LA DIVISIÓN LLEVA AL DESPEÑADERO

26/10/2011 - 12:00 am

23

Cuando Calderón fue declarado presidente electo por el Tribunal, Andrés Manuel pidió elaborar un documento en el que se establecía que los diputados y senadores nos comprometíamos a impedir la toma de posesión de Felipe Calderón. Algunos la firmaron, mientras que otros se abstuvieron, pues nunca se dijo cómo era que debíamos impedir esa toma de posesión presidencial.

Ante ello, Javier González buscó a Andrés Manuel para acordar lo que se haría el 1 de diciembre.

—¿Qué hacemos Andrés, qué sugieres? —le preguntó Javier.

—Ustedes son legisladores, ustedes saben qué hacer —respondió.

Y el 30 de noviembre por la noche, cuando los diputados panistas cumplían casi una semana de haber tomado la tribuna para garantizar el cambio de banda presidencial, Javier buscó nuevamente a Andrés Manuel.

—Nos llegó el momento, Andrés. ¿Cómo quieres que lo impidamos? ¿Qué hacemos mañana?

—Ustedes saben, Javier —le contestó—. Yo lo único que quiero es que no haya normalidad mañana. Lo único que les planteó es que no haya, que no sea un acto normal, porque en el país no hay normalidad política, el país está en la incertidumbre. Lo demás, ustedes decídanlo con los grupos parlamentarios.

Esa noche del 30 de noviembre, los diputados y senadores prácticamente dormimos en San Lázaro. Yo llegué a las nueve de la noche. Llevaba mi traje y una maleta, y me instalé en una de las oficinas de los diputados federales. A las dos de la mañana, ya del 1 de diciembre, Javier me llamó para que nos reuniéramos en su oficina. Me dijo:

—La situación está muy delicada. Te propongo lo siguiente: hay que impedir, por todas las puertas de acceso, que Calderón entre.

—¿Cuál es la estrategia?

—Pues ésa: que con los diputados y senadores bloqueemos todas las entradas a ver qué tanto aguantamos. Si nos enfrentan los del PAN, no pasará de unos golpes entre nosotros. Pero si nos repliega el Estado Mayor, nos van a ganar, pero se hará un zafarrancho que le dará la vuelta al mundo.

Escuché a Javier sin parpadear y nos pusimos de acuerdo para tomar posiciones, a los senadores nos tocó colocarnos en una puerta lateral. Una hora después, volvió a llamarme Javier.

—Tenemos un problema grave.

—¿Cuál, Javier?

—Me están informando que algunos de nuestros diputados traen bombas lacrimógenas.

A esa hora hicimos una evaluación. En el recinto iban a estar seiscientos veintiocho legisladores. En las gradas de arriba, mil invitados. Y otros quinientos entre auxiliares de Cámara y reporteros.

—¿Te imaginas lo que pasará si a alguno de nuestros legisladores se le ocurre lanzar bombas lacrimógenas, mientras nosotros cerramos las puertas con candados? —le pregunté a Javier.

—Eso sería una tragedia —me contestó—. Aquí puede haber muertos, infartados, heridos de todos los bandos.

Entonces Javier y yo concluimos que eso no lo íbamos a permitir, y tomamos una decisión: Javier recogería las bombas. Nunca le pregunté cuántos ni quiénes habían

metido las bombas, pero a las cinco de la mañana me habló por la red interna del Congreso.

—Ya está. Nadie se quedó con nada. Recogí todo. Lo metí en mi carro y está afuera de San Lázaro. He convencido a los diputados de que eso no puede ser. No hay riesgo.

—¿Y estás seguro de que nadie se guardó nada, bombas u otra cosa para al rato?

—Eso no lo sé. No llego a tanto. Pero hasta donde tengo información está conjurado el peligro de que estallen bombas dentro del recinto.

Lo último que hicimos fue tratar de saber qué iban a hacer los del PRI y tratar de negociar con ellos. Si el PRI no asistía era imposible que Calderón tomara posesión.

Pero el PRI se mantuvo evasivo a cualquier acuerdo. Sólo decía que si había violencia ellos no se presentarían. Que no iban a ser parte de un zafarrancho.

