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Julieta Cardona

26/10/2013 - 12:00 am

Celos, malditos celos

Gracias a los celos me hice la mejor amante del mundo en la cama. No sé, pensaba que el sexo mantenía cerca a las personas –cada vez más cerquita–, entonces, si era buena amante lograba crear un gran lazo de unión y lo que yo buscaba con Renata era atarla a mí para siempre. No […]

"Acá por ti", dibujo a grafito sobre papel a cargo de @rabeltm.
“Acá por ti”, dibujo a grafito sobre papel a cargo de @rabeltm.

Gracias a los celos me hice la mejor amante del mundo en la cama. No sé, pensaba que el sexo mantenía cerca a las personas –cada vez más cerquita–, entonces, si era buena amante lograba crear un gran lazo de unión y lo que yo buscaba con Renata era atarla a mí para siempre.

No leía libros con técnicas sexuales, ni veía películas que me dieran ideas para nuevas posiciones; mi única técnica efectiva era escuchar la respiración de Renata y, cuando estuviera a punto de desatarse el delirio, yo paraba súbitamente para que su boca urgiera la mía y entonces, por cómo se movía su lengua, yo sabía cuál era el momento indicado para seguir.

Pero bueno, al grano. Póngase cómodo porque vengo a platicar mi historia de celos, repitiendo y ahondando: de cuando yo me hice la mejor amante del mundo en la cama porque me daban celos de todas las personas que se le acercaban a Renata; pensaba que mientras ella más amara nuestro sexo, menos voltearía a ver a quien fuera. Estaba obsesionada, por supuesto; no vengan ustedes a decirme que cuando van a algún restaurante y un mesero los atiende, no les da rabia que el tipo se le quede viendo a su novia cual hiénido hambriento.

Les platico que una noche (como muchas) fuimos a cenar a un restaurante y pasó eso que les digo de los meseros: uno se le quedaba viendo a Renata, y no solo la veía de pies a cabeza, sino que le veía las tetas –porque además son muy hermosas–. ¡Heeeeey, maldito bribón, regrésate al seno materno y ve a chupar a tu madre!, le grité yo y Renata, apenada, se disculpaba con quien estuviese a su alcance. Llegábamos a casa y, por supuesto, Renata se negaba a hablarme, pero no sé cómo ni por qué terminábamos haciendo el amor. Yo siempre le decía lo mismo: “Perdóname, mi amor, pero estoy loca por ti”; entonces ella me besaba al tiempo que me decía que era mía. Y, bueno, yo me la creía.

Cuando llevaba a Renata al trabajo, me quedaba un rato a espiar para ver si realmente iba directo a su oficina o si se desviaba en el camino; cuando se desviaba, en serio no saben cómo me las ingeniaba por saber a qué lugar de la maldita casa se había ido (porque su lugar de trabajo era una casa); un día casi me rompo una pierna tratando de averiguar qué había en el primer piso. Tal vez a ustedes les dé risa, pero fue muy difícil averiguar, en serio.

Una mañana que la dejé en aquella casa, me dijo: “Espera, mi amor, te traeré un café”, y cuando se tardó más de siete minutos, me imaginé la peor historia de la humanidad (qué digo de la humanidad, ¡del mundo! —incluyendo la muerte misteriosa de Marilyn Monroe—): me imaginé que Renata se desviaba de su camino hacia el café y caminaba directo a la oficina de Jael (su jefe), entonces, apenas ella entraba y cerraba la puerta, él la embestía por detrás y, masacrándola con el pene al tiempo que le rompía las pantaletas Victoria’s Secret que yo le había comprado, ella se quedaba excitada boca abajo casi creo que con la lengua de fuera, sin aliento, cual perra en celo. Y me moría de celos, me mataba la rabia. Regresó a los diez minutos con mi café en mano: “Perdóname, mi amor, es que Tere me pidió urgentemente el teléfono del Dr. Rodríguez y entre mi montón de papeles apenas se lo encontré”. Yo quise pedirle perdón porque había perpetrado la peor historia de la humanidad —después de la misteriosa muerte de Marilyn Monroe— con su cuerpo y el pene de su jefe adentro de mi cabeza, pero en lugar de eso, me acerqué a su cuello y le pregunté que por qué estaba tan despeinada como si un elefante le hubiera soplado en la nuca; azotó la puerta del auto, aventó el café y me gritó que yo era una loca, que ya no aguantaba más. Me quedé llorando en el auto tanto tiempo que ni siquiera sé cuánto fue; lloraba por su cuello blanco y mentiroso, porque realmente no era mía, porque la quería.

Todavía pasaron muchos meses más. Como sabrán, las relaciones destructivas suelen ser un ocho acostado, un infinito, pues. Pero reconocí el final una noche en su departamento; había tres cepillos de dientes: el mío, el de ella y el de alguien más y es que, como ustedes sabrán, la pijama y el cepillo de dientes en el departamento del otro es símbolo inequívoco de intimidad entre dos, entonces abrí conversación:

            —¿De quién es este otro cepillo, amor?

            —Es mío, ya ves cómo soy con esas cosas, las cambio a cada rato.

            —Sí, pero siempre los compramos juntas.

            —¿Estás intentando decirme algo?

            —Sí, que cosas como los cepillos las compramos juntas.

            —Pues me adelanté, lo siento.

Y ahí estaba yo, intentando probar cualquier cosa, excepto que era honesta y que ella era mía. Me deslicé entre las sábanas y le acaricié los senos que los meseros le veían como hiénidos hambrientos, le besé la nuca como había imaginado que su jefe lo hacía y la pegué a mi cuerpo buscando, en su respiración, ser la mejor amante del mundo. A la mañana siguiente le dije que me iría un par de días a Guanajuato, que por trabajo; me dijo que sí, que ya me extrañaba, que volviera pronto. Pero le mentí, renté un cuarto en un hotel barato con vista a su departamento y vigilé toda la mañana, toda la tarde y toda la noche con ganas insuperables de que alguien llegara a quitar mi olor de su cuerpo para por fin callar todos estos celos que ella decía sin razón.

A la una de la mañana llegó alguien a su departamento y logré ver cuando, entre caricias, se pasaban de la sala al piso del comedor besándose con desenfreno y urgencia. Ya no sentía celos, sentía certeza y dolor color marrón. Ya no era la mejor amante, ¿lo había sido? Era otra, la de siempre, una amante cualquiera con una historia: esta.

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