Julieta Cardona
26/09/2015 - 12:00 am
¿Qué se siente ser tan mezquino?
Desde pequeña aprendí a jugar con mi memoria usándola como depósito de recuerdos, es decir: los que no me gustaban los metía en una bodega que tenía con llave y los que simplemente me negaba a olvidar se volvían nítidos sin importar cuándo recurriera a ellos. Y me negué a olvidar lo primero que aprendí […]
Desde pequeña aprendí a jugar con mi memoria usándola como depósito de recuerdos, es decir: los que no me gustaban los metía en una bodega que tenía con llave y los que simplemente me negaba a olvidar se volvían nítidos sin importar cuándo recurriera a ellos. Y me negué a olvidar lo primero que aprendí sobre mezquindad porque lo viví muy de cerquita.
Cuando me toca saber del desmadrito que arma la mayoría de la gente tras la muerte de los jefes de familia, recuerdo a la de mi madre y agradezco el óbito de sus padres (Marcos y Onésima) antes de que se les chupara enteros, incluso más que el cáncer que les devoraba, a la avanzada secrecía de la estirpe que engendraron.
Cuando me preguntan por mi familia materna, no miento ni omito en mi testimonio, si me dan pie para decirlo en un montoncito de palabras –aunque con vergüenza–, cuento que tengo una analogía para simplificar el asunto: la fotografía de Kevin Carter que ganó un Pulitzer en 1994, esa misma que retrata a la famélica niña sudanesa que, según se dijo en aquel momento, tenía a un buitre esperando su muerte.
Mi abuelo Marcos murió en 1998, el año que Francia ganó su primera Copa Mundial de Fútbol, y mi abuela Onésima, su esposa y viuda para entonces, le siguió el paso en 2000: primer año que yo recuerdo sobre el mame del fin del mundo y, a decir verdad, el primer fin del mundo para mí. En mi infancia esos dos viejos eran, qué te digo, los indios de la sierra de Coahuila más recios. Las enfermedades culeras y agónicas de ambos vinieron a joderlo todo. Porque mientras ellos morían en cuartos sepias de hospitales del IMSS, la tercera parte de sus doce hijos planeaba, a sus espaldas, cómo heredar lo único que mis abuelos habían conseguido en toda su vida: una casa. Una casa que, además, ya había sido heredada en vida a una de sus hijas.
Será que los hijos no aprendemos aunque los padres nos digan “esto no, esto no te pertenece esta vez a ti sino a tu hermana”. Y será que algunos se creen con el derecho de transgredir todo deseo de los padres cuando ya han muerto. Será que para ellos el dormir tranquilos nunca es prioritario. Será que no duermen. Será que no duermen porque no pueden. Qué sentirán ellos de no solo haberse quedado huérfanos de padres sino también de lo único que pudo salvarles el alma: el amor.
Han pasado más de 15 años y la tercera parte que inició todo se reúne en la sombra y visita la tumba de los viejos mientras llora porque, no sé, será que nunca podrán pedir perdón.
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