Por la mañana, gente del PRI nos dijo que sí iban a ir, que ya lo habían negociado con el PAN. Y cinco minutos antes de la once de la mañana, los priistas entraron e hicieron quórum en la sesión.

La sesión comenzó y todo lo demás que ya se sabe: jaloneos, empujones, nosotros bloqueando las puertas, los panistas coreando consignas, nosotros también. Yo estaba en una puerta lateral, Javier estaba en la puerta del frente.

Zermeño tocó la campana y dijo: “Hay quórum, se declara instalada la sesión de Congreso General”. Con la tribuna tomada por los panistas, con nosotros abajo. Todo en total y absoluto caos. El objetivo se había logrado: la sesión no era normal.

De pronto, por un acceso de tras banderas irrumpieron Fox y Calderón con una nube de elementos del Estado Mayor y legisladores panistas. Los del PRI se mantuvieron en el presídium, y en medio del caos Calderón rindió protesta.

Nosotros nos quedamos con la sensación de haber hecho el máximo esfuerzo, de haber peleado hasta el último minuto, de haber logrado que la toma de posesión no fuera normal. Y Javier y yo, además, con la satisfacción de haber evitado que hubiera muertos o heridos.

Tiempo después, Andrés Manuel nos explicó que él había decidido no lanzar la ofensiva de movilización sobre el Congreso, pues pudo ser una confrontación de proporciones mayores a las afueras de San Lázaro, y él quería proteger a la gente. Incluso llegó a decir una frase muy común en él: “Ningún líder político tiene derecho a arriesgar la vida de uno de sus seguidores si no arriesga la propia primero. Por lo tanto, la batalla tiene que ser de los legisladores que tienen fuero, que tienen experiencia, que están dentro. Afuera yo no voy a exponer a la gente a un enfrentamiento con las fuerzas policiales ni con el Ejército ni con nadie. Esto va a ser pacífico y así lo vamos a hacer”.

Por eso decidió mantener la movilización en el Zócalo y no en San Lázaro. Nuevamente habíamos coincidido: respaldamos a Andrés Manuel e impedimos que fuera normal la toma de posesión de Calderón, sin poner en riesgo la vida de alguien.

 

24

Meses después, en 2007, Andrés Manuel dijo que los diputados y senadores del PRD deberíamos concentrarnos en el trabajo del movimiento que él encabezaba, y por lo tanto sugirió que le diéramos prioridad por sobre el trabajo legislativo. Todo ocurrió en una de las reuniones semanales que se realizaban en la calle de San Luis Potosí. Reuniones a las que iban los presidentes nacionales del PT, Convergencia y PRD, además de los coordinadores parlamentarios de los tres partidos y el equipo de López Obrador.

Aquel lunes, recuerdo, la reunión empezó con una serie de preguntas: ¿qué hacemos con nuestra fuerza parlamentaria? ¿Qué hacemos con la mayor bancada de senadores y diputados en nuestra historia? ¿Qué reformas proponemos, en qué procesos legislativos participamos y en cuáles no?

La ruta de Andrés Manuel era priorizar el movimiento en las calles, la protesta ciudadana. “Hay que hacer que la normalidad no se apodere del país porque en la normalidad Calderón se afianza”. Y por lo tanto consideraba que senadores y diputados deberían concentrar sus esfuerzos, su tiempo, sus recursos, al trabajo en las calles, y que las tribunas del Congreso fueran utilizadas para la denuncia.

En el otro lado del debate se colocaron preguntas como éstas: ¿y qué va a pasar con el presupuesto del DF? ¿No se discute con el secretario de Hacienda? ¿No hay contacto con el gabinete?

Los que debatíamos este punto, fundamentalmente, éramos Javier González, Manuel Camacho y yo. Nunca, bajo ninguna circunstancia ni desde ningún punto de vista, descalificábamos la visión de Andrés Manuel. Siempre creímos que las opciones planteadas ahí no eran encontradas. Pensamos que se podía al mismo tiempo dar la batalla en las cámaras y en las calles. Cada quien en el espacio que tenía.

En las calles el PRD debería seguir impulsando la movilización de la gente y en el Congreso demostrar que el PRD sabía representar bien a los electores que le habían dado su confianza y habían depositado su voto en las urnas. No eran posiciones excluyentes.

