Parcial y subjetivo | La primera vez…

26/10/2012 - 12:00 am

Son muchas las cosas que caracterizan una “primera vez”, así, en toda la extensión de su significado. Cuando se le quitan cargas culturales que lastran sus referentes, las primeras veces pueden definirse a partir de la novedad. Es cierto, en ellas se descubre algo que, hasta entonces, no se había visto. Es una revelación que, en muy buena medida, puede definir una buena parte del futuro de la persona. Sobre todo, si esa primera vez está emparentada con una idea de continuidad, de sentido vivencial. Sin embargo, es difícil que las primeras veces trasciendan al experimento. La falta de experiencia natural limita sus posibilidades. Salvo en casos raros, resulta conceptualmente absurdo suponer que las primeras veces serán mejores que las posteriores. Más, si se considera que la maestría se adquiere con la práctica. La literatura no podría ser la excepción.

Recorrer la bibliografía de los autores resulta un ejercicio revelador. Es posible distinguir los momentos de más alta calidad y establecer la forma en que el estilo se fue decantando a lo largo de un proceso de años y libros. Pero hay autores cuya primera novela les ha significado un punto de partida excepcional. No sólo porque la crítica o las ventas la hayan respaldado. También, porque la calidad de la misma es indiscutible. Aunque ésta parece ser una enorme ventaja, también es un peligro: después de una llegada al mundo de las letras tan espectacular, las expectativas son elevadas. En ocasiones, las novelas subsecuentes no han estado a la altura de ellas.

Reviso unas cuantas primeras novelas que bien podrían considerarse como parte de un trabajo de años, tal es su manufactura. Quién sabe, quizá el autor tiene varias más guardadas en archivos. Lo cierto es que, la mencionada, es la primera de las que vio luz en el mundo de la edición formal. De cada uno de nosotros dependerá el juicio para las novelas posteriores.

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Durante años, Laurent Binet estuvo obsesionado por un par de personajes clave de la Segunda Guerra Mundial: quienes ejecutaron el atentado contra Heydrich, uno de los más letales secuaces de Hitler. Esto lo llevó a la necesidad de contar su historia, la del atentado, la del propio nazi. Investigó en muchas fuentes, se convirtió en un experto. Incluso vivió en Praga, conoció el lugar del atentado, los sitios en los que se refugiaron tras el mismo, la iglesia en la que terminaron defendiéndose frente a centenares de soldados. Se convirtió en un experto en la materia. Sin embargo, eso no bastaba para volverlo novelista. Porque esa historia, como tantas de las que surgieron por la guerra, es una historia conocida. Debía sumarle algo especial, que la hiciera única. Optó por volverla metatextual. Así, mientras se lee lo sucedido hace más de sesenta años, también se es testigo del proceso de escritura del mismo texto. Esto consigue eliminar varias décadas al llevar al lector justo al lugar de los hechos. Es un giro literario propio de la juventud, de la necesidad por experimentar algo nuevo pero, también, a partir de una madurez notable, propio de quienes saben lo que desean narrar.

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El nombre de la rosa

No se puede decir que el autor careciera de experiencia en el ámbito de la escritura. Tampoco que sea una novela de juventud llena de vicios y falta de rigor. Cuando Umberto Eco publicó El nombre de la rosa tenía casi 50 años y era un académico reconocido a nivel mundial. Sin embargo, eso no podía predecir el éxito que tuvo la novela. Ambientada en un monasterio medieval, no es una lectura sencilla. Al contrario, Eco puso en ella sus obsesiones y sus áreas de especialidad. Leerla implica enfrentarse con una novela multinivel que puede ser entendida desde varios planos. El uso del lenguaje tampoco es sencillo. De hecho, él ha comentado que piensa en escribir una versión “más ligera” de la misma, para los nuevos lectores. Pese a esto, lo cierto es que la novela tiene una historia que atrapa, una ambientación incomparable y personajes consecuentes con el mundo que habitan. Así, además de aprender y perderse en este monasterio, el lector tendrá la oportunidad de conmoverse por la prosa de un autor que, si bien no había entrado a la ficción, la conocía con suficiencia.

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Ningún dios a la vista

 

Algo de atrevimiento debe haber en las primeras novelas. La juventud de la que suelen partir es importante a la hora de buscar una voz propia, una única manera de narrar el mundo. Tal es el caso de Altaf Tyrewala quien consiguió un gran éxito con su novela debut pese a que su campo profesional parece demasiado alejado de las letras (estudió comercio y se ha dedicado al desarrollo de software). Con Ningún dios a la vista consiguió llamar la atención a partir de un contrastante retrato de Mumbai. Como si fuera una carrera de relevos, cada capítulo puede ser entendido como un cuento. En él aparecen varios personajes. Uno de ellos, que no es el protagonista, lo será de la siguiente historia. Así, el cambio de estafeta ofrecerá una nueva y actualizada visión del mundo, del mundo que cabe en esa ciudad tan polivalente como algunas de las nuestras.

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El libro de Rachel

Con esta novela obtuvo el premio Somerset Maugham. No sólo eso, gracias a El libro de Rachel se ganó el apodo de enfant terrible de las letras inglesas. La razón es más que evidente. En una época edulcorada por las buenas costumbres, Martin Amis mostró con su debut una cara desconocida de las juventudes inglesas. En ella, la decadencia era parte sustancial del estilo de vida: una decadencia basada en la superioridad moral que su protagonista siente tener. Charles Highway es egocéntrico y se ha convencido de que Rachel debe ser su novia. Sin embargo, ella sale con alguien más. Poco a poco va acercándose a ella hasta conseguirlo. Un año más tarde terminarán. No importa. Lo relevante ha sido la experiencia. Esta forma de afrontar al mundo desde una nueva actitud adolescente. Amis dio un paso importante a la hora de presentar protagonistas falibles e inconclusos. De ésos que resultan casi humanos.

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Las benévolas

Fueron muchos los rumores que se esparcieron en torno al Premio Goncourt 2006, entregado a Jonathan Littell. Se llegó a decir que su lengua madre no era el francés (algo insólito considerando el premio) y que había escrito la novela en poco más de un centenar de días (algo aún más extremo considerando que tiene arriba del millar de cuartillas). Probablemente algunos de estos rumores tengan algo de cierto pero es irrelevante. Sobre todo, porque de la mano de las memorias ficcionales del protagonista de su novela, Max Aue, Littell consigue llevar a cabo una detallada y profunda crónica de la Segunda Guerra Mundial. Aparte del personaje ficcional, todo parece ser cierto. Sin embargo, el mérito no sólo descansa en la habilidad del autor para recrear ese periodo histórico tantas veces narrado. También reside en su capacidad por crear un personaje tan bien diseñado como su protagonista, capaz de provocar sentimientos encontrados en un mundo donde impera el caos.

Claro está que me he quedado corto. Hay una primera novela para cada autor que conocemos. Sin embargo, no todas generan el entusiasmo deseado. Ya sea porque son parte de un arduo proceso de refinamiento, ya porque se han perdido en medio de una obra mayor, mucho más sólida y leída. Cualquiera que sea el caso, llama la atención cuando una primera novela es disfrutable y tiene los argumentos necesarios para competir contra las de autores consolidados en medio de la vorágine editorial. Además, significan un punto de partida que bien vale la pena seguir aunque, quizá, se corra el riesgo de desencantarse.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.
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