 11, ITALIA
Para Elena Moretti, la pandemia no es una amenaza lejana. Italia fue el primer país europeo golpeado por la COVID-19, y su madre es médica en el sistema de salud público que ha registrado entre sus filas a 27 mil 500 infectados y más de 160 fallecidos.
Elena, de 11 años de edad, tiene miedo del nuevo coronavirus. Cada vez que llega un paquete por correo, lo saca a la terraza y lo desinfecta con una solución de jabón en botella que ella misma preparó.
Es una botella, también, la que captura en su interior al virus en el dibujo de Elena.
“El virus quería atacarnos, así que en lugar de derribarnos, cotraatacamos y lo aprisionamos”, dijo sobre su dibujo.
Ese espíritu de lucha ha ayudado a Elena a superar más de dos meses de confinamiento. Después de un periodo inicial en el que dormía hasta tarde porque sus maestros aún no hacían la transición al aprendizaje remoto, Elena ahora hace su tarea, y toma clases de karate y de hip-hop en línea.
A veces se corta la conexión a internet. Pero ha logrado mantenerse en contacto con sus amigos, y algunas videollamadas han durado horas. También descubrió un nuevo pasatiempo: hornear postres como tartas de manzana, cupcakes y hojaldres rellenos de crema.
Ahora que el encierro de Italia ha comenzado a levantarse, Elena comienza a salir, pero el miedo persiste.
“Me da miedo que se extienda aún más y nos contagiemos todos”, dijo.
—Por Paolo Santalucia
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NIKI JOLENE BERGHAMRE-DAVIS, 11, AUSTRALIA
Cuando no se mueve lo suficiente, no duerme bien. Así que Niki Jolene Berghamre-Davis intenta ir de excursión al bosque siempre que es posible durante esta pandemia. Incluso en los mejores momentos, es donde la niña de 11 años de edad de Port Melbourne, Australia, se siente más en casa.
“Es nuestra niña de la naturaleza”, dice su madre, Anna Berghamre.
Así que a su mama no le sorprendió que Niki Jolene dibujara un autorretrato frente a una arboleda. En el dibujo, hay señales de precaución.
“Tengo un cubrebocas en la mano porque, bueno, acabo de quitármelo y todavía estoy consciente”, dice mientras sostiene el dibujo.
Dice que las hojas que caen en su dibujo simbolizan las vidas que se han perdido en esta pandemia.
Sin embargo, las raíces de los árboles —anchas y prominentes, como las de los árboles de eucalipto rojo que florecen cerca de la casa de su familia— representan “posibilidades”, dice la alegre niña a quien algunos de sus amigos llaman “Snickers”. Sonríe con frecuencia, y deja ver los frenillos en sus dientes.
“Después de esta pandemia de corona, cuando esto termine, creo que todo estará mucho más lleno de vida”, dice y levanta los brazos para enfatizar. Espera, por ejemplo, que la gente camine más y maneje menos porque ha notado que la gente en su vecindario con frecuencia ha hecho las cosas sin su auto durante el confinamiento.
“Creo que la gente ya no dará las cosas por sentado”.
—Por Martha Irvine
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DANYLO BOICHUK, 12, UCRANIA
Danylo Boichuk envidia a su gato, Kari, que puede escapar de la casa familiar en un suburbio de Kiev y ser libre. Debido a la pandemia, su familia tuvo que cancelar un campamento de verano en Bulgaria, y a Danylo, de 12 años de edad, le preocupan mucho las fronteras cerradas.
Sentado en su porche trasero, ha usado sus bloques y figuras de LEGO para crear su versión del futuro: una situación en la frontera.
“Este es un barco que se dirige a Copenhague y los guardias fronterizos lo inspeccionan”, explica Danylo, y señala las piezas que detienen a otras. “Este miembro de la tripulación muestra evidencia médica de que todos a bordo están saludables, excepto por un hombre en una celda de aislamiento”.
La figura de plástico hace ruido cuando la deja caer en la cárcel improvisada.
“Hay un guardia de seguridad que restringe el contacto con ese hombre”, continúa. “Hay especialistas en tecnologías de información trabajando. También hay personas que han perdido su empleo: músicos, granjeros, artistas”.
El niño se pregunta si las autoridades en algunos países usarán la crisis del nuevo coronavirus para reforzar su control sobre la vida de las personas. “Por ejemplo, podrían implantar chips para rastrear dónde están (las personas)…”, supone Danylo.
Sus padres dicen que tiene una mente analítica. Quiere convertirse en hombre de negocios en el futuro y crear una empresa para desarrollar juegos en línea. Ha leído libros sobre Steve Jobs, el fundador de Apple, y otros empresarios famosos durante el aislamiento.
Después de la pandemia, dice que las personas invertirán más en productos y juegos por internet.
“Esta es una oportunidad que debemos usar”, dice.
—Por Dmitry Vlasov
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ANA LAURA RAMÍREZ LAVANDERO, 10, CUBA
Su dibujo representa un sueño bastante sencillo para una niña de 10 años de edad: “Viaje a la playa”. En la hoja, coloreó una palmera con tres cocos marrones, un bote que flota a la distancia y un Sol amarillo brillante.