Incluso afirmé que yo había soñado muchas veces en lo que me tocaría hacer desde el Senado cuando Andrés Manuel fuera presidente.

—Por las circunstancias que todos conocemos, no estás despachando en Los Pinos, estás despachando aquí y traes un distintivo del gobierno legítimo en la solapa. Y creo que eso nos merece respeto a todos. Pero yo traigo un distintivo del Congreso de la Unión. Yo soy senador de la República. Y los quince millones de votos que te dio la gente te dan a ti una responsabilidad de representarla; pero los doce millones que recibimos los senadores y los diputados nos dan una obligación de representarlos también en las cámaras del Congreso. Porque si no creemos en eso, ¿entonces para qué vamos a las elecciones a pedir el voto? Habría un engaño de nuestra parte si ahora abandonamos la representación legislativa. No podemos decirle a la gente: “Vota por nosotros porque te queremos representar”.

Y una vez que nos elijan decirle: “Ahora no te quiero representar porque me voy a las calles?”.

Andrés Manuel escuchó atento. No interrumpió. Al final, cada parte mantuvo su decisión.

Nunca hemos descalificado a Andrés Manuel ni a su movimiento. Lo acompañamos en el Éxodo por la Democracia, como dirigente del PRD, como candidato al DF, como gobernante de la Ciudad de México, en el desafuero, como candidato a la Presidencia, en su lucha postelectoral, y en sus demandas de justicia y democracia, que no son otras que las que Nueva Izquierda también enarbola como parte del PRD.

Pero creemos que, además de movimiento, el PRD es ya también un partido que ha sabido ganar una parte del gobierno. Y que en esos casos debe demostrar que lo sabe hacer bien: acuerdos por el bien del país, no sólo del partido. No es una contradicción ser movimiento y trabajar como gobierno por la gente.

Ésas son una parte de nuestras convicciones, de las mías y de mis compañeros. Es la visión del país que queremos. Y sabemos que eso trae costos políticos en algunos

casos. No importa. Cuando se actúa con honestidad, uno duerme con la conciencia tranquila.

Como ocurrió también con el caso de la reforma de Pemex, en donde quedó más que demostrado que no estaba reñida la idea de que se podía trabajar de manera

conjunta con la movilización de la gente y el trabajo legislativo en las cámaras.

 

25

ANDRÉS MANUEL es un hombre con un gran olfato político. Suelen decir algunos que él no huele con la nariz, sino con las yemas de los dedos, que capta la sensibilidad del estado de ánimo de la población. Y en 2008 olfateó muy correctamente que el tema de Pemex era la gran lucha que podía reivindicar el movimiento de izquierda en el país, frente a la pretensión de Calderón de privatizar áreas de Pemex.

En las reuniones de los lunes, Andrés Manuel llegó a la conclusión de que iba a haber un albazo legislativo. Que en cualquier noche iban a sacarnos un dictamen en el Senado, y que en cualquier mañana PRI, PAN y el Verde lo llevarían al pleno. Para evitar eso, busqué una negociación con las bancadas del PRI y PAN que permitiera abrir un debate nacional.

Y en ésas estaba, buscando un acuerdo en la Junta de Coordinación Política del Senado sobre un debate nacional, cuando vi por el Canal del Congreso que integrantes de las bancadas del PRD, PT y Convergencia tomaban la tribuna. Antes de irme al pleno, con la idea de que habría una fuerte discusión con mis compañeros, me despedí de los otros coordinadores parlamentarios:

—Con permiso señores —les dije—.Voy a ver qué está sucediendo con mi grupo parlamentario, y por si ya no regreso, me despido de ustedes. No sé qué vaya a pasar.

Fui al pleno y descubrí que doce de los veintiséis senadores del PRD estaban en la toma de tribuna, junto con los del PT y Convergencia. Me reuní con ellos y les dije:

—El hecho ya está consumado, ¿ahora qué va a pasar? ¿Nos vamos a quedar aquí eternamente? ¿Cuál es la estrategia? ¿De qué se trata?

—No, lo que pretendemos es que haya un debate nacional.

—Es lo que yo estaba negociando en la Junta, el debate nacional.

