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Alma Delia Murillo

27/01/2018 - 12:00 am

Gente ordinaria

onreímos poco entre desconocidos y si alguien lo hace, damos por hecho que quiere algo de nosotros o que está loco. Si lo hacemos por inseguridad, por una reacción instintiva de defensa o porque no distinguimos un carajo de lo que ocurre en nuestro universo emocional, quién sabe.

“No sé por qué vivimos en una seriedad absurda y angustiosa que impusimos como etiqueta de conducta del espacio público”. Foto: Pinterest

Una baja las escaleras del edificio, sola, con frío y con el pelo mojado, sin haber tomado café porque no queda nada en la cocina luego de semanas de ausencia por un trabajo de horarios inauditos, ¿y qué se encuentra?
Malas caras, ceños fruncidos y bocas contraídas a destajo.
Y el intento de sonrisa que le pones al vecino o al personal de vigilancia se desvanece en el acto, entras a la cafetería y ni buenos días ni buena cara, subes al taxi y lo mismo, indiferencia escalofriante.

No sé por qué vivimos en una seriedad absurda y angustiosa que impusimos como etiqueta de conducta del espacio público.
Si hubiera señalamientos junto al de No fumar que dijeran No sonría, encajarían perfectamente en algunos sitios que parecieran diseñados para que la gente tenga tremenda jeta de riñón todo el rato. Cara de culo, decía mi abuela, a los que iban con los labios fruncidos las veinticuatro horas del día.
El enojo incendia los rostros, pero la seriedad los acribilla y afea con enorme eficiencia.

Sonreímos poco entre desconocidos y si alguien lo hace, damos por hecho que quiere algo de nosotros o que está loco. Si lo hacemos por inseguridad, por una reacción instintiva de defensa o porque no distinguimos un carajo de lo que ocurre en nuestro universo emocional, quién sabe.
El caso es que la regla de la no sonrisa se ha impuesto. Qué fea cosa.
Bueno, también puede ocurrir que si sonríes con mayor franqueza, algún distraído crea que coqueteas, o si de plano te ríes a carcajada batiente, algún espíritu estrecho pensará que lo estás provocando con tu obscena alegría y te pedirá que te calles. Porque cómo va a ser. Hay gente que no tolera que otros se la pasen bien.

Con mi más pura intención chingativa —no lo voy a negar, en el taxi le pregunto al conductor si es parte del protocolo que pongan esa cara tan seria y responde que sí, que no sonríen porque las chicas los acusan de acoso, que no dan botellas de agua porque la gente los acusa de envenenamiento, que ya no abren la puerta porque las feministas los acosan de machos, que no ofrecen dulces porque los acusan de insensibles ante la epidemia de obesidad que atormenta al país. Miro su rostro por el retrovisor para detectar si está bromeando pero me parece que la filípica que me tira viene desde su lado más sensato y razonable.
Luego es él quien toma el papel de policía y yo soy la interrogada, que por qué me llamo Compa Alma en mi perfil de la cuenta, que se le hizo raro, que estuvo a punto de cancelarme el servicio porque ellos también corren peligro con nosotros, que los usuarios podemos representar lo peor de la escena criminal de esta ciudad donde todo es posible. Pero que luego vio que era mujer y mi ropa y decidió hacer el favor de llevarme. Ay, posmodernos. Y jodidos.

Con el corazón en franco derrumbe, elijo yo también guardar silencio y, pidiéndole perdón a mi abuela hasta lo profundo del radiante infierno donde sé que no deja de sonreír, pongo mi mejor cara de culo.
Qué puedo hacer, abuela, si sólo somos gente ordinaria tratando de sobrevivir.

@AlmaDeliaMC

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