Es una escena que representa la vida en su país insular, famoso por su arena blanca y sus aguas azules. No obstante, por ahora Ana Laura Ramírez Lavandero sólo puede soñar con la playa. Por el encierro obligatorio, se encuentra confinada en su departamento en un cuarto piso donde vive con sus padres y su abuela. En el balcón, mira la vida a través de un enrejado de hierro oxidado. Puede parecer una cárcel.
“Mi vida cambió”, dice la niña, quien está acostumbrada a jugar en la calle de su vecindario de clase trabajadora y media en La Habana.
El único momento en que ha podido salir de su casa en casi dos meses fue para ir de emergencia al dentista. Las escuelas están cerradas, y como muchas personas en Cuba no tienen Internet, el Ministerio de Educación transmite las lecciones por la televisión estatal.
Ana Laura sueña con convertirse en baterista famosa. Este fue su primer año en un instituto altamente selectivo para estudiantes identificados desde temprano como talentosos musicalmente. Continúa con sus clases de matemáticas, historia y español, pero no de música.
Su coro infantil tampoco puede reunirse ahora. Usualmente, su coro se reúne con otro de niños y niñas de todas las edades.
“La gente se siente unida en el coro”, dice con nostalgia. Está ansiosa por verlos de nuevo.
—Por Andrea Rodríguez
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LOS HERMANOS SANWERIA, 8 Y 9, INDIA
Advait Vallabh Sanweria, de 9 años de edad, sonríe mientras su hermano menor enumera todas las cosas que han hecho durante el prolongado encierro en India.
“Nos dan nalgadas, nos regañan, vemos películas, cocinamos, barremos el piso y usamos el teléfono y hacemos llamadas por Skype”, dice Uddhav Pratap, de 8 años de edad, en hindi.
A veces los hermanos son una especie de rutina de comedia, o cuando menos son un peligro para los muebles de su hogar. Convirtieron una habitación en un campo de críquet, donde un hermano lanza la bola y el otro batea. A veces, juegan algo más tranquilo, como ajedrez o Uno.
Emocionados al principio porque la escuela cerraba indefinidamente, los hermanos extrañan poder salir.
“Es frustrante estar encerrados en nuestras casas”, dice Advait Vallabh, el niño de 9 años de edad, sobre el confinamiento obligatorio que desde entonces se ha suavizado un poco. “Cuando me frustro, a veces leo un libro. A veces lloro”.
Recientemente, a los hermanos les emocionó ver un arcoiris cruzar el cielo azul fuera de su casa.
“El clima ha cambiado mucho”, dice Advait Vallabh, y señala el aire visiblemente fresco en Delhi, ya que la polución en la ciudad siempre contaminada ha disminuido drásticamente durante el encierro.
A pesar de sus altibajos, los hermanos creen que el encierro debería continuar durante un año.
“No deberían reabrir hasta que queden cero casos”, dice Uddhav Pratap.
—Por Rishi Lekhi y Rishabh Raj Jain
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OWEN WATSON, 12, CANADÁ
Vestido con una parka forrada en piel, confeccionada por su mamá, y con un celular en la mano, Owen Watson da un recorrido por su ciudad, Iqaluit, en el territorio de Nunavut, en el extremo norte de Canadá. Todavía hay nieve en el suelo en mayo, aunque los días ya son más largos en este lugar conocido por sus espectaculares vistas de auroras boreales.
“Ese lugar azul claro es la escuela a la que solía ir”, dice Owen, de 12 años de edad, de la estructura cerrada detrás de él. Después se vuelve hacia el patio de recreo. “No debemos jugar allí ahora”.
Rodeado de ríos, lagos y el océano, lleno de trucha alpina, su padre, Aaron Watson, dice que el nombre de su ciudad significa “peces” en inuktitut, el idioma que hablan los inuit, como Owen, su mamá y su hermana. Su papá es originario de Stratford, Ontario, y trabaja en la industria del turismo en Nunavut.
Por ahora, bajo el confinamiento de todo el país, Owen se mantiene ocupado con los paquetes de trabajo de sus maestros, anda en bicicleta por la ciudad, más tranquila de lo habitual, y trata de no preocuparse demasiado.
Su papá ha observado que Owen mira las noticias sobre el nuevo coronavirus y se pregunta si están criando a un futuro científico.
Hasta ahora, no se han documentado casos del nuevo coronavirus en la población de aproximadamente 8 mil personas, muchas de las cuales trabajan para el Gobierno federal y la ciudad. Cuando hay vuelos, pueden ir a la capital canadiense, Ottawa, en tres horas.
Así que el joven Owen cree que es sólo cuestión de tiempo para que el virus llegue. “Si llega aquí tendré más miedo”, dice.
Espera y observa. El Sol se pone en el oeste y las nubes reflejan tonos de rosa y púrpura. Es mucho en lo que un niño puede pensar.