Quince días después de que fueron tomadas las tribunas del Senado y de la Cámara de Diputados, el senador Santiago Creel logró convencer al gobierno de que era necesario abrir una válvula para el debate. El senador Beltrones también cabildeó con los priistas para que aceptaran, y fue cuando soltamos las tribunas. Entonces vinieron tres meses de debate con especialistas, con académicos y con agrupaciones profesionales en el patio central de Xicoténcatl. Todo fue transmitido por el Canal del Congreso y con una importante cobertura de medios.

El debate petrolero nos unificó en una sola posición: no a la privatización, sí a la reforma de Pemex, sí a su fortalecimiento como empresa estatal, sí al mejoramiento de su estatus administrativo y fiscal. Hicimos un conjunto de planteamientos y, la verdad, escogimos bien a quienes fueron a debatir. El gobierno fue derrotado contundentemente.

Primera victoria.

La segunda llegó cuando los sectores más nacionalistas del PRI se empezaron a movilizar y acotaron la posibilidad de que el PRI se sumara a una propuesta panista. Los priistas empezaron a medir el altísimo costo que les iba a significar respaldar una propuesta de privatización y prefirieron abrir la posibilidad de construir un acuerdo PRD-PRI-PT-Convergencia.

En ésas andábamos cuando Andrés Manuel dijo: “Una vez que termine el debate van a querer imponernos la reforma y esto solamente se impide con una gran movilización nacional fuera y dentro del Congreso. Hay que prepararse

para impedir que el Congreso sesione en septiembre de 2008. Afuera, nosotros nos encargaremos de movilizaciones en las carreteras, en los aeropuertos, en las refinerías, en las capitales de los estados. Esto es otra cosa, por esto sí puede haber lo que sea, no importa”.

Vino entonces un debate en la casa de Ifigenia Martínez. Ahí estaban dirigentes partidarios, legisladores de los tres partidos, especialistas, asesores y Andrés Manuel. ¿Esperamos que el gobierno y el PAN presenten su dictamen? ¿Presentamos nosotros una propuesta de reforma petrolera? Es decir: ¿presentamos propuesta o nada más nos oponemos? Ése era el centro del debate.

Debate intenso donde quedó establecido que el PRD debería presentar una propuesta de reforma, la nuestra, la no privatizadora, la que fortaleciera a Pemex como propiedad del Estado. Andrés Manuel, sin embargo, nos puso una condición a los legisladores: “La propuesta no la harán ustedes, sino los especialistas, los asesores”.

Todos aceptamos y quedamos en que nos la presentarían y, si había consenso, la respaldaríamos todos. Los especialistas y asesores se reunieron, trabajaron semanas, prepararon la iniciativa, la presentaron y todos estuvimos de acuerdo. Yo, en compañía de los coordinadores parlamentarios de los tres partidos, en el Senado la entregué como nuestra propuesta alternativa. Se turnó a comisiones junto con la de Calderón y comenzó el proceso de dictamen. Entonces ocurrió un fenómeno hasta ahora poco conocido: Ganamos el debate público y ganamos en la negociación parlamentaria en comisiones, gracias a Pablo Gómez, Graco Ramírez y Arturo Núñez, que habían sido encomendados para meterse a la redacción del dictamen. En el PRI, el sector más nacionalista leyó muy bien nuestra victoria y doblaron a sus compañeros para no acompañar al PAN ni a Calderón en la privatización. Se sumaron a nosotros.

El dictamen con todo lo que queríamos nosotros, con todo lo que Andrés Manuel exigía desde el principio, había ganado.

En esas semanas se armó una especie de estado mayor con los seis coordinadores parlamentarios, con Andrés Manuel y con dos de sus colaboradores. Revisamos borradores de dictámenes, artículo por artículo, texto por texto, afinamos palabras, afinamos propuestas, eliminamos párrafos, recompusimos propuestas. A la última sesión invité a Pablo Gómez y él fue quien argumentó y explicó por qué se había ganado la batalla.

Andrés Manuel, sin embargo, frenó el optimismo.

—Está todo muy bien, nada más que la decisión final de cómo votar yo no la puedo tomar con ustedes. Yo tengo que consultar a la gente. Va a ser la gente quien decida si esto se avala o no.

—Pero, Andrés, es nuestra propuesta, la estamos ganando —se le dijo.

—Sí, pero yo no soy líder parlamentario, yo soy líder de la gente. Yo tengo que convocar a la gente.

