El hombre barbado: ¿las nuevas güeras?

27/01/2016 - 12:01 am
Cuenta la leyenda que el Ché optó por el bigotillo que lo caracterizó (un bigote mestizo, indígena) después de ver a Cantinflas en la pantalla. Esos tiempos, desgraciadamente, parecen haber quedado muy atrás. Foto: Shutterstock.
Cuenta la leyenda que el Ché optó por el bigotillo que lo caracterizó (un bigote mestizo, indígena) después de ver a Cantinflas en la pantalla. Esos tiempos, desgraciadamente, parecen haber quedado muy atrás. Foto: Shutterstock.

“Somos diferentes y hay que acentuar esa diferencia”. Ésa ha parecido ser, entre otras, una de las máximas colonialistas desde hace siglos. Basta ver los documentales (como Concerning Violence, de Göran Olsson), las fotografías y hasta los grabados y pinturas anteriores al siglo XIX: el colonizador siempre “se ve” distinto al colonizado.

Y si la biología no basta para hacer notar la diferencia, hay que echar mano de la tecnología y la cultura para recalcarla.

Esto es: la estética al servicio de la segregación.

Frantz Fanon decía que en el colonialismo se pierde la distinción entre causa y consecuencia: “eres blanco porque eres rico y eres rico porque eres blanco”. No obstante, con el paso de las generaciones y la mezcla entre colonizados y colonizadores, es necesario apuntar, como hizo Ngugi, a otro personaje del mundo colonial: el “comprador”, aquel que pertenece al grupo racial oprimido pero que tiene ciertas prebendas, cierto estatus debido a su poder económico.

El “comprador” sueña con pertenecer al grupo de los colonizadores y se comporta como tal. Incluso, por afán de reconocimiento, suele ser aún más segregacionista. Por lo mismo, aunque sea una característica común entre todos los colonizados u oprimidos, es quien más ímpetu pone en “parecerse” al grupo en el poder.

Es decir, el “comprador” es aquel, también, a quien la biología no le basta para formalizar la pertenencia. Entonces echa mano (y dinero) de la tecnocultura para simular la estética del colonizador.

Ejemplos tecnológicos en función de esta “estética de la segregación” hay muchos: desde la plancha y los tintes para la ropa (esas imágenes maravillosas de los europeos blancos con ropa blanquísima y lisa jugando algún deporte blanco) hasta aquellos desarrollos que pretenden, precisamente, modificar nuestra “biología” o nuestra apariencia física.

El ejemplo paradigmático en nuestro país, de modificación corporal, sería el tinte rubio para cabello que se vende en cantidades industriales: costoso, si se quiere una apariencia más “natural” (es decir, para los “compradores”) y barato, agua oxigenada, para el grueso de la población. La misma distinción de clase se encuentra en la ropa: ropa de marca para el “comprador” con poder económico y ropa “pirata” o de “imitación” para aquel que ciertamente tiene como único objetivo, más allá de vestir-se, el de imitar.

Aquí se vuelve a cumplir la disolución entre causa y consecuencia que mencionaba Fanon: estás a la moda porque eres rico y eres rico porque estás a la moda. Una moda que, salvo contadísimas excepciones, tiende a estar diseñada por y para el grupo colonizador.

Las modas-tecnologías para modificar el cuerpo habían tenido como objetivo principal (en su sentido balístico) a las mujeres: desde las tecnologías menos invasivas, como tintes, cremas blanqueadoras y dietas, hasta las más invasivas, como implantes, depilaciones láser y liposucciones. Pero ahora ha aparecido una que impacta directamente a los hombres, a su cuerpo: la moda de la barba.

No hace falta ahondar en el carácter colonialista de esta moda pues sólo hay que recordar las crónicas de la conquista de América: llegaron hombres blancos y barbados. Punto.

Tampoco en su carácter clasista: la moda en nuestro país empezó en los grupos de clase alta, misma que, siguiendo a Fanon, también era capaz biológicamente de portar una barba tupida.

Pero lo maravilloso del caso es que ahora también se venden servicios de implantes, cirugías, para que “puedas lucir una barba envidiable”. Servicios, claro, para los “compradores”, para quienes pueden pagarlo y, así, intentar seguir diferenciándose del resto de la población. Una cirugía para venderse a sí mismos y para comprarse la idea de esa falsa seguridad que otorga el fanfarroneo de una superioridad imaginada: “que no me confundan, no soy como ellos, los pobres, los oprimidos”.

Cuenta la leyenda que el Ché optó por el bigotillo que lo caracterizó (un bigote mestizo, indígena) después de ver a Cantinflas en la pantalla. Esos tiempos, desgraciadamente, parecen haber quedado muy atrás.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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