CUENTO | El refugio: “Más que aullidos parecían gritos arrancados del alma de un demonio”

27/04/2019 - 12:01 am

“Camila suspiró y siguió viendo la calle. El edificio de enfrente estaba a punto de colapsar. En la esquina estaban los cuerpos sin vida de dos hombres y una mujer”, escribe Miguel Ángel Santos Ramírez en El refugio. Aquí el texto íntegro. 

Por Miguel Ángel Santos Ramírez

Ciudad de México, 27 de abril (SinEmbargo).– La puerta se cerró de golpe, pero nadie la oyó. Por el pasillo se escuchaba que alguien arrastraba con dificultad una silla. Una risa agradable provenía de una de las tres habitaciones superiores. En la sala de la planta baja revoloteaba una mosca; Camila agitó la mano para espantar al insecto, pero sintió un golpe seco en el dorso de la mano; la mosca cayó sobre la esquina del escritorio y movió tres veces las patas antes de quedarse inmóvil. Camila continuó con su lectura, un libro viejo que había encontrado en el librero apenas dos días después de que ella, su esposo Abraham y su hija Alejandra llegaran a esa casa.

El piso de arriba ahora estaba en silencio. Camila lo agradeció y se recargó sobre el respaldo de la silla. El libro trataba sobre un hombre que había nacido siendo psicoanalista y estaba vacío, por lo que tenía que encontrar a alguien a quién psicoanalizar para llenarse. Camila sonrió mientras pasaba la página.

La puerta del estudio se abrió y se asomó una mujer. Era la señora Teresa.

—¿Quieres algo de comer?

—Ahorita no, señora, gracias —respondió Camila sin quitar la vista de su lectura.

—Bien, iré a ver si Alejandra quiere comer.

—Le agradezco mucho.

La señora Teresa salió del cuarto.

Camila continuó leyendo hasta que terminó el capítulo. Se detuvo un momento, respiró y volteó a ver el reloj. Habían pasado dos horas desde que la señora Teresa había entrado a preguntarle si quería comer. Cerró el libro y se levantó. Salió, subió las escaleras y se dirigió hacia la ventana que estaba al final del pasillo. Ahí estaba colocada una silla junto a la ventana, y su hija Alejandra estaba parada sobre ella mientras contemplaba con mirada ausente la calle a través del cristal.

—No sabemos cuándo vaya a volver —dijo Camila.

Alejandra se sobresaltó, miró a su madre y volvió a voltear hacia la ventana. Camila se paró junto a su hija y observo el paisaje también; ella no tenía ningún problema para alcanzar a ver, sin embargo, su hija, aun con la ayuda de la silla, apenas alcanzaba.

—¿Por qué se fue? —preguntó la niña.

—Ya te he dicho muchas veces que no lo sé —respondió Camila con voz pausada.

—¿Crees que vuelva?

—Espero que sí. Aquí está su familia.

—¿Y si salimos a buscarlo?

Camila suspiró y siguió viendo la calle. El edificio de enfrente estaba a punto de colapsar. En la esquina estaban los cuerpos sin vida de dos hombres y una mujer. El cielo tenía una tonalidad rojiza que se reflejaba en las ventanas de las demás casas de la cuadra. Una motocicleta pasó a toda velocidad dejando un rastro de sonido hasta que un derrape, un choque y un grito acabaron con el ruido del exterior. Ahora parecía que el mundo estaba suspendido en una especie de limbo en donde el tiempo se volvía cada vez más irrelevante. Todo empezaba a oscurecerse allá afuera. Empezaban a escucharse aullidos a lo lejos, pero más que aullidos parecían gritos arrancados del alma de un demonio.

—¿Mamá…? ¿Y si salimos a buscarlo?

—Es peligroso.

Alejandra volteó a ver a Camila. De sus ojos brotaban las primeras lágrimas que anunciaban un doloroso llanto. Camila no pudo contener las propias y ambas lloraron abrazadas como si así pudieran llenar el espacio que había entre ellas, un espacio vacío que se había llamado Abraham.

—Quiero buscarlo, mamá.

—Yo también, pero tengo miedo.

—Papá también tenía miedo cuando se fue, me lo dijo.

Camila estaba temblando. Sabía que tenían que salir a buscarlo. Volteó hacia las habitaciones mientras intentaba buscar algún pretexto para no decirle la verdad a su hija sobre el motivo por el que su padre se había ido, pero no lo encontró. Ahí no había ninguna habitación, no había escaleras, no había techo. Ambas estaban a merced del cielo sangriento que cada vez se parecía más a un hoyo negro que intentaba tragarlas.

—Tu padre salió a pelear para protegernos, Alejandra. Pero él está solo, nos necesita a nosotras.

—¿A pelear contra quién?

—Nadie lo sabe.

Las paredes comenzaban a derretirse mientras unas siluetas con aspecto demoniaco se agrupaban en torno a la casa que les había servido como refugio por seis meses. Camila tomó de la mano a su hija y caminó con ella a través del pasillo que parecía extenderse eternamente. Los entes comenzaban a filtrarse entre las paredes derretidas e intentaban capturar a las dos mujeres, pero Camila y su hija los esquivaban por poco.

Camila levantó a su hija y corrió con todas sus fuerzas. A lo lejos ya se veía la puerta principal, la cual estaba entreabierta y con todos los cerrojos destrozados. Se encontró con las habitaciones de la señora Teresa y los demás huéspedes, pero estaban vacías y destruidas, como si nadie hubiera vivido ahí hacía mucho tiempo.

Camila alcanzó la manija de la puerta y se dio cuenta de que esta volvía a estar cerrada. Volteó hacia atrás y vio que la casa se encontraba en perfectas condiciones, no había seres demoniacos, ni paredes derretidas, había escaleras y una plática muy alegre en el piso superior.

Camila miró a los ojos a Alejandra, quien aún se encontraba en sus brazos. La niña le sonrió y Camila le devolvió el gesto. Bajó a Alejandra, quitó los seguros de la puerta uno por uno y la abrió. Afuera estaba oscuro. Ambas se tomaron de la mano y salieron sin esperanzas de volver a ver ese refugio. Tras ellas, la puerta se cerró de golpe, pero nadie la oyó.

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