—¿Va a ser una consulta nacional? ¿Va a ser una consulta con urnas o cómo? —le preguntó alguien.

—No, yo tengo mis métodos para convocarla.

—Andrés —le dijo Pablo—, dentro de dos días el proyecto de dictamen pasa al pleno, ya está consensuado en las comisiones de Puntos Constitucionales, de Hacienda, de Energía.

—¡Andrés, con esta propuesta ganamos! —tercié—. ¡Paramos a Calderón, defendimos Pemex, logramos una alianza legislativa, encarrilamos al PRI! ¡Ganamos, salgamos a decir que ganamos! ¡Haz una gira nacional, Andrés! Dilo en las plazas: en un esfuerzo conjunto del movimiento afuera y de los grupos parlamentarios paramos al gobierno, defendimos Pemex, ganamos.

—No —dijo sin titubear—, primero voy a consultar a la gente.

Cuarenta y ocho horas después convocó un acto. La reunión fue en el Hemiciclo a Juárez. Ahí estaban las adelitas y los activistas con los que había impulsado la lucha en las calles, con quienes había bloqueado el Senado, con quienes había estado en el Zócalo. Y los seguidores de Andrés Manuel dijeron que no, en una votación de catorce mil contra cinco mil.

Y la propuesta no se avaló.

Pero la mayoría de los legisladores del PRD pensamos diferente. Y sostuvimos que no debería echarse por la borda una victoria política como la que se había logrado al frenar la iniciativa calderonista que buscaba privatizar Pemex.

Ésas fueron las dos visiones que hubo al interior del PRD. Y cada cual actuó en consecuencia. Quienes pensaban que no debería apoyarse la reforma se mantuvieron en las calles, en plantón frente al Senado e incluso con cuestionamientos hacia los propios legisladores del PRD. Quienes pensamos que había sido un triunfo de la izquierda nos aprestamos a aprobar la iniciativa en el Senado y en la Cámara de Diputados.

El cerco obligó a que el Senado tuviera que sesionar en el quinto piso de la torre del Caballito, adonde la bancada del PRD acudió encabezada por Pablo, por Arturo, por Graco y por mí. Votamos la reforma constitucional a favor. Y la reforma pasó a la Cámara de Diputados, y ahí el grupo parlamentario del PRD la avaló también.

Nos sentimos satisfechos de haber ganado, de haber impedido que Pemex se privatizara, de haber infligido a Calderón una derrota de proporciones mayores.

Yo estoy convencido de que tomamos la decisión correcta. Una correcta decisión histórica.

Me parece que la izquierda tiene obligaciones mayores frente a la nación, y no hay que confundir la nación con las plazas llenas. Las plazas son una expresión, pero no lo es todo. La izquierda, sus militantes, sus dirigentes, sus legisladores, sus gobernantes, tienen la obligación de ser socialmente útiles a lo que la nación requiere, y pelear y oponerse cuando tiene razones, pero también proponer, debatir y aprender a ganar. No quedarnos sólo con las derrotas.

DESPUÉS de la reforma petrolera no volví a las reuniones de los lunes en la calle de San Luis Potosí. Y fue a partir de ahí que comenzó una nueva etapa: la disputa por la presidencia nacional del PRD, con Jesús Ortega a la cabeza. Una contienda en la que Andrés Manuel apoyó a Alejandro Encinas y la elección fue durísima. Tanto, que ese proceso llevó a que en el 2009 algunos dirigentes del PRD encabezaran campañas de otros partidos, mientras la gente del PRD se quedaba a luchar con sus candidatos.

Eso llevó a que las dos partes hayamos sufrido una derrota en las elecciones federales de 2009. El PRD, con su estructura y sus recursos, sólo obtuvo el 13 por ciento de los votos. Y el PT y Convergencia, con varios candidatos de origen perredista y todo el apoyo de Andrés Manuel, sólo lograron el 6 por ciento.

Esas elecciones nos enseñaron que la división nos llevaba al despeñadero. Que lo que nos conviene a todos es la unidad. Que debemos ser tolerantes con todas las expresiones, con todas las visiones, y no caer en el juego de las descalificaciones. Que en el PRD no sobra nadie, porque cada quien tiene su historia y cada cual ha hecho importantes aportes a la historia del partido.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas